Un trueno retumbaba en la distancia, mientras el sol, perezosamente, se ponía entre rojizas nubes.
Ya casi era de noche. Y empezaba a hacer frío. Se acababa el verano. Pronto vendría esa época de hastío y hojas muertas, de días cortos y largas melancolías. El otoño siempre le afectaba el ánimo. Era, al mismo tiempo, su estación favorita y las peores horas de su vida, pues, en las tardes especiales en que la vida se viste de amarillo y sueño a nuestro alrededor, se veía Andres invadido de una profunda tristeza, como si su propia vida también se amarillease y marchitase. Pero, al mismo tiempo, ese sentimiento de tristeza le era remotamente grato, como envuelto de un regusto dulcemente melancólico, dolorosamente tierno, cargado de recuerdos teñidos de sepia, como fotos viejas, velados por niebla, teñidos por luces amarillas de cafeterías y conversaciones. Se entregaba a esos pensamientos con el mismo ardor con que se entregaba a las alegrías, y experimentaba las melancolías como si fuesen mas delicados que las esencias del presente. No lo reconocía, pero era feliz acurrucándose frente a la ventana de su cuarto, que daba a la calle, y tomándose una taza de café mientras recordaba los bueno momentos y los buenos amigos, y su ausencia le hacía sentirse tan solo como el último hombre en el dia del juicio.
Era precisamente en esas épocas cuando se permitía el lujo de componer, ante frías cuartillas, algún que otro relato, algún que otro verso. Y en esas historias volcaba sus sentimientos de una manera tan clara, que, independientemente de la historia que contasen (que rara vez era interesante), siempre acababa el lector invadido de un sentimiento de soledad que no podía explicar.
Se levantó un poco de viento. Una ligera brisa agitó las cortinas. Andrés levantó la vista de la caja. A su lado, tendida en un sofá, acurrucada, estaba ella. Se permitió por un momento (y sabia que tendría que ser breve) contemplar su dormida belleza. Se acercó y la besó en la frente. Ella dejó escapar un susurro, agitada en su sueño. Mientras guardaba el discman, Andrés se sintió invadido de una gran ternura, como si esa dormida mujer fuese lo mas bonito del mundo, la imagen mas perfecta de serenidad y belleza. Andres guardó la cartera, y metió el ordenador portátil en la funda. Sabía que pronto tendría que irse. Muy pronto. Observó a la mujer. Observó como su respiración, cadenciosa y tranquila, hacia que su pecho subiera y bajara mientras se dejaba remarcar por esa camisetita tan escotada. Admiró su maravilloso pelo, que, rojo y alborotado, caía en cascada sobre sus hombros y su cara, su maravillosa cara salpicada de pequitas que le daban un aire de niña traviesa. Y se dijo mentalmente que la amaba. Y Hubiese permanecido toda su vida así, observando su dormir, admirándola, queriéndola en silencio, con un amor más puro que cualquier otro. Pero no podía. Pronto se marcharía. No podía quedarse junto a esa mujer dormida. Sintió aquel vacío de imposibilidad. Sintió que pronto debería marcharse. Recogió el móvil y lo guardó en la bolsa. No podía quedarse, porque pronto acabarían los efectos del éter. Guardó la Playstation y la cubertería de plata. Se cargó la bolsa al hombro y volvió a salir por la ventana, no sin antes llevarse los pendientes de la chica y besarla largamente en los labios.
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