INDECISIONES
Mi habitual compañero de tertulias y caminatas tuvo que quedarse para concluir uno de esos trabajos de extrema y muy dudosa urgencia que surgen a las cinco de la tarde. Podía tardar una hora en resolver el asunto pero necesitaría cuando menos otra más para incorporar los pequeños ajustes que una y otra vez ordenaban los jefes. Le hubiera hecho compañía como regularmente ocurría pero el encierro de toda la jornada había hecho mella en mí.
Bajé por las escaleras para evitar los ascensores atiborrados de funcionarios en estampida. Siempre me había resultado impadecible ese recinto esotérico, donde el tiempo se elonga indefiniblemente, las voces se diluyen en susurros, los perfumes copulan impúdicamente con el sudor, el contacto con otra piel se torna odiable y los ojos buscan afanosamente un escondrijo para ocultarse de la inquisición de algunas lechuzas impiadosas, que parecían ser habitantes perpetuos de aquel breve averno.
No pude librarme del tumulto a la salida del edificio. Estaba lloviendo y la masa impersonal se agolpaba irresoluta ante la puerta de cristal, arredrada por el embate del frío y el agua. Más que la convicción fue la inercia de mi propio cuerpo la que me lanzó al callejón formado por el edificio del Ministerio de Hacienda y la iglesia de San Agustín. Era un terreno dominado por el viento al que la costumbre popular había bautizado “la calle de la pulmonía”.
Enseguida alcancé la esquina de la iglesia y crucé la carrera séptima. Hice el intento de abordar uno de esos pequeños transportes colectivos pero rápidamente desestimé la idea. El hacinamiento de los ascensores y de la puerta del ministerio parecían haberse trasladado a esas peligrosas cajas rodantes. No me embargaba apuro alguno y decidí refundir las manos en los bolsillos de la chaqueta y nuevamente atravesar la avenida para caminar por la acera izquierda, más amplia y casi desierta.
La grisácea tarde de octubre, que podía ser tan típica de octubre como de cualquier otro día del año según el mandato del impredecible clima capitalino, patrocinaba un ambiente triste y solitario. Las fuentes del palacio presidencial estaban encendidas. Solía vérseles en funcionamiento cuando se presentaba algún evento de cierta notoriedad, la visita de algún personaje foráneo por ejemplo, o la conmemoración de alguna fiesta nacional. Ocasionalmente, sin saber a qué mandato obedecían, se ponían en marcha para sumarse a la belleza de las esporádicas tardes primaverales.
Me detuve junto a las rejas para contemplar la confrontación que libraban las pequeñas gotas de llovizna con los arqueados hilos de agua que brotaban de los nacederos metálicos. La lucha se repetía incesantemente pues los combatientes naturales seguían recibiendo refuerzos provenientes de las nubes, al tiempo que las uestes artificiales reciclaban sus muertos para volverlos a enviar al frente de batalla.
Un soldado que prestaba guardia en palacio estaba absorto en la misma contemplación, salpicado por causa de los arreones de la brisa que se sumaba a la contienda sin aliarse con ninguno de los bandos. La pintura se deshizo arruinada por el estruendo de una motocicleta de alto cilindraje que pasó a mis espaldas.
Se sorprendió al verme allí y enseguida trató vanamente de endurecer las facciones de su rostro imberbe. Su mano derecha se apoyó en la correa del fusil como en busca de mayor fortaleza y me dijo cuatro cosas con su mirada de cachorro huérfano: ¿qué hace usted aquí?, estoy asustado, márchese por favor, puedo cometer una locura.
Durante unos segundos continué con mi observación del espectáculo de la fuente haciendo caso omiso de las advertencias del muchacho. Cuando reanudé mi camino lo redescubrí. Había logrado un gesto más adusto y una postura agresiva pero mantenía la misma mirada asustadiza. Permaneció así mientras me alejé de su precario territorio. Siete u ocho metros más adelante volví la cabeza y lo encontré relajado, situado nuevamente cerca de su infantil fantasía de agua.
A la altura de la calle décima crucé por tercera vez la avenida. La plaza estaba desolada y no habían vestigios de las palomas que habitualmente se apropian del lugar. Traté de descubrirlas en el techo del palacio de justicia pero ni siquiera se escuchaba su gorjeo. Pensé que estarían ocultas en las torres de la catedral pero tampoco se avizoraban allí. A cambio de una alba imagen alada tropecé con un sujeto muy particular que atisbaba desde la esquina hacia el colonial callejón que baja desde la sede de la cancillería.
Portaba sobre su cabeza un ridículo gorro de forma triangular elaborado con una hoja de papel periódico, donde los títulos y una fotografía del diario habían empezado a desdibujarse por efecto de la lluvia. Con una graciosa carrerita se parapetaba debajo del pírrico alerón de la casa cural y casi inmediatamente retornaba la esquina para seguir al acecho.
