Sentado frente al ordenador, enciendo un cigarrillo mientras espero que se me aclaren las ideas para mi siguiente cuento, que me está torturando más de lo esperado. De pronto, llaman a la puerta. Un tanto fastidiado por la interrupción, me dirijo con paso cansino y la abro.
¡Coño...!
Dos hombrecillos de piel verde, de cabeza grande, pelona, con ojos negros y enormes, con una estatura de poco más de un metro, enfundados en una especie de mono de trabajo pero de color plateado, con lo que parecía ser una especie de cartera en la mano, se dirigen hacia mí diciéndome mentalmente (puesto que no abren los labios) “¿Cree usted en Dios?”
Me escudo inmediatamente en mi ateísmo, estrategia que –amén de ser cierta- suele funcionar para que me dejen en paz. Pero no en esta ocasión. Dibujando en sus rostros lo que en su planeta debe ser la más dulce de las sonrisas, los tipos de verde continuaban: “¡Oh!, mucha gente dice eso, pero en realidad no hay nadie ateo. Todo el mundo tiene una idea de Dios, ¿no cree?” Cachis la mar, estos me van a resultar duros de pelar, pensé. “Ejem”, tosí, porque servidor leyó no sé dónde que eso de carraspear antes de comenzar a hablar queda fino a la par que elegante, además que al ser fumador me sale espontáneamente, he de añadir, “ustedes disculpen, pero en estos momentos estoy muy pero que muy ocupado, así que, si no les importa...” Y acompañé esta última frase con un gesto decidido a cerrar la puerta. Pero, para mi sorpresa, uno de los hombrecillos había metido un pie.
Me quedé un tanto alucinado. El piececillo era tan pequeñito, tan insignificante, que me era imposible cerrar la puerta por miedo a quebrarlo con tan sólo rozarlo. Y reconozco que me pareció un gesto tan ridículo y audaz que no pude más que abrir los ojos extrañado y quedarme mirándolos, con gesto interrogativo, como diciendo “Pero, ¿qué están haciendo?”.
Los hombrecillos, los extraterrestres o lo que fueran, seguían mirándome con dulzura y su voz continuaba resonando en mi cabeza como una extraña amalgama entre voz masculina y femenina, una voz cálida, pausada, pero al mismo tiempo un tanto fría, escondiendo algo inquietante. Mientras uno de ellos mantenía el pie obturando mi puerta, el otro la empujó suavemente pero con una fuerza que me sorprendió, teniendo en cuenta el diminuto tamaño de sus extremidades. Una cosa estaba claro, esos... bueno, esos lo-que-fueran estaban dispuestos a entrar en mi casa.
De golpe, me vino a la cabeza esa maldita frase que me persigue muchas veces: “Podría ser material para un cuento”. Bueno, la frase no tiene nada de maldita en sí, pero sí en aquellas circunstancias. El sentido común, cual sentido arácnido, me avisaba que debía cerrar la puerta cuanto antes, echarlos de mi casa y, tras un sosegado café acompañado de un cigarrillo –mi cerdo y eterno compañero de viaje- reflexionar sobre lo ocurrido. Pero mi curiosidad, o quizá para ser menos presuntuoso, mi pura perplejidad me bloqueó el natural raciocinio así que, cuando quise darme cuenta, los tenía en mi comedor. Tenía sentados en el sofá a dos bichos verdes de un metro que querían hablarme de Dios. Manda cojones.
Fijaos si estaba perdido que solté un estúpido “¿Quieren un café?”, tras el que se me escapó una risa nerviosa y el pensamiento “Tienes a dos extraterrestres en el salón de tu casa y ¿sólo se te ocurre ofrecerles café? ¡Para darte de bofetadas, chaval!”. Los hombrecillos rechazaron amablemente la invitación, aunque me conminaron a tomarlo yo, si me apetecía. Sacudí la cabeza y busqué una silla donde sentarme balbuciendo excusas del tipo “perdonen, pero es que de verdad estoy muy ocupado, en serio, no... bueno, no se lo tomen a mal, pero es que yo...” La voz en la cabeza volvió a resonar: “Tranquilícese, no vamos a hacerle ningún daño. Siéntese.” Ni que decir tiene que me senté. Y, sí, adivinan bien, un tanto –quizá bastante- acojonao.
