Yo no sé nada, no veo nada. Sería lo mismo si no tuviera ojos, aquí nada se ve. En Shui An nunca se ha visto nada. En Shui An velo el puerto con ojos rodeados por la neblina, lo arropo como se arropa un niño, digo a todo que sí cuando mi esposa me pregunta, siento el gusto sencillo de las raíces diarias que forman la sopa, la mesa y el humo de la cocina.
Mi mujer sólo me mira, me ofrece más alimento, me reclama con dientes roídos por la angustia. Ella tiene la niebla en sus manos, en su fría respiración sobre mi espalda, en el vientre flaco de todos los días.
“Vayámonos de aquí –me dice–. Vayamos a Chien Chang, donde habitan mis padres y hay colinas”. Yo me coloco la casaca sobre los hombros, salgo a hacer la guardia. “Vayamos –dice ella caminando tras de mí–. Vayamos antes de quedarnos ciegos. El emperador te ha olvidado, y tú te has olvidado de esta mujer que te apura. Vayamos al sendero, a la caricia, a lo terso. Vayamos, vayamos ya”.
El mar susurra, no se ve, pero susurra. Me paro frente a él, tomo un poco de arena, la dejo caer entre mis dedos. “Nada ocurre en esta tierra yerma. Todo es gris y todo blanco, hasta en las noches. Dime, mujer, ¿por qué quieres irte?, ¿qué te hace pensar en otros colores, otra casta, en la vida diferente de otros lugares? Esta ha sido nuestra tumba. No, mujer. No nos vamos. Aquí nos quedaremos”.
Un barco se dibuja allá lejos. “Es un barco”, exclama ella. Yo asiento mientras observo con mirada cansina cómo se acerca. Una mujer desciende. Camina ayudada por muletas. Luego la niebla. |