LA CIUDADELA DEL SILENCIO
Ludovico Tejasuelta escapó del manicomnio. De figura quijotesca y con una edad cronológica inversamente proporcional a su edad mental logró burlar a los enfermeros y, esa mañana de mayo, salió a recorrer Santiago después de siete años de opaco encierro. Con su andar rápido, casi a saltitos, fue recorriendo las calles que parecían acunarlo con una poesía viviente escrita en versos gigantescos de cemento y estrofas de bullicio, rimando todo con los pálidos rayos de sol que pintaban la ciudad con timidez. Todo ello hacía que el loquito lanzara carcajadas en el límite del miedo a lo desconocido y la euforia por sentirse libre. Caminaba, corría, saludaba a la gente que lo miraba como un personaje sacado del teatro del absurdo. A mediodía, un buen samaritano le regaló una olorosa colación para su estómago desfalleciente. Al anochecer, Santiago se cobijó en la calma amarillenta del otoño y Ludovico cansado de andar sin destino, se sintió desprotegido en las calles semivacías. Sus pasitos de niño viejo, los ojos vidriosos, idos en su locura eterna lo guiaron hasta una ciudadela, cuyas puertas estaban a punto de cerrarse. Con sigilo gatuno entró en ella, buscando un lugar que lo acogiera. Frente a él, una avenida lo llamaba con murmullo silencioso y Ludovico, loco pero no tonto, caminó por una de las veredas, apegándose a las paredes de unos edificios con ventanas cerradas que impedían ver hacia su interior. Pronto llegó a una calle con árboles que danzaban en la neblina, llegando hasta el cielo sin estrellas y con una esquiva luna menguante. Pudo ver muchas casas, algunas abrigadas con cuidados jardines, otras más humildes se perdían entre la maleza y las flores silvestres. Ludovico caminó entre ellas, sintiendo el ruido quejoso que hacían sus pasos al pisar las hojas secas. No había nadie... sólo el canto alerta de las aves nocturnas y el ladrido de un perro vagabundo acompañaban al loquito. Asustado se sentó en la escalinata de una casa y se acurrucó para no ser visto. El frío comenzaba a invadir su cuerpo famélico; cerró los ojos unos momentos y al abrirlos pudo ver que la ciudadela cobraba vida propia, un concierto de sentimientos encontrados se conjugaba en el aire, lanzando melodías en sombras que se movían de un lado a otro, acompasadas... misteriosas. Ludovico lanzó una carcajada y corrió para unirse a ese carnaval sin voz. Ellas parecían mirarlo sin verlo, simplemente se escabullían entre los jardines. Una niñita de vestido rosado le hizo señas al loquito para que se acercara. Pudo ver sus ojos celestes de inocencia y sus rizos castaños como el almíbar. Quiso acariciar su rostro de muñeca antigua, pero la niña salió corriendo, invitándolo a que la siguiera en una frenética carrera de risas que rompían el silencio. Cruzaron calles, subieron a los departamentos y Ludovico, en su afiebrada demencia, golpeaba las ventanas para saludar. Jugaron a la escondida, ocultándose detrás de estatuas grandes que al loquito lo sobrecogían y lo volvían asustadizo como una oveja perdida. Llegaron a unos pasajes angostos y tan oscuros como una noche sin luna. Allí se olía dolor húmedo y se escuchaba a ratos un llanto cansado de olvido; sollozos ocultos recordaban a Ludovico los días en el manicomnio y entonces dejaba de reír para gritar su angustia. Se consolaba al ver a la niña sonriendo y su dulzura lo seguía guiando por la noche ausente de vida, pero llena de sensaciones desconocidas. Fue al amanecer cuando el cansancio venció a Ludovico y se recostó en un colchón de maleza bajo el alero de una casa. La niña se arrodilló a su lado, le rozó la mejilla con un beso suave casi imperceptible. Luego le entregó un ramito de siemprevivas, sonrío por última vez y se alejó hasta perderse en una casa blanca. Ludovico cayó en un letargo abismal, sin sueños ni pesadillas, sólo durmió profundamente hasta que unos bruscos zamarrones lo despertaron. Abrió los ojos y vio a tres enfermeros que lo levantaron del suelo y lo sacaron del lugar para subirlo a una ambulancia. Ludovico entró en una crisis de llanto y sus gritos descomunales sólo podían traducirse como un lastimero llamado a la niña de ojos celestes. Pero el líquido transparente de la jeringa fue abriendo surcos en su sangre y comenzó a calmarse lentamente, sin soltar el ramito de siemprevivas, mirando como los pálidos rayos de sol pintaban la ciudad con timidez en esa mañana de mayo, devolviendo a Ludovico al manicomnio... dejando atrás el cementerio.
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