LO VIEJO COMIENZA DE NUEVO
El señor Siul, colocó las seis hermosas flores azules dentro del recipiente de cristal, inundado de verde niebla húmeda. Las desplegó amorosamente hasta formar el satisfactorio dibujo de una estrella. El botón amarillo en el centro de cada flor, resplandecía como un pequeño sol.
En el jardín del gran hogar, orlado de múltiples colores transparentes, su esposa Aerdna, nutría su bella piel rosada, exponiéndola a los flujos de un millón de aromas diferentes.
Nunca había existido el dolor en sus mentes, ni el físico ni el anímico. No había contrastes ni contradic-ciones. Jamás chocaban sus ideas o decisiones creando los innumerables conflictos del antaño del mundo, que ellos sólo vislumbraron en los libros electrónicos de Historia.
La especie evolucionó hacia el presente ideal. Casi un siglo de depuración hasta alcanzar la ausencia de todo lo considerado malo, dañino y pecaminoso. Los frutos enfermos, decadentes, podridos, parásitos, fueron extirpados del complicado tejido social.
Gozaban de una extraña calma. Extraña de acuerdo a lo que contaban los libros del pasado. Jamás nadie imaginó que una especie tan combatiente, agresiva y predadora, pudiera convivir en paz, armonía, des-arrollándose en el bien común.
El señor Siul silbó una suave y hermosa melodía. Más allá del mundo conocido, una rana croaba en el jardín. Un calido sonido murmuró en las estrellas distantes. Casi pudo sentir su lejano calor.
Sí que vivían muy tranquilos el señor Siul y su señora Aerdna en su nueva casa, de muros transparentes, pintadas con guirnaldas de colores en todos los ambientes y cuadros que cantaban y cristales que susurra-ban a toda hora.
Todos los pobladores del planeta gozaban del tan mentado Reino de la Paz. La quimera de los viejos idealistas de antaño, se había realizado. La utopía que soñaron sólo algunos, fue posible.
Ya no es la moneda la materia de intercambio en los valores. Nadie ostenta objetos suntuosos, sofistica-dos, ahora considerados innecesarios. Nadie tiene una cuantiosa fortuna que tiente a un ladrón o al estafa-dor o al codicioso. Todos tienen lo necesario. Se vive con lo útil y no con el deseo.
Los gobiernos habían desactivado las armas, mellado los filos, embotado la astucia. Los pueblos gasta-ron todas sus pertenencias absurdas, vaciaron los altillos de trastos viejos, inútiles, arcaicos y superfluos.
Dejaron de tener vigencia las clases sociales, los niveles culturales, las diferencias étnicas y raciales y, por ende, culminó la discriminación y el pensamiento se unificó en una única premisa compuesta de tres vértices: el bien común, la alegría de vivir y el sentido primordial de la existencia.
—Todo ello —pensó el señor Siul en voz alta—, porque la cordura se impuso y el mundo terminó con los tres pilares fundamentales de nuestra antigua sociedad… La Religión, la Política y la desigualdad so
— ¿Qué estás murmurando? —dijo de pronto a sus espaldas la señora Aerdna.
Su esposo le sonrió como siempre y la besó suavemente en la mejilla como siempre, como a cada instan-te, como a cada momento que la contemplaba, en su ya larga permanencia, juntos. No sólo estaba casa-dos… estaban unidos, encajados, adheridos el uno con el otro, sin otra necesidad que la de amarse y agra-darse.
—Recordaba… quizá soñaba despierto con otros tiempos. Tiempos que ni tú ni yo hemos vivido, por suerte. Una época donde el crimen, la ferocidad y el dinero, eran los señores del mundo… Pero ahora… ahora…
El señor Siul sonrió una vez más y la besó otra vez y la abrazó con su habitual ternura infinita.
—… y ahora… me siento tan contento de que estés aquí… nada más…
Las pequeñas gotas de lluvia se descomprimieron de los maravillosos ojos de la señora Aerdna. Fueron dos pequeños navíos silenciosos que abandonaron el vasto mar verde.
Y también la señora Aerdna abrazó y besó al señor Siul, como siempre lo hacía, cada vez que lo veía y lo veía a cada momento, cada día y cada noche.
—Te he dicho alguna vez, que debías ser poeta, ¿no es verdad?, señor Siul.
El recipiente cantó en la enorme y luminosa cocina. La voz cantarina les anunció que el desayuno estaba listo. Tazas y cucharitas tintinearon como los picos de los pájaros tejiendo sus nidos.
Muchas cosas aprendieron de los pájaros. Las aves jamás hicieron sus casas faraónicas, lujosas y fastuo-sas. Tampoco, mejores y más costosas que la de sus vecinos. Las hacen con las dimensiones precisas. Amplias según sus necesidades. Ningún pájaro, por lo que se sabe, envidió y pretendió la casa de otro pá-jaro.
El señor Siul y su señora Aerdna, se sentaron en los invisibles sillones de aire que se inflaron al conocer sus intenciones. La tetera les sirvió alegremente el humeante líquido verdoso luego de saludarlos ama-blemente. Las cucharitas danzaron dentro de las tazas, removiendo el líquido con dinámicos giros.
Eran felices. Caramba si eran felices.
La pantalla que ocupaba toda la pared oeste, se encendió automáticamente. Las cortinas del muro que daba al jardín, se corrieron, ocultando las enormes montañas que centellaban ante el resplandor tibio del sol matinal.
La gran TV. Les trajo las noticias del día.
El agujero de la capa de ozono, había terminado al fin de cerrarse. La Marco Polo había llegado a Plutón y enviaba imágenes fascinantes en cuatro dimensiones. El último país del globo lograba el pleno empleo. Sociales, Deportes, Ciencias, Entretenimientos. Todas eran buenas noticias. Paz, buena voluntad, huma-nismo verdadero.
