Ellos
Los sesos de él quedaron esparcidos por todo el piso. Su cuerpo descerebrado terminó desparramado como una marioneta a los piés de la foto del capitán general. La sangre de ella por su lado, quedó esparcida por todo el toilette. La cerámica había sido regada del líquido vital como con aspersores. Afuera los mastines que cuidaban el caserón no cesaron de ladrar tras la percusión de la pistola.
El otro
Siempre terminaba en un motel. Eran como las cuatro de la tarde cuando su auto se vió entrando en el recinto parejero hasta donde sólo se podía llegar de esa manera. Iba con una rubia pendejita que se había engrupido en el country club. Una blondie pussy teen, como solía llamarlas. Él nunca dejó de ser un soltero picaflor ni tampoco tenía planes para dejar de serlo. Por eso le encantaba tirar con todas. Él era un coqueto al que le encantaba ir al gimnasio a cultivar sus músculos. Era de aquellos ejecutivos jóvenes egresados de la facultad de economía de la universidad católica que estaban bien con Dios: profesaba el voluntariado cada vez que podía en los programas que organizaba el Hogar de Cristo. Esto explica el porqué aquella vez hizo lo que hizo después de chocar por atrás a un auto que se hallaba estacionado en una de las cabañas del motel. Al principio esperó que su dueño saliera corriendo hasta el lugar donde la quebrazón de focos armó el tremendo barullo, pero fue en vano. Por un instante el exitoso ejecutivo pensó en golpear la puerta de la pareja dueña del auto, sin embargo no quizo incomodarlos y pasó. Hasta en eso era un señorito. Ni siquiera el guardia del recinto se inmutó. La culpa sólo lo vino a dejar tranquilo cuando en una boleta anotó la placa del sedán. A fin de cuentas su seguro cubría el daño contra terceros, así que lo del buen samaritano le salía casi por ni uno. Luego habría tiempo de ubicar a su dueño en el registro automotriz, por ahora lo dejaría tirar tranquilo. En el yacuzzi hizo lo que quizo con la rubiecita, y ella, a su turno, lo mismo con él pero peor. Las rubiecitas hijitas de su papito del villa maría academy, eran famosas por su degeneramiento.
Ella y él
Después de la batalla cuerpo a cuerpo los del sedán chocado terminaron recostados en la inmensa cama de agua mirando el techo con las extremidades sueltas. Habían estado desde la mañana metidos en el motel. Él ejercía la prostitución. Siempre el número de su celular aparecía publicado en los insertos de los diarios. A parte de este oficio el atlético amante tenía el trabajo de personal training en el gimnasio, de donde generalmente sacaba a sus clientas, la mayoría de ellas mujeres casadas del barrio alto como la que acababa de dejar exhausta sobre el colchón acuático. En la noche el moreno escultural estudiaba en la universidad privada, pero muy bien no le iba. Ella por su lado dijo en casa que iba al peluquero y luego al club social. Era una mujer distinguida que tenía despacho en avenida apoquindo y que era asidua a cuanto spa existiera a su alcance.
Cuando el joven amante tuvo a la longeva señora con los piés sobre sus hombros, el celular de ella sonó, en el ringtone una melodía de chopin sonó discreta. Era su marido, eso comentó, pero no contestó. Ya estaba anocheciendo en el motel cuando él acabó en su boca, después eso sí, de haberla acabado a ella, por lo menos unas cinco veces, según lo que ella dijo. Esto le valió 50 luquitas más de propina de la madura mujer. Llevaba horas fornicando con su tarzán cuando la cuarentona sacó de su cartera los billetes que más tarde entregó a su joven galán con una sonrisa de oreja a oreja. Su marido, un general en retiro, ya no era capaz de rendir lo que rendía el putito que tenía a su lado, por eso acostumbraba a pagarle a sus acompañantes para que le hicieran una buena performance. Aquella noche de jueves, después de salir vestidos hasta las orejas de la cabaña, ella encendió el auto y él, sentado en el asiento del copiloto, comenzó a contestar todas las llamadas perdidas registradas en su teléfono móvil.
