La fiesta
El cañón rugió. Tronó como en los tiempos de la revolución. Así era como Palomo anunciaba a las comunidades aledañas que habría fiesta: Una pareja de nativos se casaría el próximo domingo.
Siempre vestía de blanco con sus botines de charol. Paseaba por las tardes en la plaza del pueblo para descubrir a los enamorados.
— ¿Se quieren casar? Les preguntaba.
La mujer se tapaba la cara con el velo rosado que le servía de adorno. El novio se quedaba serio. Y luego un diálogo de miradas en silencio. El palomo sabía entonces que había un sí, todo era cuestión del tiempo. Ese domingo habría boda.
Él se encargaría de comprarles el ajuar, contratar a los músicos, colocar la tarima en el salón – una choza de palma en las afueras – y tener dispuesto el refino, el refresco y la cerveza.
La primera ronda era para brindar por los novios y corría a cuenta de él; las siguientes, de los comensales. Ese era su negocio.
Aquel domingo llegaría la caña transparente con su olor de azúcar vieja; transportada en tambores a lomo de mula, bajo la vigilancia del dueño del cañaveral.
La fiesta empezó al pardear la tarde y terminaría al amanecer rompiendo el tablón al golpe de los huaraches. Los músicos, como siempre, destrozándose el pulpejo de los dedos gracias a la anestesia de la caña.
La luz ámbar de los quinqués daba la sensación de tener pedazos de luna colgados sobre aquella rústica pista de baile. Jacinto – tumbador de caña – con reverencia alargó la mano hacia una joven morocha. Ella lo observó discreta, movió la cabeza y luego distrajo la mirada hacia otro lado. Él fue a un lugar sombrío. Tragó un sorbo de caña que lo bajó con un buche de cerveza.
La mujer se estuvo quieta, movía los ojos como buscando algo, al rato aceptó bailar con otro. La falda amplia semejaba una mariposa danzando. Él, de lino blanco, con un pañuelo rojo al cuello, hacía tronar sus tacones contra la madera, como si disparara.
Jacinto, furioso, se interpuso, y sacando una hoz, arremetió contra él; con un gesto de dolor, el hombre abrazó su vientre. Las tripas, como pequeñas víboras brotaban de entre los brazos y las manos.
Al agresor en un santiamén lo desarmaron. El herido fue puesto a pocos metros del entarimado; los intestinos, libres de la pared, se acomodaron en la tierra. La sangre poco a poco dejó de correr. Los quejidos parecían el eco del violín.
Al victimario lo ataron a un gran poste que servía para sostener el cielo. Manos, brazos y muslos estaban sujetos por gruesos mecates; sólo podía mover las piernas y los pies, con los cuales taconeaba sobre las costillas de la madera. Los quejidos ya no se oían. Los músicos terminaron cuando el sol irrumpió y en el aire había olores de pan recién horneado. Otra música llegaba: El zumbido de las moscas.
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