No era la primera vez que subía al primer piso y encontraba a Mónica susurrando con Sandra y Liliana, con rostro sumamente preocupado.
Ese veintidós de mayo no fue distinto, cada día se percibía mayor preocupación en esas conversaciones que surgían a la hora del almuerzo.
No pude con mi genio curioso y pregunté qué era lo que tanto las estaba preocupando desde hacía días.
Mónica me miró de forma triste y lejana y me respondió: “Nada importante, o muy importante, no sé”, el problema es mi cuñada.
Pregunté si estaba enferma y me respondió que no sabía, pues hacía mucho tiempo que no tenía noticias de ella.
- Pero – respondí - ¿cómo que no tenés noticias de ella?, ¿Dónde vive?, ¿No tiene algún amigo o pariente con el que puedas comunicarte?.
- Ese es el problema – respondió. Y de esta forma, comenzó a narrarme la historia de Sofía, una mujer simple, con una historia simple y quizá justamente por eso, despertó intensamente mi interés.
Sofía era una mujer madura, algo gris, con un trabajo sencillo y rutinario en una farmacia, que había vivido con su madre, hasta que ésta falleció, en San Jerónimo, un pueblo chico, a pocos kilómetros de la Capital, y allí siguió. Tenía su pequeño auto, visitaba a sus amigos, visitaba a su familia, amaba a su sobrino. Toda una vida simple y sencilla. Había estado de novia de muy jovencita con un hombre riquísimo, pero él se casó con otra, parece que presionado por la familia.
Toda una vida simple y llana.
Un día cualquiera de hacía algo más de un año, Sofía sorprendió a la familia y a los amigos. A los casi cincuenta años, se había enamorado locamente y según parecía por sus expresiones de felicidad, él también la amaba.
Todos estuvieron felicísimos con la noticia y con bombos y platillos se dispusieron a conocer al esposo que llegaba con Sofía a la tarde siguiente.
En la casa de Mónica se prepararon: buena comida, buen vino, todos de punta en blanco para impresionar muy bien.
Pero no llegaron, al menos como en la casa los esperaban: a almorzar, a compartir momentos, a conversar.
A la mañana, desde el hotel más importante de la Ciudad, Sofía habló por teléfono, les dijo que estaban alojados ahí y que por la tarde pasarían “a saludarlos”.
Mónica y su familia no habían aún reaccionado de la sorpresa tan desagradable, cuando esa tarde vieron detenerse junto a la puerta un Mercedes Benz, del que bajó Sofía irreconocible por su ropa y sus alhajas y un hombre mayor, alto y de rostro impenetrable, mientras podían observar que dentro del auto quedaban dos o tres perros sentados en el asiento de atrás, y con cara de muy pocos amigos.
Todos en la casa, se desvivieron por atenderlos y de esa forma “hacer quedar bien a Sofía” que en ese momento estaba más tímida que nunca, apenas conversó y apenas mimó a ese sobrino por el que siempre se había desvivido.
De esta forma se enteraron que León (así se llamaba), le había hecho vender el autito (porque con el suyo podía ir donde quisiera) y le había hecho vender el departamento (porque con su casa quinta alcanzaba).
Apenas probaron algo de lo que Mónica había preparado con tanto esmero y al poco tiempo él se levantó y con un gesto le indicó a Sofía su intención de retirarse.
Fue poco lo que habló, no supieron ni su apellido, ni de qué se ocupaba (que evidentemente era de algo importante) teniendo en cuenta el auto, el hotel cinco estrellas y la ropa y alhajas de Sofía.
Esto había sucedido hacía casi un año. Mónica, al no recibir por tanto tiempo ni una llamada ni una carta, se había comunicado por teléfono al número que Sofía le había dado (lo más probable mientras el marido no la veía).
Siempre respondía el contestador. Un día le dejó un mensaje, pidiéndole que se comunicase con ella, porque estaban preocupados.