Advirtió que yo lo observaba y sin ningún reato me miró directamente. Si ante mis ojos él lucía extraño, desde su óptica yo resultaba ser un tipo singular. Revisó desdeñosamente mi modesto traje de funcionario oficial, sonrió exagerada e incomprensiblemente al compararlo con su alargado saco de lana y con el pantalón de tela barata que por efecto de la lluvia se había ajustado a las famélicas extremidades. El parecía ser un estúpido pero sus ojos decían que el estúpido era yo.
Conservando la mueca burlona se instaló otra vez en la esquina pero ya no regresó al alero de la casa cural. Una curiosidad repentina por percatarme de qué clase de dama tenía en vilo a aquel sujeto me llevó a subir los dos peldaños y situarme al frente del portal de añosa madera, adornado con pequeños recuadros metálicos en los que se rememoraban con figurillas de bronce algunos pasajes de la historia cristiana.
Pasé cerca de cinco minutos mirando alternativamente los ornamentos del portal y a mi vecino que ahora escudriñaba indefinidamente aquel callejón. Debería ser una mujer desangelada y de bizarro atuendo, depositaria en todo caso de algún atractivo no evidente que perturbaba al impaciente galán.
Repentinamente la callejuela arrojó un hombre alto y ancho, con elegante traje oscuro, resguardado bajo un amplio paraguas negro portando sin embargo el mismo ridículo sombrero de papel. El recién llegado estrechó la mano de su camarada y sin pronunciar palabra prácticamente lo arrastró hacia la plaza de Bolívar, hasta desaparecer por la carrera octava con rumbo al norte de la ciudad.
Desencantado y aún anhelante me dirigí hacia la esquina por la que había llegado el hombrón y me planté allí a la espera de la dama. No ya la desaliñada mujer con un atractivo secreto sino a una chica espigada, de ondulado cabello largo, ágil en su paso y sencilla en su vestir, una chica como aquella por la que años atrás aguardé impaciente y emocionado en ese preciso lugar, pero solamente bajaron al encuentro las sombras de la languideciente tarde.
Iban a ser las seis y supuse que en la contigua catedral un viejo sacerdote estaría aprestándose para ofrecer la misa. ¿Quiénes serían los feligreses?. ¿Podría ocurrir que el sacerdote de la catedral no fuera un anciano sino un joven de esos que realizan el oficio con luces de miniteca y en pantalón corto para motivar a los fieles más noveles?.
Decidí asignar unos minutos de mi tiempo para conocer las respuestas a tan inocuos interrogantes pero comprobé inmediatamente que la mansión del Dios cristiano estaba cerrada y mis insignificantes inquietudes simplemente no podían cambiar ese hecho.
Esta circunstancia me hizo experimentar una vez más, aquella suerte de angustia que en ocasiones me asaltaba. Yo no era totalmente autónomo para tomar con plena libertad las decisiones fundamentales de mi vida y tal vez ni siquiera para cristalizar algunas aspiraciones peregrinas.
Era legítimo el deseo de construir mi camino en la vida o simplemente la ruta para el regreso a casa después de un día de trabajo, pero cuando intentaba seguir una senda cualquiera, chocaba contra una vorágine de fuerzas caprichosas y enmarañadas que enviaba todo a cualquier parte.
Recordé entonces la forzosa conversación que tuve que sostener durante el almuerzo con la nueva secretaria de la oficina. ¿Me puedo sentar con usted?. Me preguntó, plantándose con su bandeja junto a la pequeña y apartada mesa que yo había escogido. Simplemente asentí.
En las dos semanas que llevaba con nosotros había quedado claro que era más chismosa e impertinente que todas sus antecesoras. Apenas si la saludaba cuando me cruzaba con ella en las mañanas y no sabía su nombre. Tenía a su favor y quizás para su desgracia un par de voluptuosos senos que atraían las miradas masculinas. Ella lo sabía y se sentía orgullosa.
Apuraba rápidamente los sorbos de sopa para poder hablarme de los talentos de su hermosa hija quinceañera, de la dolorosa sospecha sobre la infidelidad de su marido, de las obscenidades que a mañana y tarde le murmuraba el vendedor de periódico, del refugio para amantes furtivos en que se había convertido el cuarto donde estaba instalado el conmutador, de la descarada mujer que hacía la limpieza en el segundo piso y que se había atrevido a acostarse con el subdirector, del polvo que siempre cubría los zapatos del ministro que además era un hombre de muy baja estatura como para ocupar un cargo de tanta importancia, de la adicción al alcohol del muchacho que tomaba las fotocopias, de lo ligerilla que era la niña linda a la que la entidad envió a estudiar a Inglaterra, de la estampida que generaba en el baño de las damas la presencia de la asesora extranjera evacuando con insoportable fetidez sus inmundicias...
