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Ya no recuerdo cuando, no soy capaz por más que me esfuerzo, que alguien me llamó por primera vez idiota. Pero no es difícil acertar que, si ese momento está más en mi olvido que presente, debió ser muy al principio de los años que hasta aquí se arrastran conmigo. Mis padres nunca me hablaron de ello y yo desde luego tampoco les incité mucho a ello.

Nací en un pueblo pequeño y estrecho como a mí me gusta llamarlo. Pequeño hasta el punto que el cartero jamás gastó ninguna de las ruedas con que cada martes, con marcialidad e inútil importancia, en su bicicleta repartía el escaso correo que hasta allí se perdía. Y estrecho porque de mi pueblo nada ni nadie conseguía escaparse. La vida y con ella sus habitantes, discurría atrapada un día tras otro en el camino que el sol hacia desde las peñas hasta que se escondía casi de cansancio por la puerta del cielo de enfrente.

Pasar lista era sencillo: 20 casas, 8 graneros, 4 patios, 1 bar, 55 almas las humanas, unas 200 las animales, un párroco y un alcalde por este orden de importancia en caso de incendio. No había de más aunque sí mucho de menos. En un sitio así la gente vive con las emociones descontadas por anticipado desde el día en que se nace. Saber desde pequeño que el compañero infancia y de juegos envejecerá junto a ti a no más de cincuenta metros a la derecha o a la izquierda hace que la vida, como juego, se la tome uno con mucha calma y eternidad.

Por suerte yo nací idiota y no me di cuenta hasta recién estrenada mi ancianidad que, en un sitio así, suele llegar a los 17 años, es decir, cuando en mi pueblo uno deja de ser niño para convertirse en nada. Fue a esa edad cuando empecé a sentir que a mi pueblo le faltaba algo. No sabía el qué –claro, porque soy idiota pensé- pero algo, de todo lo que me rodeaba, se me hacia incompleto, insuficiente. Repasaba día tras día aquellas casi calles que me conocía como la palma de mi mano en busca de un hueco, la falta de algo que terminase con mi búsqueda. Pero no, todo siempre estaba en su sitio: las mismas piedras, el mismo polvo, los mismos tejados, las mismas sombras resbalando por las panzudas paredes de las casas. No podía estar ahí lo que buscaba.

Un día, era fácil hacerlo, le pregunte uno a uno a todo el mundo, ¿no tiene usted la sensación Don Fulanito que al pueblo le falta algo? Pero no conseguía arrancar de ellos mas que una mirada al cielo, un suspiro hueco y un “le falta de todo, nos ha fastidiado el idiota éste”. Reconozco que a las miradas y a los hondos suspiros he tenido siempre una diestra indiferencia, pero lo de “idiota” conseguía cuestionarme si lo que buscaba no era algo que faltase en mi pueblo, sino en mi cabeza.

La fuerza de voluntad, tozudez le llaman otros, de un idiota es inagotable así como la libertad y comprensión, yo le llamo olvido, que el mundo pone a sus pies. Y es que no me iba a engañar, a mi padre ya hacia años que se le habían agotado los asombros por como le decían que le había salido su hijo –él optó de siempre por comprobarlo poco-, y el infinito cariño de mi madre hacia mí y su Virgen de La Cueva suplían el resto, permitiéndome sin preguntas seguir buscando, adiós gracias sin cachetes ni castigos, aquello que para mi ya no era un detalle de menos sino una ausencia absoluta y preocupante de mi pueblo.

Un día, cansado de mí mismo por la búsqueda que ya hacia tiempo llevaba metida en la cabeza, decidí armarme con un poco de pan, queso y mis prismáticos destartalados para perderme por los alrededores del pueblo y quizás, quien sabe, encontrar lo que tanto buscaba. Quería castigar con mi ausencia a un pueblo que no me revelaba su secreto y a una gente que solo sabia suspirar hondo. Salí de mi casa a media tarde cogiendo la única calle que era posible coger y que atravesaba el pueblo desde antes casi de su existencia y, decidido, me fui hacia el río. Yo creo que nuestro río cada año huía un poquito más del pueblo, como en silencio y sin molestar, cada año más lejos y más seco. Un río es un río, no es idiota.

