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Esta historia empieza en un pequeño cerebro que pertenecía a un niño de doce años al que le quedaban todas menos lengua, o tal vez, a uno que vivía en una casa desde la que se veía el psiquiátrico. Esto no tiene mucha importancia ya que básicamente todos los cerebros son iguales, al menos durante la infancia. Se componen de millones de pequeños seres que viven en una perfecta armonía, desempeñando cada cual una misión concreta y especial sin la que sería imposible el buen funcionamiento del gran cerebro o “el grande” como es conocido por sus habitantes.
La tarea de una neurona es recordar. Hay una para recordar cuánto es 7 por 5, otra para saber cuál es el mote de tu amigo y otra para reconocer el sabor de una mandarina.
Pero no todas son igual de importantes, eso depende de las veces que son requeridos sus servicios. Si el trabajo es esencial recibe con regularidad una dosis de azúcar, más del que necesita, y aprovecha este excedente para crecer y así tener más reconocimiento social y así obtener más azúcar y crecer más y obtener más reconocimiento social y así crecer más...
Una neurona puede vivir con desahogo con que se solicite su presencia una vez al año, pero cuando la frecuencia de llamadas es menor, estas empiezan a disminuir de tamaño y mueren por falta de alimento. Algunas por miedo a desaparecer forman sociedades y comparten el alimento que les llega. Por ejemplo, la neurona que guarda el doscientos diecisiete no es muy importante y moriría, pero unida con todas las que almacenan números forma un grupo muy fuerte.
Nuestra protagonista era ya cuando comienza la historia muy pequeña, guardaba el color de los ojos de la primera novia. En otros tiempos formaba parte de una pandilla de recuerdos y tenían más importancia que el odioso clan de los números.
Con los años, la sociedad fue perdiendo miembros. La primera en caer fue la que guardaba la promesa de amor eterno, empezó a quedarse delgada y triste hasta que la noche de un sábado de verano dejó de existir. A partir de ese momento los acontecimientos se precipitaron, raro era el minuto en que no moría alguna por no comer o por ser invadida por un número.
Hasta que, al final, allí estaba nuestra neuronita, sola, rodeada de cifras y cadáveres, que para ella eran lo mismo, esperando con resignación el momento de desaparecer. La falta de comida y el haber visto marchar a millones de compañeros había, por decirlo así, desgastado un tanto su ánimo.
De repente sucedió algo.
Una voz alegre y llena de magia le gritó: Corren malos tiempos para nosotros, amiga.
Se volvió y por un segundo se esperanzó, pero esto no duró mucho, porque la voz, no podía ser de otra manera, venía de un número. Le miró y probablemente arrastró todas sus fuerzas a la garganta para hacer notar su odio.

- Si vas a matarme, hazlo, pero no te burles.
- No aprenderé nunca. ¡Me han vuelto a confundir!
- ¿A confundir con qué?
- Con un número.
- Tienes sus ropas, su bigote y su insensibilidad ¿Qué quieres que crea?
- Soy en sentido formal un número, aunque un tipo muy especial. Soy un número imaginario.

Había oído hablar de ellos, los imaginarios. Los imaginarios eran legendarios, siempre que se contaba alguna historia del exterior o algún relato increíble de viajes a otros mundos aparecían como protagonistas. Conocidos también como bravos guerreros en las sangrientas batallas contra los números sus hermanos, y a la vez sus mayores enemigos. Pero sobre todo eran los únicos que dominaban la técnica del salto, sabían ir de un cerebro a otro y podían...
Pero sólo era un mito, un cuento de viejas.
El imaginario le contó que entendía su situación, pero que no debía desesperar pues todo no estaba perdido, que antes de esperar la muerte segura que le esperaba allí, podía intentar un viaje, aunque peligroso, sería siempre mejor que no hacer nada.
Sin mucha fe, nuestra amiga siguió escuchando lo que éste le decía. Durante varias horas hablaron sobre los detalles del viaje y la dificultad de encontrar el momento adecuado para poder realizar con éxito la difícil tarea de ir al cerebro conveniente.

- No puedes elegir, estás muy débil y, si esperamos, morirás aquí. La próxima oportunidad será la tuya.
- Tengo miedo ¿Y si me confundo? ¿ Y sí...?
- Aquí morirás.

En silencio hicieron los preparativos y llegó el momento. Se oyó un pequeño ruido eléctrico y al lado del imaginario quedó una neurona tan muerta como las que la rodeaban.

- Suerte.

