Una noche yo no era yo. Bajaba por el precipicio que sólo lleva al mar donde habitan las ninfas, los locos, los soñadores. Entonces me senté en una roca que no era tal, era, quizás, un esperpento de sal y arenas.
Medité sobre sus cantos, de rodillas, hasta que pude sentarme a mirar el horizonte casi humeante. Observé aquellas gentes que estaban ausentes, intimidadas por la luz que volvía. Escuché cómo susurraban canciones, poemas viejos, algunos sueños que se contaban a la luz de unas velas.
De repente apareciste tú, al fondo, entre el disco de sombra roja. Me llamabas a lo lejos, haciéndome señas, casi sonriente. Yo, incrédula, alzaba una mano, luego la otra, queriendo alcanzarte. Al fin nuestros ojos se encontraban, cada vez más cerca hasta que sentí un halo que se interponía entre los cuerpos, un velo disolviéndonos las manos, con furia, con el ardor del que deshace, las falsas apariciones.
|