Una tarde, Sofía la llamó y en voz baja y preocupada, le pidió que no la llamase más, porque eso enfurecía a su marido. Además agregó que ella era muy feliz y estaba muy bien, y cortó.
Este era el tema de conversación de Mónica a la hora del almuerzo: la misteriosa llamada de Sofía días atrás, su mutismo, el desconocimiento total de quién era León y por qué la había separado de esa forma de su familia.
Bajé a mi oficina sumamente intrigada, no entendía cómo una mujer que había sido tan simple, tan familiera, tan comunicativa, por el hecho de haber formado pareja se había abierto de esa forma de su familia y prácticamente los ignoraba; todo eso, aunado al misterio que parecía envolver a la vida del marido.
Llegué a casa con esa idea aún en la mente, se lo comenté a mi hijo y él me dijo que no me hiciera problema, que quizá el hombre había tenido malas experiencias familiares, o era egoísta, o - ¿qué se yo? - agregó riéndose - a lo mejor es un gángster o un fantasma.
Los días subsiguientes, cuando subía al primer piso, la pregunta ya era constante:
- ¿Y, tuviste noticias de tu cuñada?.
Seguí preocupada, y a la hora del almuerzo, ya éramos cuatro tratando de dilucidar el misterio.
Un mes después tuve que viajar a la capital por unos trámites, entonces se me ocurrió preguntarle a Mónica si tenía la dirección y si quería que yo pasase por la casa, sólo por ver algo o quizá preguntar en algún negocio o a algún vecino.
Mónica vaciló un poco, pero tentada por la idea, no sin antes hacerme prometer que no me daría a conocer, me dio la dirección: El Grosellar 1559.
Viajé intrigada, pero al mismo tiempo me decía que quizá Sofía, deslumbrada por su vida de “nueva rica” y egoísta de esa felicidad que ahora sentía, no quería compartirla con su familia, ni tampoco a su marido.
Pasé una semana en la Capital, y tan convencida quedé de que era real lo que en el viaje me había planteado, que a punto estuve de no cumplir lo que me había propuesto.
Pero había algunos detalles que no me cerraban y me dije: “total no tengo nada que perder, iré hasta San Jerónimo”.
Al salir del hotel, Alberto el conserje, me obsequió un calendario que puse en mi bolsillo.
El viaje duró alrededor de una hora y por indicación del chofer me bajé en la ruta, a pocas cuadras, según él, de la dirección que yo buscaba.
Ya el sol se estaba poniendo, caminé unas cuadras por una calle entoscada y muy poco transitada.
Dos cuadras antes de llegar, me sorprendió ver sobre mi izquierda una arboleda muy frondosa, entre la que, al moverse con el viento, se observaban varias chimeneas y un techo de tejas.
Yo, durante esas dos cuadras no pude distinguir más la casa dado que el terreno se elevaba como en un terraplén y todo estaba cubierto, aparte de árboles, por enmarañadas enredaderas y hiedras.
Al finalizar las dos cuadras, tuve que girar a la izquierda por una calle oscura, descuidada y casi intransitable que se elevaba.
No había construcciones , ni tránsito, sólo el cerco infranqueable que continuaba en pendiente, de esa casa inmensa, que sólo había entrevisto al comenzar las dos primeras cuadras.
De repente, entreví un portón y sobre éste un cartel que la distancia y mi miopía no me permitían leer.
¿Cuál no sería mi asombro y mi desconcierto cuando al llegar frente a él leí?: “¡ No estacione, ni se detenga!, usted será el único responsable”.
Pensé que era una broma ¿cómo alguien en este país podía hacer tal derroche de desconocimiento de nuestra Constitución?, y ¿cómo los vecinos, o más aún, la policía no habían investigado semejante despropósito?.
Como andaba a pié, me dije: “no hay problema, ni estacionaré, ni me detendré, sólo curiosearé”.