Creo que nunca se hubiera detenido la lenguaraz. Ensayé la estrategia de fijar mi mirada en sus senos pretendiendo abochornarla. Cuanto más avanzaba su perorata más intencionadamente yo la observaba pero la mujer era imbatible. Fue cuando empezó a parlotear sobre la regresión que le había practicado un psiquiatra cuando capturó mi atención. En ese proceso pude recordar acontecimientos de mi más pretérita infancia -proseguía la desbocada, ahora con un carís de nostalgia-, pero el cúmulo de afecciones que agobian mi ser en esta vida no me permitió regresar mas allá.
Había tanta charlatanería alrededor de ese tema que caí en la trampa y me pronuncié. No se dónde lo escuché –comencé diciendo- pero me parece digna de respeto la versión que ve en esas técnicas psiquiátricas un medio, no para viajar por nuestras vidas anteriores, sino como una herramienta para penetrar en espacios más profundos de nuestra conciencia.
En esos recónditos lugares se encuentran adormecidos los recuerdos más distantes e insignificantes de la existencia propia, junto con insospechadas aventuras de las que fueron protagonistas nuestros predecesores, de tal suerte que los típicos avistamientos sobre épicos o sórdidos acontecimientos del pasado pueden ser fruto de la memoria heredada y no necesariamente testimonio de nuestras andanzas personales en siglos o milenios anteriores.
Sin embargo, no tengo gran preocupación por dilucidar el asunto –aclaré desentendiéndome totalmente del almuerzo servido en la mesa-. Me interesa más bien, resaltar cómo los genes que se nos asignan en la concepción determinan buena parte de lo que somos y niegan nuestra prepotente autonomía.
En tal sentido nos parecemos a los promedios móviles que calculan los estadísticos, -continué diciendo de manera impiadosa-. Para nada me importaba si la impertinente me comprendía. Ella había invadido mi espacio y me importunaba con una sarta de situaciones baladíes. Éste era mi turno y tendría que soportarme.
Mediante ese recurso matemático, las ventas de este mes pueden estimarse a partir de las registradas en meses anteriores. Mayor influencia se debe atribuir al pasado más reciente pero también le corresponde alguna ponderación a meses más lejanos. Estos procesos son asimilables a las huellas gestuales y de temperamento que los abuelos y padres dibujan sobre nuestro rostro, omnipresentes en nuestras actitudes y habitantes perennes de nuestros sentimientos.
Cuando más arrogantes e ilusos somos frente a una supuesta autonomía, se izan majestuosos los testimonios de la herencia para subrayar que nuestra vida es apenas un eslabón de una larga cadena evolutiva, que nos permite hoy el privilegio de encarnar los progresos alcanzados durante más de mil setecientos millones de años, pero mañana seremos un peldaño más, cada vez menos importante en la explicación de ese instante futuro.
Eso de la herencia es importante pero no definitivo –arguyó de pronto la mujer-. Los hijos de padres comunes presentan diferencias físicas y de personalidad que son notorias, y que adicionalmente pueden ser acentuadas por el medio ambiente. No todo está predeterminado y como dice la canción “se hace camino al andar”. Era la primera cosa inteligente que le había escuchado dentro de su incesante cacareo y logró sorprenderme, al punto que esta anotación le valió para que su almuerzo fuera gratuito ese día.
Probablemente la realidad se hallaba a medio camino entre el predeterminismo absoluto y la ideal libertad de elegir. Tal vez el asunto fuera mucho más sencillo que eso. Quizás yo inventaba fuerzas poderosas e incomprensibles como justificación para una fragilidad de carácter, que no me permitía seguir mis propias inclinaciones cuando ellas iban río arriba. A pesar de esa posible explicación sentía que la ocasional presencia de aquel fantasma voluntarioso e informe que condicionaba mis actuaciones era auténtica.
Mientras avanzaba hacia la calle 19 para tomar el autobús pensaba en los hombres que se pertrecharon con sus sueños e ideales, renunciando a los senderos predefinidos y accesibles, para aventurarse por trochas inhóspitas donde sembraron sus huellas en pos de sus más caros anhelos.
La mayoría de estos valientes sucumbieron ante el engendro que se había amasado con el pensamiento de todos los ciudadanos. Su fuerza era colosal, su alcance parecía ilimitado y sus millones de ojos servían de faros para iluminar y vigilar los caminos por donde debían marchar los andariegos. Llegados a cualquier encrucijada, los caminantes no tenían tiempo para pensar cuál ruta debían tomar, porque más veloz que las ideas, el aliento incontenible del monstruo de la cordura, de lo lógico, de lo razonable y lo predeterminado, los lanzaba por el derrotero que irremisiblemente debería seguirse. Si algún osado se atrevía a abandonar las vías iluminadas era asediado con saña hasta lograr su destrucción.
