Hicimos cuanto pudimos para sacarles del asiento trasero, pero todo fue en vano: cada vez que intentábamos entrar en aquel amasijo de hierros, el lecho de arena que lo sostenía cedía un poco más, inclinándolos hacia el abismo.
Después de unos segundos de silencio, el coche en el que nuestros hijos habían quedado atrapados, explotó.
Lo vimos caer hasta quedar aplastado decenas de metros bajo nuestros pies, y desaparecer envuelto en llamas con sus cuerpos dentro.
No recuerdo durante cuanto rato estuvimos los dos llorando en aquel arcén, solo sé que cuando Carmen se desmayó, tuve el tiempo justo para apartarla de la carretera antes de que el mundo desapareciera también de mi vista.
Debieron pasar varias horas hasta que nos trasladaron al hospital, e imagino que muchos días más para recuperar el conocimiento.
Pero el calvario vivido en aquella maldita curva y las imágenes de todo cuanto ocurrió, han seguido hasta hoy, gravadas en mi memoria como castigo a la ineptitud que demostré tener.
Una a una, aparecen en el momento menos pensado: gritos suplicantes, ojos abiertos de par en par, dedos, brazos extendidos, intentando alcanzar mis manos, intentando alcanzar, en vano, la ayuda que sus padres no les supieron dar.
Carmen no pudo superar aquella prueba de fuego; se vino abajo, se encerró en sí misma olvidándose del mundo que la rodeaba y de todo cuanto podía ayudarle a sobrevivir.
Su sensibilidad, ese don por el que me enamoré perdidamente de ella, pudo más que la fuerza y la vitalidad que siempre había tenido. Empezó a consumir su alma, su mente y su hermoso cuerpo, al no permitirle luchar ante las mismas imágenes que me atormentaban a mí.
En mi caso todo fue distinto, el equipo psiquiátrico que nos atendió logró sacarme del atolladero. Gracias a sus terapias, conseguí restablecer mi vida laboral con cierta normalidad y apoyándome en ella, poco a poco, también la social.
Pero con mi mujer fracasaron.
Tuvo que pasar más de un año para que el doctor Uriach me comunicara, a puerta cerrada, el diagnóstico definitivo:
- Si en un tiempo prudencial no consigue remontar la situación por sí sola, no podemos descartar que la mente de su esposa degenere hacia trastornos crónicos incurables.
Reconozco que empecé a darlo todo por perdido cuando me advirtió que la esquizofrenia se apoderaría definitivamente de su realidad si no aprendía a superar los recuerdos de aquella noche.
Por eso, empezó a rondarme la duda de utilizar aquel nuevo fármaco con Carmen, cuando mis compañeros de trabajo anunciaron su éxito en las primeras fases de experimentación.
Tomé la decisión un viernes por la tarde al regresar del trabajo.
Algunos días entre semana, ella iba a casa de su madre en busca de compañía, allí, hablando de cosas triviales, a menudo se tranquilizaba y demoraba su regreso hasta bien entrada la noche.
Recuerdo que aquel día, mientras le esperaba, aproveché para guardar mi ropa de invierno y al sacar las camisas de verano del estante superior, algo pesado, metido en una bolsa de terciopelo, cayó al suelo con un ruido seco.
Aflojé el cordón que estrangulaba aquella funda de terciopelo negro y reconocí de inmediato la pistola del padre de Carmen.
La recordaba por que cuando murió yo la había guardado en su casa, junto con varias cajas de munición, dentro del armario del recibidor.
Quedé unos segundos confundido mientras la inspeccionaba y, supongo que palidecí al entender de qué manera y por qué motivo llegó aquel arma hasta nuestra habitación, sobretodo al descubrir aquellas dos únicas balas en su interior.
Sin pensármelo dos veces, llamé por teléfono a Marcos, mi compañero de laboratorio.
El doctor Marcos Carbonell era jefe del equipo de investigación, y fue él quien me había hablado, medio a hurtadillas, de un proyecto secreto que les encargaron los de inteligencia militar:
El “Proyecto Amnesia” estaba encaminado a sintetizar un fármaco que consiguiese borrar los recuerdos de forma selectiva
- Por épocas o períodos de tiempo más o menos exactos- me comentó -pero sin dañar el resto de información acumulada por el individuo a tratar.
