No podía más. Intentaba concentrarme en los colores, pero cada vez se me hacía más difícil. Ya le había preguntado una vez y me había dicho que no. Trataba de acomodar mi postura en la silla, pero no encontraba modo alguno de estar bien.
Pensé en insistir, pero sus ojos negros detrás de esos cristales gruesos me aconsejaron no hacerlo. Así que volví a los colores. Decidí dibujar un desierto con un montón de dunas. Eché un vistazo a mis lápices. Era inposible. El marrón no tenía la punta afilada y no podía levantarme de la silla. Rebusqué en mi mochila, en el cajón, sobre la mesa…
Canbié de opinión. Utilizaría los rotuladores. Ya sabía que pintar una página entera de color marrón era gastar mucho el único rotulador marrón que tenía, pero era eso o volver a preguntar a Mercedes, la profesora, que seguía con su cara seria corrigiendo esos ejercicios de “delante de p, va una n y delante de v, siempre m”.
Los rotuladores de la marca Carioca son los mejores hasta que tienes que pintar un desierto. El marrón, lejos de ayudarme a olvidar que me había dicho que no, enpezó a perder su color. No podía creerlo, ¡se había gastado y no llevaba ni medio folio pintado! Apreté la punta contra el papel más y más, pero cuando un Carioca deja de pintar, no hay vuelta atrás.
Pregunté a Víctor, mi conpañero de mesa, si tenía otro “rotu” de ese color. No tenía “rotus”. Cualquier niño sabe que no se puede enpezar un dibujo con rotuladores y terminarlo con lápices de colores, porque queda muy mal, así que ese desierto quedaría inacabado. Mientras buscaba una solución para las siete dunas que me faltaban, me puse a dibujar un sol. Porque en el desierto hace sol. Y el sol es amarillo, con muchos rayos. Y los rayos tanbién son amarillos, aunque si temes que se termine tu rotulador amarillo, tanbién puedes pintarlos de naranja, porque el sol en el desierto tanbién puede ser naranja.
Sonó el tinbre. Mi salvación. Los 40 niños de 2ºB hicimos fila para ir al patio. Mercedes dijo que podíamos salir todos… menos Andrea y yo.
Increíble. ¡Primero me dijo que no, luego se me terminó el “rotu” marrón y ahora sin recreo! Pensé que quedarse sin patio sólo podía significar algo malo y yo no podía más.
La profesora puso nuestros ejercicios encima de la mesa. Eran idénticos. Parecía que hubiésemos copiado, pero eso era inposible, porque Andrea se sentaba en la segunda fila y yo en la quinta.
Mercedes agarró su rotulador rojo. Era un puntafina Pilot que usaba para corregir todos nuestros trabajos. Canpo, mal. Canpana, mal. Enbase, mal. Senbrar, mal. Tachaba y tachaba respuestas sin parar. Andrea parecía una muñeca de esas que tiene mi hermana. Estaba totalmente inmóvil, con la mirada perdida y las pupilas de cristal. Yo no podía más. Quise salir corriendo, pero Mercedes me había dicho que no. No podía...
La bruja esa de los ojos negros seguía tachando respuestas. Hablaba y hablaba de que no habíamos estado atentos, que lo habíamos entendido todo al revés: “delante de b, hay que poner una m; delante de v, una n; ¿tan difícil es esto?”.
Pero a mí ya me daba igual si era una b o una v, una m o una n. Yo no podía más. Sudaba y me dolían las piernas. Entonces, Andrea se puso a llorar y yo definitivamente no pude más. Sentí calor en las orejas y en los mofletes. Sentí calor en mis pantalones… y vi como crecía una mancha desde mi bragueta hasta convertirse en un pequeño charquito bajo los pies. Mercedes dijo “¿pero qué...?”. Yo le contesté que le pedí para ir al baño antes y que me había dicho que no... Andrea dejó de llorar de golpe y la profe se olvidó de las emes delante de las bes y salió corriendo de la clase diciendo que no nos moviéramos de allí, que regresaba enseguida.
Andrea me miró los pantalones y yo enrojecí como un tomate maduro. Se secó las lágrimas de los ojos y me dijo “no pasa nada, ha sido su culpa”. Me hizo sentir tan bien que tenía que hacer algo. Agarré el puntafina Pilot de Mercedes, dibujé un enorme corazón rojo sobre las respuestas incorrectas y me puse a pintarlo. Y no me importaba si se lo gastaba todo, porque Andrea se lo merecía y Mercedes me había dicho que no y “era su culpa”.
Nos miramos. Andrea se rió, corrió hasta mi pupitre y se llevó mi desierto. Sacó un rotulador marrón de su estuche, un Carioca idéntico al mío, y me pidió permiso para terminar el dibujo. Asentí con la cabeza y casi olvidé la humedad de mis pantalones. Se me acercó sonriendo y se sentó a mi lado. Estaba muy guapa. Le pedí si quería ser mi novia y ella contestó que sí. Cerré los ojos y le di mi primer beso: um beso, con m delante de b. |