Se sabe sin embargo de un puñado de héroes que alcanzaron su utopía lanzándose por breñas agrestes y abisales parajes, salvando, burlando, ignorando y desdeñando los obstáculos sembrados a su paso. Cada herida fue para ellos una enseñanza y un arma para afrontar el próximo reto, cada lágrima un homenaje a lo que hubo que abandonar en la lucha y al tiempo una promesa de reafirmarse en el empeño.
Los espléndidos tesoros con que fueron premiados los héroes victoriosos yacen en lo más profundo de su ser, invisibles para los demás hombres a causa de las sombras que todavía alcanza a proyectar la rabiosa bestia. No obstante, se dice que los acrisolados efluvios del tesoro se revelan en la piel de los vencedores insinuando el rostro de la felicidad.
Muchas de estas epopeyas permanecen anónimas. Pocas entre ellas lograron trascender acunadas en líricas melodías, sublimadas en épicos poemas y presentes en memorables y audaces desafíos que la historia se esfuerza por mantener vivos.
La leyenda del vellocino que aguardaba a los protagonistas de tan egregias hazañas y el temor por la probada brutalidad de la criatura, contribuyeron a formar el limbo de la dubitación en el que muchos estamos atrapados. Casi todos los rebeldes que se arriesgaron a desafiar el monstruo partieron de allí, conocedores de que su más probable morada sería el abandono, el exilio, el olvido y la propia muerte, pero aún así emprendieron la odisea alentados por la convicción de que la imagen de la felicidad también empezaría a dibujarse en los rostros de quienes cayeran en el intento.
Con la balanza de las probabilidades inclinada en nuestra contra, inseguros de nuestras fuerzas, la generalidad de los habitantes del limbo podría permanecer allí eternamente, aferrados a nuestra propia escasez pero castigados por la permanente posibilidad de la empresa titánica que tal vez jamás emprenderíamos. Para los obnubilados que ni siquiera percibían la existencia del poderoso ser multitudinario no había ninguna oportunidad, pero en medio de su ignorancia y miseria no padecían la tortura del que quizás puede y nunca se atreve.
Me sustrajo de esta cavilación la figura del vendedor de pilas. Permanecía plantado a un costado del almacén Ley, pero la rechinante voz que parecía explotar desde lo más profundo de su un metro con veinte centímetros se había silenciado.
Cuando pasé por allí al medio día me agredió con ese estruendo inverosímil que emanaba de su garganta. No me dio tregua y antes de que pudiera recuperarme me lanzó por segunda vez el consabido cañonazo a la cara: “cuatro pilas doble A por mil pesos”. El inmisericorde preparó una tercera descarga pero no fue necesaria, yo ya estaba derrotado.
Ahora era él quien parecía soportar sobre su cuerpo el peso de la derrota. Lucía fatigado y ausente. Levantó el rostro hacia mí para ofrecerme el producto con un gesto cansino. Instintivamente apreté en uno de los bolsillos el paquete de pilas que tuve que comprarle al medio día y él pareció intuirlo o recordarlo porque bajó la guardia.
Proseguí observando sus ojos marrones tratando de develar parte de su historia personal pero él debió juzgar compasivo aquel momentáneo escrutinio. Advertí que hacía acopio de fuerzas y que empezaba a preparar una de sus más agraviantes retahílas. No me quedé para aguardar el embate de su furia. Eran bien conocidas las ominosas diatribas con las que enfrentaba y exacerbaba a los policías que hostigaban a los vendedores de baratijas.
Había construido una particular graduación para los agentes. A tan dudosos honores se accedía de acuerdo con la valoración que el hombre hiciera de las actuaciones de los uniformados que, en todo caso siempre serían desafueros e injusticias. El grado menor era “bestia con botones” , pero fácilmente se ascendía a escaños superiores que regularmente reservaba para los oficiales, a quienes les asignaba retorcidos remoquetes alusivos a enfermedades venéreas u órganos genitales, apodos con los que se hacían famosos entre los mercaderes.
Observé que el silencio era generalizado. El tradicional alboroto de los comerciantes callejeros había sido sofocado por el rigor del clima y la escasez de compradores, pero no renunciaban a su tarea. A lado y lado de la acera se apostaban el niño de los claveles, la señora que ofrecía balacas, bambas y caimanes para el cabello, el librero que exhibía en económica edición pirata los últimos títulos de Saramago y Cohelo.
También pugnaban por un lugar dentro del prolífico mercado, las mezclas impuras de pequeños cachorros, anunciados como ideales compañeros en apartamentos estrechos. Junto a ellos se acomodaban las chaquetas y maletines de contrabando, los discos compactos impresos caseramente con los éxitos musicales del momento, los sahumerios del joven con la cabeza rapada y las galletas wafers en promoción.
Era estoica la fe de algunos de ellos. Una estatua humana de imperturbables facciones teñidas de blanco barniz, se erguía como el símbolo de aquella inexplicable esperanza. De manera insólita persistía en su trabajo, aguardando la improbable recompensa de los fugaces transeúntes bajo tan inhóspito panorama.
