Nunca olvidaré mi emoción al verle por primera vez. Allí estaba, al fondo del enorme salón, erguido en su asiento, presuntamente alto, abundante pelo cano, también en la profusa barba, derrochando dulzura y ademanes serenos con quienes se le acercaban. Vestía ropas lujosas, espectaculares para el momento que vivimos, colores algo exagerados, pero con buen gusto y costosos tejidos. Lo cierto es que nadie viste así ya, pero en él era lo que se esperaba.
En fila desordenada y emocionada, varios aguardábamos para hablar con él, carta en ristre, sonrisa nerviosa pintada en medio del rojo de unas mejillas de invierno. Pese a su aspecto afable y cordial, y al casi seguro beneficio que me reportaría aquella mi primera entrevista, estuve tentado varias veces de abandonar la fila y correr hacia la salida del edificio dejando para otro año aquel encuentro que, cada minuto que pasaba, parecía más inevitable. No lo hice, aguardé estoicamente mi turno. Los caramelos constituían un dulce señuelo.
Cuando terminamos, salté de sus rodillas despacio y, ya sin nervios, me dirigí hacia donde se encontraba mi madre que me espiaba orgullosa. La tomé de la mano y juntos abandonamos los grandes almacenes. Para ser la primera vez, creo que no había estado mal.
- ¿Qué te contaba el Rey, cariño?
- Me ha preguntado si he sido bueno.
- ¿Y qué le has dicho tú?
- Que sí.
- ¿Y qué más te decía?
- Que cuantos añitos tengo. Y yo le he dicho que dos.
- ¿Le has dado un beso?
- Sí.
... ... ...
- ¿Sabes una cosa, mamá?
- ¿Qué pasa, cielo?
- El Rey Melchor tiene voz de chica.
Para Fernando
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