Según sus palabras, en pocos meses debía estar listo para ser probado en humanos.
Quedé con él, al día siguiente del hallazgo, en un café de la Gran Vía. Era uno de esos locales tranquilos en los que siempre hay gente de paso y que tienen la amplitud suficiente como para poder hablar sin ser oídos:
- Ayer por la tarde encontré la pistola de su padre escondida en el armario de nuestra habitación- le dije en voz baja. - no sé Marcos… creo que está dispuesta a hacer una locura.
- ¡No seas bestia hombre!- respondió él en un tono que me molestó. - estáis pasando los dos un mal momento, pero de ahí, a creer que ella sería capaz de…
- ¡Debes creerme Marcos! –respondí francamente indignado. - Carmen sabe manejar las armas a la perfección. Y nunca cambiaría la disciplina con la que el viejo le enseñó a manipularlas.
Me calmé unos segundos y proseguí con mi explicación. Era vital hacerle entender la gravedad del problema en aquella reunión, si no accedía a mis intenciones, perdería a Carmen definitivamente.
- Las pistolas, Marcos, o se guardan descargadas para olvidarse de ellas, o totalmente llenas de munición para tenerlas a mano en caso de apuros. ¡Pero nunca con solo dos balas en su cargador! Nunca, excepto…
- ¿Excepto…?
- Excepto, si esperas utilizar tan solo esos dos disparos…¿Entiendes?
- ¡No, no entiendo nada! Y deja de hablar en ese tono de misterio ¡Caray! Con una sola bala que te reventara por dentro, sería suficiente ¿no?
- ¡No Marcos, no! Un experto en armas, y Carmen lo es, siempre dispondría de dos balas para suicidarse: Una para volarse los sesos y otra, por si el miedo en su pulso le hiciese errar ese primer tiro dejándola mal herida, en ese caso, dispondría de la segunda para rematar su intención.
- La verdad, no creo que sea capaz de hacer algo así… me parece una locura pensar que…
- Precisamente Marcos, de “locura” es de lo que te estoy hablando, el Doctor Uriach ya la ha dado por perdida, y…
- ¿Uriach ha desestimado su caso…?
- Sí, hace ya un par de meses me advirtió que la esquizofrenia podría apoderarse de ella, y ahora...
- Entiendo tío, caray…, bueno, disculpa yo no imaginaba que… Y dime… ¿Donde has dejado esa pistola con dos balas? ¡Se la habrás quitado! ¿No?-
- ¡Sí! No te preocupes…, hoy a primera hora he ido a casa de mi suegra con una excusa tonta y la he vuelto a guardar en su sitio. Me he deshecho de las cajas de munición para impedir que haga una locura, pero no estoy tranquilo…
Viendo su expresión mientras escuchaba, aproveché para relajar mi estado de ánimo, y mi tono de voz se cargó de dramatismo.
- Carmen sabe desde pequeña donde guardan las llaves de ese armario, ¡Ya la ha cogido una vez Marcos! y si no es con la pistola será con otra cosa, yo qué sé…, tirándose por la ventana…o como sea, no quiero ni pensar que...
- Bien y… ¿Qué quieres de mí? ¿Por qué me cuentas todo esto?
- Marcos, tienes que ayudarme a conseguir el permiso para que prueben el fármaco con ella. Solo eso puede ayudarme a recuperarla. Sin ella, yo… no sé…
- Vamos venga hombre, qué son esas lágrimas… precisamente ahora estamos en fase de selección de candidatos, ¡Anímate! No creas que es fácil encontrar gente dispuesta a perder sus recuerdos. No habrá ningún problema para incluirla en la lista.
- Pero, lo habréis probado ya con alguno, ¿No?
- Sí, hombre sí, la dosis funciona a la perfección. El problema es que los recuerdos tratados son irrecuperables, y antes de administrarlo, debemos explicar muy bien a los voluntarios el riesgo que corren.