Con cierta incredulidad me acerqué para comprobar si en verdad aquel hombre podía resistir impertérrito ante tan desfavorable situación. Su túnica estaba mojada por la llovizna y a sus pies se contaban de un solo vistazo las pocas dádivas de metal depositadas dentro de su canastilla. A su lado un cartel de tamaño regular anunciaba escuetamente: “Represento las Nieves Perpetuas, donde hay espacio para el silencio y la reflexión”.
Me puse exactamente delante de la estatua y sin ambages contemplé detalladamente su rostro. Bajo el maquillaje se evidenciaba más de medio siglo de supervivencia. Este descubrimiento acentuó mi sensación de frío al añadir al mío el que tenía que soportar aquel hombre.
Di dos pasos hacia atrás y me mantuve en el examen de su rostro insondable. Tomé intencionadamente el paquete de pilas que guardaba en el bolsillo desde el medio día y lo arrojé a la cesta causando algún estrépito. Él tenía una excusa para romper su concentración pero no se movió.
Enseguida agregué una moneda de mil pesos reiterándome en la minuciosa contemplación sin que la escena se modificara. Normalmente tendría que haberse movido en señal de agradecimiento o para aprovechar la ocasión y relajar los músculos.
Revisé todos mis bolsillos y me dispuse a comprar el desmoronamiento de las nieves perpetuas, con la intención de que por ese día se marchara a descansar a su casa. Con pequeños intervalos cada vez más breves, deposité en la vasija siete monedas de mil pesos pero nada cambió.
Experimenté alguna suerte de enfado y tiré de una sola vez las últimas monedas de menor denominación que me quedaban en la mano. Me iba a resultar algo costoso sacarlo de esa catalepsia voluntaria. A esa altura ya no me importaba mi pretensión inicial y tan solo quería lograr que se moviera, aunque inmediatamente reanudara el insensato aletargamiento.
Busqué entonces mi billetera y mientras la extraía del interior de la chaqueta volví a aproximarme al condenado. Tomé un billete de diez mil pesos bajo el espectro de su mirada. Él tuvo que haberlo visto pero ni siquiera el más leve pestañeo lo delató. Me incliné y acomodé el billete debajo de las monedas y volví a elevarme repentinamente para reclamar una explicación.
Puesto que hacía caso omiso de mi invitación o no la comprendía, yo no tenía porqué cumplir el implícito trato. Volví a agacharme y retiré el billete. Nuevamente observé su blanquecina faz y tomé la decisión de alejarme lentamente, guardando el dinero en la billetera.
Me detuve sin embargo. Eché un vistazo y aquel demente continuaba incólume allí. Regresé hacia él y volví a depositar en la canasta el tributo en discusión, como reconocimiento a su victoria, a su contumacia o a su muerte. De tanto tomárselo en serio se habría congelado para siempre el infeliz.
Aunque ya había oscurecido apenas eran las seis y media. La Lerner no habría cerrado todavía y quise pasar para dar una ojeada a las nuevas publicaciones. Me aparté entonces de aquel enmudecido caudal mercantil, desviando por el callejón que desemboca en la Plazoleta del Rosario.
El viento pegaba allí más fuerte y en verdad parecía un paraje desierto. Se destacaba dentro de la soledad un precario toldillo de plástico bajo el que se refugiaba el vendedor de aguas aromáticas. Inicialmente crucé a paso ligero por su lado pero fui emboscado por el olor a hierba buena, limonaria y albaca, que me hicieron volver sobre mis pasos en pos de la promesa de aquel brebaje caliente.
Junto a la carretilla donde descansaba la estufa se hallaba acomodado el aguatero. Bien parecía arreglárselas sobre el butaco de madera, cerca del calorcito expelido por el fogón encendido y bajo su ruana de lana. No pareció percatarse de mi presencia y continuó observando su chica de papel.
Me aproximé un poco más y pude ver, bajo el amparo de una lamparilla de baterías que el hombre había ubicado estratégicamente, a una jovencita de fisonomía latina que formaba una visera con sus dos manos, en actitud de querer contemplar lontananza.
Su silueta desnuda era atractiva pero yo lamenté no poder precisar el contenido de su mirada. Tal vez ella hubiera estado muy triste en el instante en que la revista capturó su imagen, pero cómo saberlo si en medio de la desnudez absoluta se había arropado el alma con las manos.
Mi reflexión se interrumpió cuando el aguatero cambió notablemente la historia con un mandato diestro que sustituyó a la latina enmascarada por una rubia de generosas formas. Estaba fascinado con el paisaje. Irguió brevemente la cabeza y sus ojos exultantes me miraron sin verme. Enseguida reaccionó, hizo un guiño cómplice y se zambulló en la revista. Yo no iba a arruinar su dicha por un vaso de agua aromática. Bastante mal me había ido ya con el vendedor de pilas y con la estatua humana como para propiciar otra reacción inesperada.