Casi se me salieron los zapatos de la incredulidad, cuando al acercarme contra las plantas, a un costado del portón, pinchándome con las grosellas y otras enredaderas y metiéndome ramas en la cara, aparte de engancharme la chalina, miré hacia el interior lo poco que se podía ver:
Un chalet inmenso, antiguo, otrora importantísimo, emergía entre pastos altísimos, cardos y árboles frondosos.
Su estado era deplorable, un abandono total, aparentemente estaba deshabitado, las ventanas estaban tapiadas, no había senderos, se veía un altillo con algunos vidrios rotos y los que quedaban, estaban tapados por la tierra de años.
Mentalmente le dije una palabrota a Mónica ¿qué dirección me había dado?, seguramente y no lo dudaba, se había equivocado la altura, pues a primera vista se veía que esa casa hacía largos años que no había sido habitada. Incluso, me dije, el candado del portón debe estar oxi... ¡No, el candado no estaba oxidado, es más, era nuevo!, ¡No entendía nada!.
Ya me estaba por ir, “acordándome nuevamente de Mónica y su confusión”, cuando un chirrido que provenía de dentro me hizo mirar hacia la casa.
Quieta, conteniendo la respiración, miré y vi un hombre alto, entrado en años, empujando una carretilla, llevando algo que mi miopía no me permitió ver, seguido por tres mastines napolitanos inmensos.
Desapareció tras lo que parecía una puerta escondida y ahí pude observar entre las rendijas del tablado de una ventana, un leve hilo de luz que provenía del interior.
Eso me convenció de que debía alejarme rápidamente de ahí, estaba ya oscureciendo, tenía seis cuadras hasta la ruta y ni siquiera conocía el horario de los colectivos.
Al día siguiente llamaría por teléfono a Mónica y le preguntaría la dirección correcta y le diría socarronamente que la que me había dado pertenecía a un chalet abandonado, habitado por un loco con tres mastines, que prohibía detenerse frente a su casa.
Comenzaba a retroceder, cuidando de no romperme la ropa con las ramas y las espinas, cuando un tremendo golpe en la nuca me desvaneció.
No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que volví en mí. Cuando comencé a hacerlo no comprendía nada, los coches pasaban vertiginosamente por el asfalto, la gente se arremolinaba curiosa a mi alrededor, muchos querían ayudarme y me tendían la mano.
- Debe haber tropezado.
- No, yo creo que le bajó la presión.
- ¿Será un ataque?.
- ¡Que alguien llame a una ambulancia!.
- ¿Señora, se siente bien?, ¿qué le pasó?.
Sostuve una de las manos que me extendían y levanté la cabeza dolorida, a lo lejos divisaba el obelisco. ¡Estaba tirada en la puerta de mi hotel!.
Me llevaron hasta el hall, llegó un médico que alguien llamó. Diagnosticó golpe de calor, lipotimia, hipotensión, tomar sales, reposo, etc. etc.
La cabeza me explotaba por la confusión y el dolor. ¿Todo había sido un sueño?. ¡No podía ser!, y sin embargo... todo parecía indicar que así había sido, máxime si lo relacionaba con lo disparatado de mis recuerdos.
Me retiré a mi habitación con una turbación y una confusión indescriptibles, comencé a desvestirme para darme una ducha, y estaba ya auto convencida de mi sueño, cuando de mi pulóver cayó una grosella que estaba enganchada.
Ya en la cama, tendida de costado, porque el golpe de la nuca no me permitía apoyar la cabeza en la almohada traté de ordenar mis ideas. No hubo forma, nada me cerraba. Si era real lo sucedido ¿cómo estaba desvanecida en la vereda del hotel a cuarenta kilómetros de San Jerónimo?. Y si era onírico ¿de dónde habían salido la grosella, los puntos corridos de mis medias y la tierra rojiza de mis zapatos?.
