Miro la casa vacía. Una y otra vez. Miro. Desprovisto de sentimientos definidos. Las paredes desnudas (ay, estos inexplicables lugares comunes que hacen absolutamente necesario el nudismo de los muros o la ceguera de las ventanas), la devastación del patio. En los empapelados, la huella indeleble de los aparadores, los cabezales de las camas, esos roperos que en un incalificable alarde de rebeldía acordamos malvender a un cambalache. Tal vez por la sola vanidad de pasar más tarde por sus vidrieras mugrientas y contemplarlos en medio de tantos bultos anodinos, identificando desde la vereda con nuestros índices, la augusta estirpe de los travertinos y las lunas venecianas con un dejo de aristócratas rusos, un hipócrita encogimiento de hombros, un falso prestigio social mal horneado...
Fueron las víctimas de nuestra ferocidad modernista. Y las vajillas inglesas. Y los cristales alemanes cuyas copas –crateras mágicas en la dorada edad de los ensueños-, en verdad sonaban como campanas si uno se mojaba un dedo y con la yema recorría el filo interminable. Y las lámparas y los gobelinos y esa multitud de objetos atesorados durante muchas décadas.
Vacía, la casa. Huérfana ya hasta de arañas y de polillas. Extrañamente silenciosa. Con los flancos apenas vestidos por la sequedad opaca de las madreselvas, el último patio guardando sólo el cadáver de la higuera y el jardín despojado del rosal setembrino y del cedrón, muerto de aburrimiento por no tener a quien brindar su aroma de tisana en flor.
Apenas puedo adentrarme en el vasto hall. Doscientos cuarenta y cuatro vidrios franceses alguna vez supe contar en cada ventanal. Varias veces veinte abejas de oro en los baldosones de mármol. Un viento bárbaro impone su insolencia enfriándome el coraje. Y de pronto un rumor extranjero retumba entre las redondeces del cielorraso. Repiqueteos vagamente metálicos. Una nube blanquecina. Cierta precipitación del yeso que absurdamente identifico con un inconsolable llanto. Arden mis ojos. Hay como un quejido. Como un nudo en mi estómago.
Y en los dedos de la mano con la cual pretendo celebrar el antiguo hábito de cerrar la puerta. E infructuosamente, despedirme de la casa ancestral (raíz, útero, caverna cósmica), que he entregado a la cuadrilla de demolición.
Mario G. Linares.-
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