Los otros
- ¡Shiiisss, cállate y escucha, se están yendo!- le dijo ella a él mientras espiaba por la cortina, desnuda y con apenas un jirón de sábanas tapándola. Al verla poniendo su dedo en la boca, el señorito la recordó con su falo bien metido entres los dientes sanitos. Las ganas repentinamente le volvieron pero no pudieron con su curiosidad.
- ¡¡Putas, parece que el gil del auto no se dió ni cuenta del choque!!- dijo el joven correcto todo atribulado. Desde que entró con ella en la habitación, la culpa lo rondó sin tregua. Su forma de actuar y pensar 'correctamente' era compulsiva y no lo dejaba tranquilo.
- ¿te diste cuenta cómo gritaba la pobre mujer de la pieza del lado?...parecía que la estaban matando; seguro que la verga de él la hizo ver estrellas"-. Eso dijo la rucia con un sonrisita irónica que él en todo caso ni notó. Inclinada sobre la ventana, su mata de pelos de color rubio y el tatuaje tribal de su cachete destacaron por la luz del estacionamiento. Más tarde saldrían juntos del motel sin ir de la mano en dirección a un drive in para matar el hambre.
Mientras ella no paraba de hablar de su viaje por Tailandia y de la moto de su pololo; él pensaba donde llevaría el auto del pobre sujeto del motel para repararlo. Al otro día a primera hora se pondría en contacto con el tipo de la aseguradora. Mientras el joven ejecutivo comía su wooper miró a la rubia de turno sentada al frente suyo y la recordó succionando su falo. Afuera del restorante la gente caminaba taciturna por la avenida providencia.
El otro otra vez
Temprano llamó a su liquidador en la aseguradora automotriz. Temprano también anduvo en el registro automotriz donde averiguó que el dueño del auto era un tal Tomás Videla, domiciliado en pasaje las acacias Nº 8432, comuna de Las Condes; extrañamente muy cerca de su propio departamento, apenas a un par de cuadras de donde se encontraba. Mezcla de angel y demonio y con una estampa de 'Neo, el elegido', el joven ejecutivo no se aburrió de mirarle el culo a las minas que circularon por la bóveda del moderno edificio donde se ubicaba el registro. Lo mismo hizo con las cajeras. A su turno y cuando estuvo frente a una de ellas con sus lentes oscuros puestos no tuvo reparo en quedarse pegao' mirándole las tetas que se le escapaban del sostén; luego y con voz de actor de películas le solicitó a la bella minoca la información que andaba buscando.
Él, ella y el otro
Cuando el general en retiro cerró la puerta del caserón las venas que le trenzaban el cuello lucían hinchadas a un límite máximo. Para no caer de espaldas tuvo que afirmarse del arrimo. Sobre este lujoso mueble colgaba el espejo donde se vio esa cara de demonio y esos ojos rojos como de conejo por la furia. Acababa de atender a un joven de buena presencia que venía a notificarle el siniestro de su auto. Todo el tiempo que duró la conversación, el rubio señorito le tiró la talla del motel, con un tono de complicidad, jactándose cada veinte segundos de su buena acción del día. Era cierto que nadie o casi nadie haría lo que él hizo pero su ira no lo dejó disernir en tal sentido. Ira porque era efectivo que su auto había quedado en su parte tresera doblao y chuñuzco como un wantán, e ira mezclada con furia porque hacía más de un año ese auto sólo lo usaba su distinguida mujer que a esa hora descansaba en el baño del segundo piso con los pies metidos en agua caliente y sal.
Antes de subir transformado en bestia por la escalera, el veterano oficial hurgó en la gabeta de su escritorio de donde sacó el revólver y el corvo de campaña que dieron forma al fiambre que dejaría en el baño minutos después.
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