Además, rehaciendo el recorrido que me había conducido desde la oficina hasta allí, eran cinco las conversaciones sin palabras que había sostenido. Primero el soldado adolescente, luego el loco del sombrero triangular, después el hombrecillo de la voz estruendosa, más adelante la tozuda estatua blanca y ahora el dúo formado por la chica de papel y su obsesivo admirador que a decir verdad prácticamente no me miraron. ¿Para qué romper todos estos silencios?.
Mientras me acercaba a la librería pensaba sobre qué tanta autonomía habrían tenido estas personas para optar por lo que estaban haciendo. Claro está que en un país pobre y apremiado por tantas vicisitudes económicas no hay mucha libertad para elegir entre hacer alguna cosa que produzca unos cuantos pesos o dedicarse a escribir ensayos de filosofía.
No obstante parecían existir algunas paupérrimas alternativas dentro de la miseria: proteger al señor presidente, crear extrañas logias, vender en la calle pilas chinas sin pagar impuestos, morirse un rato bajo la forma de una escultura, seducir a los lectores de revistas pornográficas o mantener caliente un cocimiento de hierbas para venderlo en las noches frías. Cada cual decidía.
Y... ¿Porqué no soñar que éstos eran parte del puñado de héroes?. La estatua un excéntrico artista oculto dentro de su rigidez, que apela a ese recurso para percibir el mundo urbano sin que éste tenga certeza de que es vigilado, la chica latina, una reconocida modelo internacional que ofrenda su escultural desnudez al público que la llevó hasta el sitial deseado, cuidándose de revelar su identidad, el soldadito temeroso, una semilla de niño pobre que germinará en uno de los desalmados generales que siempre ha admirado.
Pero es más factible que el soldadito hubiera deseado ser un loco de esquina, el loco un vendedor de pilas chinas y el vendedor una romántica estatua humana disfrazada de Everest. Lo peor es que la mayor probabilidad debe asignarse a la lucha de todos ellos por una sobrevivencia miserable.
Me sentí reconfortado cuando vi que la librería estaba abierta. Aceleré el paso y salvé de un salto los peldaños que hay a la entrada, no fuera que a algún desventurado se le ocurriera oponerse a mi decisión y me tirara la puerta en la cara. Me dirigí directamente a la sección de publicaciones colombianas y comencé a buscar el último número de la revista de Psicología que periódicamente edita la Universidad Nacional.
Un libro cayó al piso en un escaparate cercano, denunciando la presencia de la chica que parecía ser la causante del accidente. Ella recogió al delator y lo acomodó con delicadeza en su sitio. Sin prisa alguna continuó revisando los títulos del estante y un momento después se acuclilló para tomar un volumen que le interesó, era literatura latinoamericana.
A la distancia continué observándola, especialmente atraído por su largo y ondulado cabello. Tomé rápidamente cualquier publicación que pudiera servirme de máscara si llegaba el momento, di un rodeo tras otro aparador de libros y me ubiqué mejor para seguirla contemplando. Para entonces ya se había puesto de pie y pude apreciarla con más detalle.
La cascada de cabellos caía sobre el holgado chaquetón, prolongado unos pocos centímetros por una falda no muy ajustada. Unas medias veladas acariciaban sus bien delineadas piernas, erguidas sobre unos zapatos de color negro sin mayores pretensiones. Descubrí, por gracia de la minuciosa inspección, que en la parte posterior de su pantorrilla izquierda las medias estaban raídas.
Mientras ella se movía suavemente repasando la cubierta de algunos libros, yo permanecía expectante en mi escondite, apretujando la revista-antifaz y escuchando el rumor de mi propia respiración ahora menos sosegada. Deseaba ver su rostro y sigilosamente me desplacé a un nuevo punto de observación. Como si ella hubiera descubierto mi ansiedad y quisiera burlarse de mí, giró hacia la derecha y volvió a darme la espalda.
Se inclinó ligeramente para rescatar la mochila que había abandonado en el piso. Con un movimiento de cabeza volvió a acomodarse el cabello que se había ido hacia delante y seguidamente levantó su brazo izquierdo para lograr que la manga del chaquetón se escurriera, de modo que quedara al descubierto un pequeño reloj en el que miró la hora. Junto al reloj estaba aquella serpiente de carey enroscada en su muñeca en actitud de morderse la cola como símbolo de eternidad.
Ya no era necesario ver su rostro. Recordaba perfectamente la obstinación por llevar siempre consigo aquel amuleto, recordaba sus facciones, el cálido temblor de sus abrazos anhelantes, el brillo de sus pestañas salpicadas de lágrimas, sus ojos destellando efluvios de pasión y ese perfume sutil que me embriagaba hasta perder el dominio sobre la razón y la voluntad.
