Muchas madrugadas nos encontraron juntos, preparábamos apuntes para otros estudiantes que no siempre podían asistir a clases. Mientras trabajábamos, ella hablaba, siempre hablaba. Encendían sus discursos los reclamos por un mundo más justo. Yo escuchaba embelesado, aportando a veces ideología a sus protestas. Mis tempranas lecturas sobre el tema eran por fin de utilidad, casi me necesitaba. Mi mezquindad aspiraba solo a eso, tenerla cerca. El éxito de la revolución, y el mundo mejor que se lograría con la lucha, carecían de importancia. Solo el calor de sus labios, y contemplarla dormida…
Los vientos presagiaban tormenta; la desaparición de algunos amigos lo confirmó. ¿Mis armas? Solamente palabras, ideas, principios. Nadie sin embargo estaba dispuesto a escuchar, no había tiempo para eso. No podía creer esa locura que convertía en enemigo al adversario. Bastaron un par de días de “tratamiento” como invitado de aquel adversario para convencerme. Humillado y lleno de odio, me fui. Cobarde, me rendí antes de pelear. Con todo el rencor, con todo el amor, pero me fui.
Pasaron los años... Una brisa fresca de democracia despertó los recuerdos aún tibios y mi esperanza de volver. Como si aún fuera yo el mismo, como si existiera un lugar donde volver, como si fuese posible lavar mi cobardía.
Encontré a una persona con su mismo nombre, hasta tenía sus ojos. Me atendió enseguida, apenas le pasaron el mensaje. En un impulso nos abrazamos. Su empresa se dedicaba a “negociar” con el Estado. Me lo habían dicho y no quise creerlo. Debía tratarse de un error.
Nos sirvieron café y ella hablaba, siempre hablaba. Sus palabras eran otras y el café no tenía el sabor de aquellas madrugadas. Me propuso un puesto con futuro. Mientras buscaba la forma de contestarle sin crueldad, su secretaria se asomó extrañada por el tiempo transcurrido.
Entonces escuché una voz, su voz - El señor ya se iba –
ergo.
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