De Ch’ing Yuan venían. Venían los dos como si fueran uno, y venían vistiendo un sarong raído que parecía de mujer pero no lo era. El sarong era amplio y ellos magros. A cada paso que daban, el choque de sus rodillas se oía como gong. Nosotras nunca vimos monstruos parecidos.
Uno era la imagen del otro, como si llevara a cuestas un espejo. Los ojos hundidos, la cara marchita, las manos agrietadas. Aunque uno de ellos, ciertamente, tenía la boca más enfermiza, el pecho más infecto y el porte más ajado, a pesar de que ambos vistieran la misma ropa y fueran iguales como el rocío.
Los hermanos sin nombre llegaron a nuestro pueblo pidiendo alimento. Venían estremecidos, silenciosos, absortos. Nosotras les ofrecimos comida y un sarong nuevo. Nuestros niños se acercaron cautelosos a observarlos. Los pocos hombres que quedaron de la Guerra Amarilla los interrogaron. Los hermanos accedieron a todo, y luego agradecieron. Pasaron la noche abrazados junto al olmo de Tsai-dom Gin, y al otro día siguieron su camino con su intenso ruido de rodillas, bordeando la muralla rumbo a la Ciudad del Sol.
Los alcanzamos en Fu Yen. Ahí observamos cómo se plantaron frente a las casas, pidieron comida a los habitantes del pueblo, buscaron la sombra de un árbol donde pudieran tolerar con paciencia la curiosidad y recibir con gratitud las viandas. Lo hicieron todo justo como lo habían hecho en nuestro pueblo. Y en Pang Yan hicieron lo mismo. Y en Ye Nan también. Y en Tai Yuan, y en la región de Shan Si, y en la de Jo Pei.
Los hermanos caminaban con torpeza, bordeando la muralla y en silencio. Detrás de ellos, nosotras los seguíamos sin pronunciar palabra. Y junto a nosotras, otras mujeres de distintos pueblos, de todos los que habían cruzado los hermanos, los seguían también. El alimento lo compartíamos entre todas, recolectábamos semillas y frutas, y las cocinábamos emplazadas en el bosque más cercano al pueblo donde los hermanos pasaban la noche.
Los días eran cortos y las noches largas. El clima cambiaba conforme avanzábamos, se volvía más húmedo y caluroso. Cada noche avanzada era una prenda menos con la que debíamos abrigarnos.
Al llegar a Pe Kin, los hermanos tocaron las puertas de la ciudad. Los hicieron pasar. Nosotras también tocamos. Dijimos que veníamos en peregrinación, siguiendo a los de Ch’ing Yuan. Luego esperamos mientras tranquilas escuchábamos los pájaros de esos lugares. Los guardias volvieron a salir, nos dijeron que los hermanos no nos conocían, y que no podíamos entrar. Nosotras asentimos y nos apostamos frente a las murallas de Pe Kin, para esperar que salieran los hermanos sin nombre.
Alguien nos preguntó porqué los habíamos seguido desde tan lejos, dejando atrás a nuestros hombres, nuestros hijos, nuestra vida. Una de nosotras contestó: “nunca habíamos visto monstruos parecidos”. Las demás asentimos mientras masticábamos un trozo de bambú. En este momento los seguimos esperando. |