Definitivamente era ella, el testimonio viviente de mis dudas y contradicciones. La constancia de que sí existía aquel espectro indefinible que me llevaba a empellones por la vida, aprovechándose de mi falta de acertividad.
En fracciones de segundo volví a aquel episodio, cuando me ofrecieron una oportunidad para ocupar un cargo de cierta importancia en una remota regional de la entidad. Sentí que no podía rehusarme. Era el desarrollo de mi profesión, este ascenso no estaba al alcance de cualquier funcionario, ella iba a entenderlo y además íbamos a tener una prueba notable que seguramente permitiría consolidar nuestra relación.
Esos argumentos, proyectados desde mis pobres, profundas e inconfesas ambiciones, fortalecidos por mi omnipresente irresolución, me llevaron a aceptar aquella propuesta. Todo para descubrir, apenas sentado en el avión, que verdaderamente deseaba con toda mi alma permanecer a su lado.
Pese a la magnitud del descubrimiento consideré que no podía romper el compromiso que había adquirido. Tal vez hubiera podido hacerlo si me hubiera opuesto con todas mis fuerzas al monstruo insensible para aferrarme a ella, pero mientras me decidí transcurrieron más de dos años. No se requirió todo ese tiempo para que se diluyera en ella aquel sentimiento que a mí todavía me trastornaba y, ahora, ¿cuál azar inimaginable la había traído hasta allí, a tan pocos pasos y a la vez tan distante de mí?.
Sentí repentinamente que el desperfecto de sus medias era una trampa expresamente preparada para mí y extasiado me dejé caer en ella. Me colé por el intersticio que se había formado entre las delgadas fibras, descendiendo con avidez hasta sus pies. Algún día la había conminado a confesarme qué era lo que más apreciaba de su propio cuerpo y me respondió con timidez y modestia que se encontraba muy a gusto con sus pies.
Enseguida inicié el ascenso, en una frenética y excitante carrera del pensamiento, que me permitió recrear y sentir otra vez cada uno y todos los detalles de su piel, hasta alcanzar de nuevo la inolvidable noche cuando su entrega la llevó a ofrecerme su desnudez genuina, al punto de abandonar la mística serpiente de carey en la alfombra y todo su trémulo ser en mis brazos. Habíamos hecho el amor muchas veces, pero tengo la convicción total de que esa noche yo fui durante unos instantes su único universo y su único tiempo.
Aún prisionero de aquel hechizo, acompañé con la mirada sus pasos rumbo hacia la caja registradora. Creí descubrir en su pausado andar algún atisbo de melancolía y me sedujo la fantasía de que en ese preciso instante me estuviera recordando.
Un poeta sentenció alguna vez que “la mujer que tiene los pies hermosos sabe vagabundear por la tristeza”, pero yo deseaba febrilmente que sus hermosos pies también recorrieran, bailaran, saltaran y volaran por los caminos de la alegría y la pasión. Yo podría lograrlo y ahora no tenía ninguna duda.
Mi cuerpo se estremecía y tenía el rostro incandescente. Las pasiones adormecidas estaban evulliendo en mi interior y pronto me iban a desbordar. Una vez más había perdido el gobierno de la nave, solo que ahora estaba seguro de que las fuerzas que me arrastrarían, fluían desde mi interior. Algo indómito e incomprensible pero que formaba parte de mí mismo, estaba a punto de lanzarme en pos de mi propia gesta. Quizás esto fuera una muestra de la autodeterminación que tantas veces había echado en falta.
El volcán hizo erupción. La incontenible lava me precipitó hacia ella incauto y feliz. El ímpetu me forzó a dar tres pasos antes de lograr detenerme para no tropezar con la pareja. Un caballero se había puesto a su lado y le rodeaba los hombros con su brazo derecho.
Estaba cerca de éllos, casi a su espalda, de modo que pude escuchar las primeras frases que se cruzaron. ¿Llevas mucho tiempo aguardando?. –inquirió el hombre de sereno semblante-. No, apenas unos minutos –respondió ella- con la amada voz que había permanecido alojada en mis recuerdos con total nitidez.
Volví a observar a su acompañante y pensé que era un hombre mayor para ella, aunque en realidad sólo tendría unos cinco o siete años más que yo. Vestía impecablemente y sus maneras eran elegantes. Posiblemente tan solo era un amigo. Así lo sugería su trato cortés y sobrio.
Ahora el ciñó su cintura por encima del chaquetón. Tuve miedo. Él se acercó a su rostro y no permanecí allí para observar el claro desenlace de la escena.
Una empleada que había reparado en mis movimientos comenzó a acercarse hacia mí con una incógnita dibujada en la cara. Mi sospechosa actitud me estaba llevando a una situación incómoda. La inercia corpórea me asistió otra vez para arrastrar todo mi ser hacia el fondo de la librería, arrojándolo sobre aquel rincón de tintas y papel.
