No se tú, pero a mí me gusta la tierra. No puedo pasar por arriba de un pedazo de tierra sin que le eche una miradita como que no quiere la cosa. Agrietada, arcillosa, negra, barrosa. No se tú, pero a mi me gusta la tierra.
De alguna forma puede parecer extraño el tumbarse detrás de la mesa, con la espalda en la pared, con las sillas encasillando un escondite inalcanzable. Apagar toda luz que pueda entorpecer lo visible, dejar andando melodías y hablar distendido con la tierra del macetero de la planta (la que está en la esquina del comedor, la que no alcanza a desplegar todas sus hojas que terminan creciendo al lado de la pared como si fueran maleza, la con forma de palmera porque se le cortaron las hojas del tallo). Quizás mas raro sea llevar hasta una cabecera al rincón inalcanzable, subir la música y echarse tierra como bronceador en los brazos y las manos y acariciarla. Y sentirla. El aire adquiere otro olor, se muta, se transmuta, se metamorfosea a mi complicidad inhumana, a mi compañerismo inanimado. Y es un momento sublime.
La mejor de las estancias, la que se succiona con los siete sentidos, con los ocho, los nueve. La que se entromete en lo cotidiano para hacer volar los retoques esclavizantes del día. Tumbado en el suelo raso, cabecera con tierra, pared, oscuridad total, música, pleno living de la casa, ausencia total de instrumentos destructivos. Todo se arma, se crea, se vuela y se adentra. Todo se vuelve un acto sencillo del que no se siente manoseo alguno de palabras o pensamientos. La tierra que se mete de a poco en el centro mismo de uno, el tirado. Y uno no sabe porque le falta una zapatilla y le da risa pensar en lo excéntrico de andar con una sola zapatilla en vez de dos... o tres, que seria lo más seguro (en caso de extravío desconocido o asaltante de obsesiones múltiples). Y de fondo, y en trasfondo, la escasa luminiscencia que viene del piso de arriba, sin sonido, trae la certeza que lo que se vive es de verdad otra cosa y muy distante a la luz artificial o la ampolleta o el calefont. La leve luz que viene a de arriba comprueba que esto es diferente. Que por sobre todo es tierra y pared y silencio de melodía. Esto, esto mismo, que se huele hasta adentro, se toca hasta adentro, se ve hasta adentro, se siente diez veces con once sentidos diferentes especializados en áreas desconocidas y dilatadas. ¿Que otra cosa sino esto es lo máximo que lograré en toda la existencia? ¿que más que el momento de tierra arcillesca y conversación con ella sin palabras? Yo, digo, yo, no digo. No digo nada para no enturbiar. No pienso en nada que no sea más lejano que la zapatilla extraviada o el terrón que se escabulle por la alfombra en ansias libertinas de hallarse más lejos, de subirse a la mesa o meterse en mi boca. Ya van doce terrones con anhelos de conquista del universo que ruedan por el suelo. En segundos son trece, catorce, quince. Se desbandan entre mi existencia y las patas de la mesa. Los dieciséis sentidos están todos a su máxima entrega; una parlancheria completa con el macetero y la tierra de la planta con forma de palmera. Y la pared fria. Y la zapatilla inexistente. Y la música envolvente como papel celofán. Y los diecisiete adornos de la pieza se unen al festejo del todo, a la súper celebración del expansionismo de la tierra por debajo de la mesa. Un inhumano de dieciocho años mira en medio de la oscuridad como la planta grita de emoción sincera, siente el palmoteo de la alfombra color café claro y enmudece de pensar o de hablar o de sentir. Esto ya es otra cosa, aunque sea con veinte sentidos (que no sienten, que no sienten). Que son.
21.50, (veintiuno y 50). Es hora de irse, es tiempo de congelar esto en su máximo punto y partir al otro lado en compañía. La bocina que suena de afuera. Asomarse de a poco encandilado. Buscar la extraviada. Atar los cordones de la extraviada. Salir detrás de. En 10 minutos mas llegamos a destino, torcemos a destino, masticamos a destino. En 10 minutos más se integra todo al ¿realismo? Llegamos justo a tiempo, sin minuto de retraso. En esos 10 minutos la sonrisa se diseca y se vuelve un melodrama, y se escribe. Ya entrando alguien me pregunta el por qué de la tierra en mis brazos, yo, con palabras, le digo que me la eché porque quise.
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