Ya no es Dios quien maneja al mundo. Y parecía ser lo mejor para la especie.
Ni un crimen, un robo, un accidente, guerra, conflicto, depredación.
La TV. Se apagó. Una música suave inundó las estancias de la casa.
Después, el señor Siul y la señora Aerdna, pasarían el día de la misma exacta manera que todas las jor-nadas. Idéntica rutina, iguales faenas, similares tareas. Todos los días eran buenos. Nada inesperado, nin-gún hecho imprevisible. Exentos de cualquier imponderable y asombro.
Eran felices porque creían tener lo necesario; hasta la más insignificante de sus insuficiencias, porque el aire es puro y las noches frescas y el sol benigno. Los habían condicionado para ser felices, sin pensar en otra cosa, en nada más.
El señor Siul envió su enésimo beso del día y su mujer lo recibió como siempre, como si fuera el prime-ro, cual el terso pétalo de una rosa.
Son felices, no hay duda.
—Sin embargo…
El tono del señor Siul, repentinamente cambió. Y la señora Aerdna, sin saber exactamente que era, pare-ció entender, porque asintió con su cabeza. Su preciosa cabellera de oro osciló de un lado a otro sin nin-guna clase de violencia.
Algo no encajaba. Siempre, todos los días es así. Y cada jornada, la sensación es más intensa.
Al señor Siul le había costado identificar ese sentimiento. Una emoción del pasado. Arcaica, perimida, borrada de la memoria de las personas. ¿Cómo llamaban a tal emoción…?
Aburrimiento…
—Algunos pensadores de antes —la voz susurrante del señor Siul quebró la armonía de la hermosa mú-sica que bailaba en toda la casa—, afirmaban que la raíz del crecimiento y el progreso y el desarrollo, en todos los órdenes… es el conflicto, la competencia y, sobre todo,… la violencia.
La señora Aerdna lo miró fijamente. Parecía un poco asustada. Su esposo revelaba en voz alta, un pen-samiento que a ella, también le rondaba la mente muchas veces.
No obstante —dijo ella—, incluso en la paz, está demostrado, se logra el avance en cualquier manifesta-ción humana.
—Decían estos pensadores —continuó el hombre como si nunca hubiera escuchado a su mujer—, que una persona o pueblo donde no existe la apetencia, la competitividad, el contraste… decae, enferma, mue-re… y al fin… desaparece.
La señora Aerdna aplaudió suavemente y la música se elevó un tono. El señor Siul entendió que era el momento de callarse.
Alrededor de la casa transparente y brillante, todo es mágico, magnífico. El hogar de mil colores, las flo-res policromas, las enormes montañas en el fondo del horizonte, las suaves colinas azules enfrente, árbo-les y animales de muchísimas especies.
—El Edén —pensó el señor Siul—. Aquí estuvo el paraíso. Seguro.
La señora Aerdna salió al magnífico jardín. Las flores le acariciaron sus hermosas piernas dándole una amable bienvenida. Se recostó sobre un gran árbol y absorbió toda su energía.
El señor Siul observó que estaba muy bella. Pero en la mente del hombre, en ese instante, como nunca, latía un túnel oscuro, un negro corredor. El tiempo le abofeteaba la memoria. Cerró los ojos con fuerza y entonces vio el resplandor de la luz al fondo del umbroso pasaje. La chispa corrió hacia él y lo atrapó. Lo abarcó absolutamente.
¿Cuánto hacía que?...
El pensamiento se trunco instantáneamente. Había olvidado que no se les permitía pensar por si mismos. Se usaba la mente dentro de cánones establecidos por los expertos, por los peritos en conducta humana, por los mandamientos de la ciencia del cerebro. El sistema es dueño de la verdad y pensar cualquier idea o razonamiento fuera de lo planeado… es un crimen.
Pero la luz lo poseyó completamente. El ser del señor Siul rompió cualquier dique.
Aerdna estaba tan bella aferrada a ese gran árbol.. tan hermosa.
El señor Siul deseó hacerle el amor. El extraño, desconocido sentimiento surgió impetuoso e inconteni-ble. ¿Hacer el amor?...
El instinto le dijo como hacerlo. La señora Aerdna, inquieta, sentía lo mismo.
Procreación le llamaba el sistema, reproducción de la especie en las mejores condiciones, explicaban los técnicos.
Claro que son felices. Sin pensamientos propios, sin voluntad. Robots, muñecos de carne y hueso ali-mentados por una pila. Meros programas.
¿Cuánto hace? ¿Cuánto hace? Nunca… nunca…
Sus antepasados, quizá… tal vez…
Algo trasmitió el señor Siul que atravesó el aire y llegó hasta la señora Siul.
Y la señora Aerdna lo captó, lo recibió y lo guardó en su corazón.
Un enorme relámpago colmó el jardín. Un trueno sacudió las montañas.
Y el señor Siul y la señora Aerdna, recordaron. Súbitamente. Como en un destello de luz y razón.
Una chispa de inteligencia natural, rompió las cadenas dentro de la manipulada memoria genética.
Recordaron, temieron, rieron y luego sintieron sensaciones sorprendentes.
Temblaron, se acercaron, vibraron y se conocieron junto al gran árbol del policromo jardín.
Los clones recordaron definitivamente. Supieron quienes eran.
E hicieron sin el control, el amparo, el cuidado del gran Sistema Protector.
Satisfechos, se sintieron libres. No les importó la vergüenza.
Lo viejo comienza otra vez…
¿O es la primera vez?...
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