Llegue a él como perdido, contemplando todo lo que a mí alrededor crecía, como solo los idiotas sabemos hacerlo y permitirnos sin más. Porque lo necesitamos y no nos importa todo lo contrario que piense la gente de nosotros. Nuestro mundo es más grande o más pequeño, no sé, pero es nuestro y solo para nosotros, algo que cada vez pienso más no pueden decir muchas personas. Nos sentimos libres, y esa sensación hace que nuestra celda, la que vivimos todos, sea mucho más grande, tanto como nosotros queremos, tanto como somos capaces de ensancharla y lo hacemos, sin pedirle a nadie permiso. Somos idiotas.

De repente una sensación que localice en mi cuello me hizo parar de golpe. Toda mi contemplación se desvaneció al instante. Algo, no sabía el que, me había rozado casi acariciado mi nuca hasta electrizarme. Nunca había sentido nada parecido hasta ese día. No solo era una caricia, era más que eso, podía no solo identificarlo en mi cuello, sino hasta olerlo y oírlo. Definitivamente, me estaba volviendo más idiota de lo que era.

Me gire instintivamente queriendo encontrarlo con mi mirada, saber lo que había provocado esa sensación, pero defraudado comprobé que todo a mí alrededor seguía igual que hacia unos segundos. Incluso el río había detenido su adelgazamiento y seguía igual de seco –hasta el próximo verano no se decidirá a moverse- pensé.

Pero debía estar allí, yo podía ser idiota, pero sabía que no había sido producto de una de mis habituales imaginaciones como las que me tenía observando durante horas las hormigas subiendo por la pared del patio de casa. Eso había estado ahí.

Seguí caminando. Ahora más perdido que nunca en mis pensamientos y oí un susurro profundo, y al girarme a su encuentro, observe como todas y cada una de las hojas del árbol que tenia a mi derecha, se volteaban al cielo rompiéndose como en cientos de saludos. Y ahí, de nuevo, estampados mis ojos en lo que estaba ocurriendo, la misma sensación de antes pasó ante mi cara. De nuevo la misma caricia, el mismo olor y la misma música.

Sentí miedo, aunque el miedo de un idiota es especial. Es como el miedo de los niños, intenso, que arranca lágrimas gritando auxilio, es el miedo del que se encuentra sin cobijo. Un miedo que siempre nos pone en lo oscuro y profundo de la nada.

Pero me fue abandonando a medida que una y otra vez, esa caricia se aliaba con mi cuerpo, rodeándolo, jugando conmigo. Una, dos, tres y hasta no sé cuantas veces durante unos minutos, yo participaba del mismo vaivén que aquellas hojas. Me fui acostumbrando y, al hacerlo, disfrute de su olor.

Al rato cesaron las caricias, los árboles se calmaron. Y a pesar que quería continuar dejándome llevar por esa sensación, no sentí pena. En todo ese tiempo de búsqueda no había conseguido saber lo que le faltaba a mi pueblo. Esa tarde, mi búsqueda había terminado. Lo sabía. No había sido mérito mío –a los idiotas no nunca nos cuelgan tales condecoraciones-. Era consciente y de qué manera, que era yo el que había sido encontrado por aquello que había buscado tanto tiempo. Lo que mi pueblo no tenía, y a nadie parecía importarle tanto desde ese mismo día como a un idiota como yo era: el viento.

En venganza, jamás le explique a nadie mi descubrimiento, y les deje a la suerte de su ignorancia y de su pérdida. Ahora, pasados los años desde entonces, sigo mirando al cielo embobado en la puerta de mi casa. La gente piensa que busco aquello que le falta al pueblo y que tengo para años en un pueblo que le falta de todo, pero nadie sabe que yo estoy contando el viento.

Texto agregado el 10-01-2005, y leído por 106 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
10-01-2005 Excelente, solo hay quizas que escribir mejor algunas partes, pero esto que has escrito es grande. En realidad no se cual pudo ser tu fuente de inspiración para escribir esto, pero si se que lo utilizaste a la perfección. Ademas, este es uno de esos cuentos que pueden ser interpretados de varias maneras. En lo que a mi refiere, me considero un idiota como el de tu cuento, y me siento feliz por ello. Gracias y sigue escribiendo. gael11
 
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