Logré dormirme, pero inmensas pesadillas me asaltaron durante toda la noche, me veía semidesvanecida sobre una carretilla empujada por un gigante, mientras una jauría de mastines grises amenazaban despedazarme.
Me desperté agotada y dolorida, pero decidida: volvería a San Jerónimo, daría aviso a la policía. No relataría todos los hechos, por ser totalmente inexplicables y no quise pasar por loca, pero sólo la leyenda del cartel justificaría una investigación.
Dejé pasar unos días para calmar mi dolor.
Una semana después, luego de almorzar tomé el colectivo y cuál no fue mi sorpresa cuando el mismo chofer de días anteriores me preguntó si había encontrado la calle que él me indicara.
Asentí y le sonreí, estaba más confundida aún.
Me bajé como en días anteriores y comencé a caminar, a medida que me iba acercando, la confusión me embargó aún más, el chalet se observaba desde lejos, los árboles habían sido podados, las enredaderas bien recortadas.
Llegué a la calle en pendiente y divisé el cartel, pero ¡Oh sorpresa!, ¡no era el mismo!. Este decía EN VENTA, INMOBILIARIA ESTRADA y la dirección y el teléfono en la Capital.
El césped estaba prolijamente cortado, las ventanas con vidrios, la casa pintada.
Estuve a punto de volverme loca, miraba y volvía a mirar, no entendía nada, cuando de repente junto a las grosellas podadas observé algo pequeño de color rojo, me acerqué y vi, era un trozo de la chalina que llevaba puesta la semana anterior y que había olvidado.
Tomé nota de la dirección de la inmobiliaria, al día siguiente iría a averiguar.
Cuando a la mañana me presenté ante la empleada fingiendo interés en la compra del chalet, pregunté “como al pasar” de quién era la casa, me respondió que hacía años que estaba deshabitada, y que los dueños actuales estaban en París.
Pero – pregunté - ¿cuándo la arreglaron y la pusieron en venta?.
La empleada me miró asombrada y me respondió:
- No sé a qué se refiere cuando habla de arreglos señora, está como la dejaron los dueños, le hacen falta algunas pequeños refacciones. En cuanto a desde cuándo está en venta, déjeme pensar, sí, el cartel fue colocado hace alrededor de un año y medio cuando falleció el dueño original. ¿Por qué?, ¿usted conoce la historia? -.
- No - le respondí - pero me agradaría escucharla.
- Se la resumiré: La casa perteneció ae León Scarinzi, un estanciero riquísimo y viudo, según parece, este hombre vivía en constantes desavenencias con sus hijos y el resto de la familia, él era muy sobrio, muy mesurado, mientras que la familia vivía a lo grande a sus costas, de fiesta en fiesta. Un día, dicen los que lo conocían, que harto de peleas y discusiones subió sus tres mastines, a los que adoraba, a su Mercedes y salió a toda velocidad de su mansión, no saben por qué causa se estrelló a pocas cuadras, contra una farmacia.
Su familia liquidó todos sus bienes y se fue a París, sólo queda esta casa, que por no sé qué causa, no logramos vender a pesar de lo bella que es.
Busqué una excusa, le agradecí el relato, la saludé y me fui. Llegué al hotel y comencé a hacer el bolso de cualquier manera, no quería pensar más. Tomé el ómnibus de regreso y aún confundida, al día siguiente, regresé a mi trabajo.
Cuando al mediodía subí y encontré a Mónica cuchicheando con Liliana y Sandra, me acerqué y escuché – No puede ser, que se la haya tragado la tierra.
Mónica levantó la cabeza expectante, me sonrió y me preguntó - ¿Y, pudiste ir al Grosellar 1559?.
La miré y le respondí:
- Es una lástima Mónica, pero todo el tramiterío me impidió ir hasta San Jerónimo. En el próximo viaje, te prometo que lo haré.
¿Me sentí culpable?, ¡No lo sé!, ¿Qué explicación lógica podía darle?.
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