Veinte minutos después volví a la calle con una bolsa en la que llevaba la revista de psicología y otro libro cualquiera, uno que había ojeado varias veces sin comprender el sentido de las palabras escritas. Otra vez no tenía claro a dónde dirigirme.
La oscuridad se había apoderado definitivamente de la ciudad y me sentí profundamente solo. Miré hacia la bóveda nocturna en busca de una estrella especial, o tan solo una estrella ordinaria a la que pudiera hacer confidente del mal momento que estaba pasando. Eso podía ser ridículo, caduco o irreal pero yo tenía derecho a fantasear con un luminoso amigo cósmico. Si quería empecinarme en el asunto iba a tener que añadir a la ficticia amistad una fotografía imaginaria de esa luz, porque una vez más, qué poco importaban mis banales inquietudes. El cielo estaba totalmente cubierto.
El frío se había hecho más intenso y recordé al hombre de las aguas aromáticas en la plazoleta. Sin ninguna prisa, cargado por unos pies que simplemente vagabundeaban por la tristeza, empecé a desandar la ruta que me había traído hasta allí.
El aguatero se había fugado con la rubia exuberante y la jovencita latina. Me quedaba La Romana, aquella cafetería con fachada acilindrada donde se servían platillos y bizcochos italianos. Me ubiqué en una mesita pequeña y ordené un capuchino con palitos de queso.
Hace un momento había intentado abandonar el limbo y como consecuencia casi predecible terminé precipitándome por el abismo. Supuestamente debía experimentar algo de felicidad por el mérito de haberlo intentado, pero me apesadumbraba terriblemente el desafortunado inencuentro.
¡Qué estupidez!. ¡Qué sevicia del monstruo maldito!. Ellos estaban allí. Tenían las manos entrelazadas por encima de otra de esas mesitas cómplices. Nuevamente ella me daba la espalda y el hombre la miraba ininterrumpidamente mientras pronunciaba pausadamente algunas palabras que yo no podía escuchar ni descifrar.
Una de las discretas mujeres que sirven en el lugar se acercó y dejó una bandeja de charol sobre la mesa con la cuenta. Él tomó la factura y luego la volvió a poner sobre la bandeja, agregando unos billetes. Iban a marcharse.
También yo puse dinero suficiente al lado del capuchino apenas servido y me lancé hacia la puerta para ganar la calle antes que ellos. Me alejé hasta situarme al borde del andén de la Avenida Jiménez y me preparé para darle la cara a la realidad. Él salió primero, sosteniendo la puerta de cristal y ella lo siguió inmediatamente.
Realmente yo no había salido del limbo. Tuve esa tentativa en la librería pero una vez más me había detenido frente a la primera barrera. Acaso si definitivamente me atreviera, con independencia del resultado, sin importar que pudiera morir la ilusión apenas resucitada, tal vez lograría saborear algo de las mieles y ambrosías de la felicidad.
Entonces observé sin reato su rostro y nuestras miradas se cruzaron directamente. Fue evidente que se afectó, al punto que el ecuánime caballero siguió sus ojos tratando de develar la razón de su inquietud. Esta vez no quería más diálogos silentes. Ahora iba a abandonar la caverna de las indecisiones y ella tendría que socorrerme con sus brazos o permitir que me estrellara contra el fondo del abismo.
Continué mirándola y me acerqué tranquilamente. Cuando la tuve a tres pasos le pregunté, a manera de pretexto para inducir la conversación, señorita ¿tiene horas por favor?.
Ella vaciló un momento, mientras aquel hombre no renunciaba a su compostura aunque ya se había percatado de que algo particular estaba ocurriendo. Su respuesta tenía cierto matiz melancólico pero al tiempo firme. Tuve horas, tuve minutos y segundos que me parecieron infinitos –comenzó diciendo-. Llegué a creer que tenía todo el tiempo del mundo –continuó respondiendo ahora con la voz humedecida por reposadas lágrimas, pero aquel tiempo dejó de existir y no pude advertir cuándo ocurrió.
Sentí que mi espalda se doblaba un poco. Volví a erguirme y la miré nuevamente. Se mordía el labio inferior y aún fluían por sus mejillas los frutos de la conmoción. Gracias señorita. No había nada más que decir y me aferré a la bolsa de la librería, en procura de apoyo para comenzar a alejarme.
Atravesé la avenida y cuando alcancé la esquina volví la cabeza para buscarlos. Ya no estaban allí. Tampoco hallé en la bóveda cubierta el confidente que necesitaba, pero encontré en uno de los pisos más altos del edificio de enfrente un gran aviso luminoso “El Tiempo”. Alguien lo había puesto allí para mí y con una rauda señal del pensamiento le relaté los eventos de mi hazaña personal y sus consecuencias, experimentando una sensación de alivio y levedad que me reconfortó. Reanudé la marcha y me prometí que nada me impediría LOGRAR LA PROESA DE tomar el bus que POR FIN me llevaría a casa.
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