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Una casita en la tormenta
Mientras caía la tarde, un embrión nevado de tormenta comenzó a aullar puertas afuera de la casucha. Puertas adentro, apenas un rato después, el aire comenzó a detenerse y a enfriarse. Todavía no era completamente de noche cuando la tormenta de nieve alcanzó su mayoría de edad. La cabaña donde me refugiaba contaba con un hogar de ladrillos desparejos y cocina a leña, uno de esos armatostes de hierro antiguo que además calientan el agua a través de una serpentina de cobre. No tuve otra opción que encender ambos. Por suerte, me sobraba leña, y encontré además una modesta aunque suficiente provisión de conservas, legumbres y carne salada. Por unos días al menos no sufriría de hambre ó frío. La cuestión sería qué hacer con la soledad si la tormenta se prolongaba mas de la cuenta.
¿Habría algún ser vivo allí afuera soportando el infierno de hielo? Difícil. Lo que no asesinara el frío lo haría el viento cada vez más violento. Es curioso, pero el pensar en alguien ó algo allí afuera con tanta inclemencia, y yo con mi fuego y mi comida y mi cabaña me produjo una oleada de placer absolutamente físico. Un escalofrío sensual que me hizo echar de menos un buen y sólido cuerpo obediente de mujer tibia.
Protegido y casi cómodo decidí, un poco por hambre y mucho por ocuparme de algo, cocinar un guiso capaz de derretir el polo. Mas tarde, pensé, prepararía café y si la radio captaba alguna emisora la escucharía hasta que el sueño ganara por abandono. Sin radio podría en todo caso buscar por allí algún libro ó un diario viejo para matar el tiempo con un poco de lectura. Mientras porotos y lentejas se conocían y amigaban sobre el fuego acompañados por cebollas y algo de carne, aproveché para permanecer un rato mirando como la nieve comenzaba a cubrir el mundo a través de la ventana : Nieve sobre nieve, multiplicada por viento.
Un rato después, y justo cuando me disponía a retirar la olla del fuego, me pareció escuchar algo así como suaves golpes sobre la puerta de madera vieja. Repito: Ni haciendo un gran esfuerzo podía imaginarme a alguien ahí afuera. Por lo tanto ni me molesté en averiguar el origen de los golpes que bien podían provenir de alguna rama partida y arrastrada por el vendaval, ó algo por el estilo. Al poco rato se repitieron los golpes. Ahora si tenía la certeza de que alguien tocaba a mi puerta. La sorpresa me hizo dudar unos instantes, y cuando me dirigía hacia la entrada para averiguar que pasaba, me volvieron a sobresaltar unos golpecitos sonando ahora sobre el vidrio de la ventana. Con un temor cercano a lo irracional me acerqué al cristal mugriento. Había una niña de unos doce años afuera. Mirándome con tranquilidad. Incongruente en medio del frío espantoso por su expresión casual y por el vestido liviano y amarillo que descubría unos bracitos morenos y menudos. Bucles oscuros de su pelo sin rastros de nieve caían sobre los hombros desnudos. “Debe ser mi imaginación ó mi culpa” pensé. Pero no, la niña ajena al frío de la tormenta hizo con la cabeza un gesto gracioso indicándome que daría la vuelta a la cabaña, rumbo a la entrada. Por supuesto asentí. Es curioso lo rápido que se adapta la mente a las situaciones más insólitas, pero me dirigí a la puerta con la naturalidad de quien recibe una visita levemente imprevista en su casa de fin de semana. La niña estaba parada en el umbral cuando logré abrir la puerta desvencijada. Era de carne y hueso, y eso tranquilizó algo mi ánimo. No era una visión ni una mala jugada de mi imaginación de ermitaño.
Una vez dentro de la casa pareció interesarse por mi guiso. Y por el fuego en el hogar. No había emitido un solo sonido desde que apareció como por arte de magia, y a decir verdad yo tampoco sabía que decir. Sin embargo su rostro y su mirada me eran completa y terriblemente familiares. Era, sin lugar a dudas, mi maldita imaginación. Y también mi culpa. Aunque el pasado, inclusive el mío, era historia antigua e inexistente. Y nunca hice nada de lo que realmente me tuviera que avergonzar, digan lo que digan aquellos que me forzaron a refugiarme en este páramo. Tampoco la justicia que es sabia pudo demostrar nada de lo que se me acusó. Siempre he sido incapaz de dañar a nadie. Menos que menos a una chiquilina indefensa. Y sin embargo y a pesar de todas mis seguridades y de todas mis inocencias aquella culpa vieja y seguramente ajena me estaba provocando visiones de pequeños rostros familiares que jamás había visto. Pero la niña seguía allí, absorta en el fuego.
Un rato después de cenar mudos, estiré el cobertor sobre la cama y me dispuse a dormir. Que ella hiciera lo que quisiera. Yo ya había cumplido con creces dándole refugio en medio del tiempo perro. Probablemente la niña estaba tan agotada como yo, ya que también se hizo un lugar en mi cama estrecha. Habrían pasado unas pocas hora cuando involuntariamente, lo juro, y profundamente dormido intenté abrazarla, solo por darle algo de calor. De verdad. Pero antes de poder sentirla contra mi cuerpo el dolor me despertó de pronto y completamente: La cabaña se había transformado en un infierno de llamas que cubrían las paredes y lamían el techo. Mi cama empezó a llenarse de fuego y en ese momento solo la niña apareció en mi mente. Pero ella ya no estaba. Había logrado escapar. Una vez más. El fuego comenzaba a abrazar mi carne, inútil rito purificador. Por salvar mi alma quise rezar, pero mi boca ya era una hoguera mas.


Texto agregado el 03-11-2002, y leído por 362 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
03-11-2002 Hummm, me gustó esto, jajaja, no sé si lo entendí bien, pero hiciste recrear aún más, mi imaginación. Está muy bueno, cuando apareció la niña, pensé que era la culpa que pagabas por haber intervenido algún embarazo en el pasado, pero creo que es el "naufragio" que tu mente usó, del recuerdo de un incendio, o de tu muerte; o tal vez, del pecado de abuso a menores, sin haberlo concevido, please, contame jajaja, un beso, Ana. AnaCecilia
 
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