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LA NIEBLA ESCONDE MARAVILLAS

Era una Navidad verdaderamente fría. Los copos de nieve caían, innumerables, y, ¿quién hubiera podido contarlos?. Pero la nieve, en navidades, es grata, o eso dicen algunos.

Otros mueren congelados.

Eso hubiera deseado Carlos. Es decir, si su mente de diez años se lo hubiera permitido. Pero, gracias sean dadas al Uno, él no pensaba en esas cosas. Pensaba en lo hermosas que eran las luces que iluminaban su ciudad. Pensaba en lo alto que eran los árboles recién transplantados, abetos de orgullosa copa, y creía, con toda la fuerza de su mente de niño, que es mucha, que las Hadas moraban en ellos, y que reían y palmoteaban en estos días. Y que Papá Noel, con una sonrisa bonachona, cedía el testigo a los Reyes Magos, que lo aceptaban encantados. Y él se frotaba las manos.

Aunque, ese año, como tantos otros, él no recibiría ningún regalo.Ni tampoco tendría árbol alguno en su casa.Ninguna luz especial iluminaría su hogar.

Su padre.

Carlos era hijo único. Y su padre era lo que ahora llaman un maltratador. Un maltratador viudo, que proyectaba todo su odio, todas sus frustraciones sobre su hijo de diez años. Y es por eso que los golpes llovían sobre Carlos prácticamente a diario. Es por eso que Carlos veía a medias la Navidad, porque tan solo uno de sus ojos estaba abierto. El otro era una masa tumefacta. Todavía se estremecía en sueños al recordar el golpe.

Es por eso que Carlos procuraba estar siempre en la calle. En la calle las manos no acababan por aterrizar violentamente en su cara. Las voces eran amigas, reían, y no le maldecían constantemente. Allí no moraba el Miedo, o eso pensaba él.

Pero el día 5 de enero, en la noche…

Carlos deambulaba sin rumbo, temeroso de regresar a casa. Casa. Pero la noche era fría, y silenciosa, después de las fiestas de Reyes, que culminarían a la mañana siguiente, al menos para la mayoría de los niños. Y la niebla era espesa, muy espesa. Por eso no es extraño que Carlos se perdiera.

Puede ser muy, muy inquietante perderse de noche en la niebla. Pero si eres un niño de diez años, maltratado, y en la noche de Reyes, puedes ver a tu peor Demonio. Y ése suele tener muy mal genio.

Primero gimoteó. Luego lloriqueó. Y finalmente, Carlos berreó desconsolado, solo en la oscuridad centelleante, como los ojos del Maligno.

Mientras, lejos, muy lejos, tan lejos que los pies se transforman en muñones antes de haberte acercado siquiera, un anciano se levantó de su vieja silla de roble. Los que le rodeaban se sobresaltaron, porque hacía muchísimo tiempo de aquello, y el silencio de la Gran Biblioteca se quebró con murmullos, y cuchicheos nerviosos. Pero el anciano, de anchas espaldas, se estiró hasta parecen muy, muy alto. Se echó su viejo capote sobre los hombros, caló bien su sombrero, y con un chasquido de sus botas de cuero echó a andar. Hacia la salida. En la Puerta se cruzó con otro anciano, de albos cabellos, que una vez fue un viejo loco, y ahora era Bibliotecario Ayudante. Éste lo miró, inquisitivo, pero al ver la llama que ardía en los ojos del otro, tranquila como un fuego de campamento, sonrió, porque él “sabía”. Sí.

Mientras, si es que el Tiempo tiene alguna importancia para los moradores de la Gran Biblioteca, Carlos corría desesperado, porque la Angustia, hija predilecta de la Desesperación, arañaba su tierno corazón alegremente, y cuánto más sangraba, más se deleitaba ella; y es una dama que nunca se sacia. Pero súbitamente la carrera de Carlos cesó, porque se tropezó con la sangre.

Su padre lo miró, iracundo. Volvía del bar donde el alcohol amordazaba a su conciencia, y con ojos turbios contempló a su hijo, miró embotado sus mejillas, cárcavas de lágrimas amargas. Y alzó la mano. Cayó, y Carlos con ella. Y su sangre joven dignificó la acera desierta. Su padre, con la Ira creciendo gozosa en su pecho, volvió a alzar la mano. Y entonces le vio. Al viejo.

Estaba a unos diez metros de distancia. Su capote militar colgaba sobre unos hombros poderosos, y estaba perlado de gotitas de agua condensada, que destellaban a la luz de las estrellas. Su ser estaba sumido en sombras, oscuras como el olvido, o quizás como el arrepentimiento. Pero el viejo levantó los párpados, y miró al hombre directamente.

El hombre lo vio todo. O casi todo, porque la totalidad de las vivencias del anciano le hubiera vuelto loco de atar. Vio los campos arrasados. Los cadáveres mutilados, el olor de la sangre, derramada a espada, a cuchillo, a balazos. El tufo de la descomposición, el olor extrañamente bello de la pólvora, el graznido de los cuervos, que nunca parlamentan pacíficamente, salvo en una ocasión. Todo lo vio, todo lo oyó, todo lo sintió. Mil batallas, y el amanecer jamás traía una victoria, por más enemigos que murieran, porque todo hombre tiene una medida, y es muy duro colmarla de sangre. Y el anciano, sin sonreír, le dio algo al hombre. Le dio una medida de su amargura. Pero era una amargura añeja, que había madurado como un buen vino, que había envejecido en su interior, y el tiempo había sido amable con ella. Ahora era algo distinto, era… compasión. Ese vino de compasión inundó el corazón del hombre, y lo curtió como el caldo curte la barrica de roble jerezano, y la Ira, mareada por los efluvios de tal caldo, partió del hombre, que, con ojos límpidos, aturdido aun, abrazó a su sorprendido hijo, y se fueron a su casa. Ahora sí, casa.

El anciano los contempló partir, ceñudo. Y se dio la vuelta, caminando lentamente, para desaparecer entre la niebla, como el Viejo Soldado que era.

Texto agregado el 10-01-2005, y leído por 288 visitantes. (11 votos)


Lectores Opinan
16-03-2006 Buen final... como las pelis de domingo. Saludos. Nomecreona
29-08-2005 Muy bueno tu cuento***** sombra_azul
18-08-2005 Q lindo escribes. No deja de gustarme tu capacidad para narrar así, de otra manera, tan bonita y amena. Mis ***** laba
30-07-2005 Que cuento tan bonito. ^^ Integra
14-06-2005 ***** Muy bueno. peinpot
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