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ENCUENTROS DEL SILENCO

Sus pisadas expandían ecos en la noche.
Solía caminar hasta las vías más cercanas, compartía fumatas y mates con otros pasajeros de la oscuridad.
Algún que otro roedor se inmiscuía entre sus cuitas. Por lo general sus risotadas eran atravesadas por el paso de alguna máquina diesel.
El Indio vestía camisa blanca, suelta sobre unos pantalones negros y unas botas de carpincho. Su máximo abrigo era un chaleco de lana de oveja marrón y blanco tejido en el telar de su madre.
En cuanto a los pasajeros de la noche, los había jóvenes unos, de edad sin tiempo otros, unos quince entre hombres y mujeres.
Las citas bajo la lluvia eran las más concurridas. Unas chapas sostenidas sobre listones de quebracho eran el recinto.
Cuando las pisadas se anunciaban, el grupo se transformaba en un murmullo de bienvenida. Se acomodaban como el terreno les permitía. El Indio doblaba el poncho en cuatro, se sentaba sobre sus rodillas, sus manos comenzaban a acariciar un tambor y sus dedos a tamborillar con suavidad. Lamentos comenzaban a salir de ese pecho profundo y a sacudir el aire. Sonido de cavernas venidos desde las entrañas de la tierra. El azabache de sus cabellos caían y bailaban acompañando el ritmo.
¿Cuánto era el tiempo en que se daba esta escena entre ellos? No se sabe. A nadie le importaba.
Una de esas noches en que la luna recorta los perfiles, la ausencia del Indio enmudeció la espera.
La ronda del mate se partió en dos, una brisa sopló entre los árboles, las ramas parecían lanzadas en una danza infernal.
Nadie se animaba a ponerle palabras a la sospecha.
Estaban acostumbrados a callar los tumultos del alma.
El chirrido de unos frenos convocaron la atención del grupo. De un móvil fue arrojado el Indio. Su cara hinchada sangraba a borbotones, la ropa hecha jirones. Nadie emitió palabra.
Un rugido de fiera herida atravesó la noche.
Notas agudas llegaron de unas cuerdas, graves de un cuerno, ambas recorrieron los rostros impávidos, las lágrimas y el enojo.
Espesos nubarrones apagaron la luna, truenos y relámpagos imprimieron al momento gravedad y congoja.
Lentamente el Indio se arrimó a un grueso tronco. Una mujer de intensos ojos negros y suaves manos fue limpiando el rostro con un paño de lino mientras entonaba una canción de cuna. La respiración del Indio se fue serenando, un anciano le acercó un mate que fue sorbiendo lentamente. La mujer, con una ternura infinita limpió las llagas de esos pies cuyas huellas había caminado.
El Indio se sentó sobre su manta, dobló las piernas y se puso en posición de meditación.
La noche se calmó.
Un suspiro de alivio circuló entre los pasajeros de la noche.
- “ ¡ Hombres necios!”exclamó el Indio.
Los tambores comenzaron a escucharse, su fuerza y ritmo se hicieron cada vez más intensos, un temblor sacudió la oscuridad.
Una luz los encandiló. El grupo se fue elevando, quedando suspendidos, levitando.
En otro lugar de la ciudad, un móvil, su conductor y tres acompañantes se hundían en el Río de la Plata

Texto agregado el 13-01-2005, y leído por 92 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
15-01-2005 Gran cuento y relatado con mucha maestria. Un saludo de SOL-O-LUNA
13-01-2005 Muy bueno, Ana. Mis estrellas, que son cinco y merecidas. vaerjuma
 
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