Hay veces en que si prestas atención puedes ver saltar neuronas de un cerebro a otro. ¿No te has fijado cuando dos están hablando durante largo rato cómo uno empieza a repetir los gestos del otro y sin saber por qué, copia palabras que no son suyas e incluso gestos y manías? Esos son viajes de neuronas.
El salto había sido un éxito. Cuando nuestra amiga despertó, pues durante el viaje se pierde la conciencia, se encontraba en otro cerebro. Allí el mando lo ostentaba un grupo neuronal que era el de las buenas intenciones. Por donde miraras sólo veías neuronas que almacenaban sentimientos altruistas, utópicos, y desinteresados.
Desde luego se trataba de un cerebro importante que seguramente pertenecía a un dirigente y allí sería feliz. El clan de los números ocupaba un segundo plano siempre subordinado al de las buenas intenciones, y eso le gustaba.
En poco tiempo hizo buenos amigos entre sus compañeros, siempre tan amables, siempre tan dispuestos a ayudar y, aún siendo de un rango superior a ella, nunca le hacían sentirse menos. Vivía feliz.
Hasta que un día fue requerida su presencia, iba a salir en un discurso de un mitin electoral ¿Podía haber algo mejor en el mundo? Si lo había, ella, al menos, no lo conocía.
Se puso a la cola de las neuronas seleccionadas con el entusiasmo del actor que debuta. Pero con los nervios pisó la túnica de la neurona de adelante y bajo esta había un uniforme que le era familiar, el de un número, por si fuera poco, uno de seis o siete cifras: los peores.
Gritó –¡Un impostor! – y cuando agarro de la manga a la de atrás en busca de ayuda, se quedó con esta de la mano ¡Otro número!
Pedía socorro. Sólo encontraba números, todos, hasta sus amigos eran números, números grandes, números ambiciosos.
Todos le empezaron a perseguir. Ella corría con todas sus ganas, mientras una sensación mitad de rabia, mitad de decepción, mitad de miedo (las neuronas que odian los números pueden tener las mitades que quieran) le hacia llorar.
Se escondió detrás de un nervio y consiguió despistarlos por un momento pero eso duraría poco. Estaba perdida.

- Parece que tienes problemas – era su amigo, el número imaginario –. Me enteré de dónde habías venido y supe que necesitarías mi ayuda. Aquí estoy.
- ¡Son números!
- Lo sé. Te ayudaré a saltar antes de que aparezcan.

Los preparativos duraron menos que la vez anterior. Ya conocía la técnica, pero otra vez tenían prisa y no podían elegir el destino.
Este no fue el último salto de nuestra amiga.
Cuenta la historia que recorrió muchas más cabezas y de todas ellas tuvo que huir.
Visitó a los científicos y descubrió que allí ya no quedaba sitio ni para los números, parecían más que cerebros, computadoras humanas.
Con los poetas tampoco hubo fortuna. Perdidos en la propia belleza de sus versos olvidaron lo que era poesía. Dibujaban siluetas de poemas huecos en los que la pobre neuronita no podía habitar.
Visitó a ricos y a pobres, a cultos y analfabetos, a gente urbana y rural, a jóvenes y viejos, e incluso estuvo en el cerebro de un extremo del Celta de Vigo.
Pero nada, en ninguno de ellos encontró su hogar.
Hasta que un buen día, cansado de saltar y saltar llegó, quizás por casualidad o tal vez por que había recorrido todos los del mundo, a su cerebro original.
Todo seguía igual allí, desolación, muerte y números le rodeaban. La que no era la misma era ella. Había recorrido miles de universos sin encontrar cobijo, la soledad era mayor.
Simplemente se quedó muy quieta y en silencio esperando el fin, bien por que un número la matara o por falta de alimento.
Mientras tanto, en el exterior, el portador de la cabeza paseaba taciturno por una callejuela de la parte antigua de Salamanca. No había nadie y, al doblar la esquina de la Casa de las Conchas, se encontró con una chica embozada en una bufanda roja que solamente dejaba ver sus ojos.
Sin saber por qué la siguió a través de varias callejuelas hasta llegar a un bar escondido de la zona que no gozaba de muy buena fama.

- ¿No te conozco de algo?
- No creo, monín.
- Pero esos ojos...
- Si quieres te dejo que me invites a una copa, pero no digas más sandeces.

Esa noche pasó entre copas y risas. Después el amor hizo el resto.
Dentro del cerebro nuestra amiga es ahora líder de una gran población de neuronas sentimentales y los números, bueno, los números retroceden poco a poco.

Texto agregado el 12-01-2005, y leído por 3039 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
11-09-2005 Maestro! thelma
19-01-2005 ¡Que historia tan original, imaginativa y genial!...Me ha encantado. PD: ¿eres de Vigo?...quizás seas de Salamanca otal vez de Cuenca que también existe...jejeje Un beso eloisa
14-01-2005 Larsencito, pues no más que decirte y confesarte en publico que sos mi escritor favorito en este sitio. Saludos. Aniuxa
12-01-2005 Muy original tu relato de la neuronita, pleno de imaginación y sin renunciar a la mordacidad, además de muy divertida. Enhorabuena. JuanRojo
12-01-2005 muy bueno. No quiero ni imaginarme el tipo de neuronas que habita el cerebro de un extremo del celta de vigo (escalofrio)... elcorinto
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