De la colección Semana Negra.
Existe en cierta ciudad un pintoresco museo en donde se exhiben las momias de personas menesterosas, cuyos cuerpos tuvieron que ser retirados de sus tumbas por vencimiento del plazo de sepultación. Son cadáveres frescos, cada uno con sus características bien especiales. Las galerías están perfectamente iluminadas y con ello se ha tratado de desmitificar el arraigado sentimiento de respeto y temor a una instancia a la cual todos arribaremos tarde o temprano.
José y María son una pareja de recién casados que viene a gozar de su luna de miel y de paso en esa ciudad y atraídos por ese original museo, se dirigieron muy temprano para pasar la tarde junto a esos oscuros seres que jamás imaginaron la sensación que provocarían después de muertos.
La entrada bien podría corresponder a un teatro de variedades, con infinidad de caricaturas que desacralizan la muerte, frases festivas y fotografías de seres riendo felices. Más adelante, un señor vestido de vivos colores les franquea el paso a los visitantes y les desea un hermoso recorrido.
José y María, aún viviendo en plenitud ese delicioso estado de ensoñación que caracteriza a los recién casados, ingresaron tomados del brazo y bajaron algunos escalones antes de toparse con la primera galería. Si bien todo el ambiente previo contribuía a prever un espectáculo algo jocoso, no pudieron evitar un escalofrío al desfilar delante de aquellas estatuas humanas que parecían contemplarles desde la inconmensurable y gélida distancia del más allá. Un señor que bien pudiera estar fabricado de arcilla, parecía entonar una tétrica canción con su boca muy abierta, otro señor, en completa e impúdica desnudez, miraba el suelo como buscando una respuesta a su desgraciada condición. Los pocos visitantes se quedaban mirando largo rato a esas momias, preguntándose acaso si alguna vez ellos mismos serían la atracción de aquella feria de la muerte.
Los cadáveres se alternaban con salas en las cuales se exhibían pertenencias de aquellos difuntos, retratos de familia y pancartas coloridas que festinaban con la muerte. Sin embargo pocos eran los que sonreían siquiera ya que era sobrecogedor ver –por ejemplo- a ese par de pequeños gemelos engalanados como para una fiesta de cumpleaños o a esa dama que sentada en una silla parecía esperar al dueño de casa. Eran cientos y cientos de seres inermes que daban la impresión de estar esperando una simple orden para regresar a la vida.
Un corte de luz generalizado provocó la estampida de los visitantes de aquella galería. Gritos sofocados, llanto de niños y mujeres, quejidos, maldiciones. José se dio cuenta que su mujer no estaba a su lado y la llamó a gritos. Era inútil, la galería estaba completamente a oscuras, nadie replicaba y parecía que la gente había huido con presteza. De pronto, sintió que alguien se apoyaba en su brazo.
-¿María?- preguntó. No hubo respuesta. -¿Eres tú, María?- volvió a preguntar y escuchó la voz de su amada que le contestaba afirmativamente. –Gracias a Dios- se dijo para si. Recorrieron a tientas el lugar, las galerías parecían interminables y comenzaba a hacer frío.
Cuando salieron, afuera también parecía haber ocurrido un fenomenal apagón. Era algo inconcebible. Parecía que toda la luz del mundo había sido tragada por un extraño fenómeno. Caminaron y caminaron, José sabía que faltaba mucho para que llegara la noche y sin embargo, la oscuridad era total. Su amada no se separaba de él y se apegaba a su brazo fornido tratando de encontrar calor. –No temas querida. Nunca nos separaremos- dijo, tratando de ahuyentar sus temores. No hubo respuesta.
Mucho más allá, del brazo del que presumía su esposo, María temblaba de frío y de espanto, sin que su acompañante pareciera inmutarse…
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