“Enciéndase uno de sus cigarrillos, si es que lo desea”, me dijo la voz. Acerté a encender uno a duras penas, temblándome como me temblaba el pulso. “Como ya habrá adivinado”, continuó, “no hemos venido aquí para hablar de Dios, aunque siempre estamos abiertos a cualquier propuesta, claro”, y sonrieron. Yo no. “Y... ¿qué, qué quieren?” “Verá, nosotros trabajamos para la agencia de viajes Terra Humana, situada en el planeta Raticulín, muy lejos de aquí”, comenzó a decir mientras me extendía una tarjeta con lo que parecía un holograma, “ofrecemos tres tipos de viaje a su planeta. El de tercera clase, el más económico, le llamamos Safari Vision: consiste básicamente en viajar por la atmósfera acercándonos lo suficiente como para que nuestros clientes disfruten de las hermosas vistas de su planeta y puedan tomar imágenes. El de segunda clase, conocido como Safari Tour, el viajero tiene derecho a acceder a alguna zona poco poblada para dar un pequeño paseo y tomar muestras del terreno o la vegetación del lugar. Y el último o primera clase es el Total Safari, donde esos derechos se amplían hasta el punto de poder interactuar con animales y, nuestro producto estrella, humanos. Como es su caso.”
Pa cagarse. Eso fue lo único que se me ocurrió en ese momento. Pa cagarse. Frase poco sutil, cierto, poco elaborada, más cierto aún, pero en su brevedad tosca perfectamente descriptiva de mi estado de ánimo. Pa cagarse. Joder, joder, joder. ¿Se imaginan qué dije?: “¿Queeeeé??”
Con toda la naturalidad del mundo, uno de ellos extrajo un papel de la cartera y leyéndolo dijo: “Rellenó usted un formulario hace unos meses en nuestra página web respondiendo a una oferta de empleo donde, entre otras cosas comentaba... déjeme mirar... disponibilidad para viajar, ¿es cierto?” En aquel momento no sabía qué me estaba diciendo, aunque era cierto que hace meses rellené varias solicitudes para buscar empleo. “Eeh... bueno, sí, supongo que... bueno, rellené varias solicitudes, nunca se sabe, pero...” “Bien, en ella indicaba que usted estudió Periodismo en la universidad, ¿es así?” “Pues.. sí, es así...” “Y que ha ejercido como periodista, ¿cierto?” “Cierto.” “Y entre sus aficiones se encuentra escribir literatura, ¿lo es?” “Lo es, pero, oiga...” “Así que deducimos que debe ser usted buen conversador, ¿verdad?” “Bueno, me gusta conversar, no sé si soy bueno o no...” Ambos hombrecillos sonrieron: “Es nuestro hombre. Mire, no le vamos a negar que le hemos estado estudiando este tiempo y, todos estos datos unidos a su total escepticismo ante el fenómeno ovni lo hacían indicado para el puesto”. “¿Indicado por qué? ¡Es obvio que me equivocaba!” “Nosotros ofrecemos a nuestros clientes el mejor servicio y, por experiencia, los creyentes en el fenómeno ovni suelen asistir a... este trabajo, digámoslo así, con demasiadas ideas preconcebidas, normalmente de carácter religioso, en otros casos, totalmente paranoicos. Y el resultado es que atosigan a nuestros viajeros con ideas absurdas, con teorías espeluznantes o con ataques de histeria que los hacen inservibles para este puesto. Su trabajo será muy sencillo: deberá departir viajando cómodamente en nuestra nave con nuestros viajeros. Ellos le realizarán preguntas sobre la vida en la tierra y usted podrá realizar todas las preguntas que desee sobre nuestra civilización. Todo ello en un ambiente amable y distendido, lleno de cordialidad, comida y bebidas terrestres incluidas. Y, por supuesto, recompensado en moneda de curso legal de su país, vea aquí nuestros honorarios por un viaje de unas horas...”
Me extendió un cheque con una cifra tal que casi me caigo de espaldas... ¡La leche! “¿Cuál es el truco?”, pregunté. “El único problema es que debido a que a veces la aviación de su tierra nos persigue, nos vemos obligados a alejarnos momentáneamente de su planeta a velocidades cercanas a la luz. Normalmente son tan sólo unos segundos, y el viaje no reviste ningún peligro físico ni psicológico, pero sí una consecuencia: aunque para usted sean tan sólo unos instantes, para su planeta habrán pasado semanas incluso meses. ¿Entiende ahora por qué pedimos disponibilidad para viajar y por qué pagamos tan bien?” Asentí entusiasmado, porque aunque estuviera unos meses fuera de circulación, la verdad, la cantidad de la cifra era suficiente para mantenerme durante cuatro o cinco años... ¡Y encima mis amigos envejecerían y yo fresco como una rosa! Jejeje
¿Intuyen cual fue mi respuesta? Si no es así, nos vemos dentro de poco y lo hablamos. Quizá sea mañana, no crean. Pero puede que no, que sea dentro de unas semanas, o unos meses... ¡Quién sabe! Eso sí, si ven un ovni surcando el cielo en los próximos días, tengan la amabilidad de saludarme que yo estaré brindando con mi copita de cava. ¡Saludos interestelares!
© ® Pedro Marín Mármol, 2003
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