- Entiendo pero entonces… ¿Necesitaremos su consentimiento?
- Sí, por supuesto que sí, no podemos ir contra la ley.
- ¿Y si le dictaminasen enajenación mental? ¿En ese caso...?
- Podemos esconder lo de su estado psíquico… pasarlo por alto en los formularios de acceso, yo… yo mismo le haré la entrevista si es necesario. Pero ella debe dar su consentimiento, si no, no lo hacemos. No quiero acabar en la “trena” por un tema así, sería demasiado arriesgado para todos.
Aquella misma noche hablé con ella y accedió de inmediato. No dudó ni un momento en apartarse de la tortura de sus recuerdos.
Por fin una mañana, al límite de sus fuerzas, con la mirada perdida, y una sonrisa deformando su llanto, conseguimos que Carmen firmara los documentos que nos permitieron administrarle la inyección.
Entre Marcos y yo, calculamos todo a la perfección:
La dosis vació su conciencia de los recuerdos acumulados desde los veinticuatro años, esos cinco años de vida, con sus embarazos y sus muertes, desaparecieron de la memoria para no volver nunca más.
En aquel momento de nuestro pasado, casados pero sin hijos, ella había terminado la carrera de magisterio y yo, desaproveché la oportunidad de ir a trabajar a Canadá para unos laboratorios farmacéuticos con los que todavía podía contactar, así que, me las arreglé para conseguir una plaza en la delegación de Vancouver, y simulé ante Carmen, que había aceptado la plaza.
Durante los tres meses que ella estuvo convaleciente en el hospital, tuve tiempo de confabularme con los amigos y parientes más cercanos para que nunca le volvieran a recordar ese período borrado de su memoria.
El resto fue puro trámite: vendí todas nuestras propiedades, compré un coche, localicé una casa en un pueblo cercano al trabajo, y realicé las gestiones necesarias para conseguir los permisos de residencia canadienses.
Todo estaba funcionando a la perfección, por fin, empecé a confiar en nuestro destino.
Cuando despertó en el Hospital Militar, Marcos le explicó que había caído en una amnesia temporal producida por un accidente de motocicleta, y su madre empezó a visitarla como si todo fuese normal. El equipo de psicólogos se las apañó para explicarle que la diferencia en el calendario era producida por su pérdida de memoria y por la confusa percepción sobre el tiempo y el entorno que todo traumatismo amnésico produce.
Tres meses de tratamiento psiquiátrico intensivo, y la administración de placebos a modo de falsa medicación, obraron el milagro; Carmen, recibía el alta para marcharse conmigo hacia nuestro esperanzador futuro.
En Canadá todo fue maravilloso, su sonrisa y sus contagiosas ganas de vivir no tardaron en reanimar mi carácter de forma definitiva, ella parecía más joven que nunca, irradiaba belleza por los cuatro costados, y junto a su vitalidad y mis esperanzas, transcurrieron seis años mejor de lo que había podido planear.
La sinceridad del amor que me procesaba fue el mejor antídoto para olvidar la imagen de mis hijos, ella era todo cuanto un hombre puede desear. Regresaba del trabajo con la necesidad de poseer su cuerpo; me dormía cada noche esperando que se acurrucara a mi lado para hablar, jugar y reírnos como dos niños sin preocupación alguna; me sentía estable y seguro al ser partícipe del amor que ella sentía hacia mí y así, disfrutando como locos de nuestra propia compañía, conseguimos recuperar la felicidad perdida.
Cada día estaba más orgulloso de la decisión que había sabido tomar, no habíamos sentido la necesidad de volver a España durante todo el tiempo que estuvimos allí, pero hace unos días, recibimos la llamada de los tíos de Carmen anunciando la muerte de su madre; - su corazón estalló sin previo aviso- nos dijeron entre llantos, y regresamos a Barcelona de inmediato, para asistir a su funeral.
Habíamos decidido quedarnos en su casa para dedicar la siguiente semana a arreglar todos los papeles de la herencia, y por primera vez en seis años, volvimos a pisar el hogar que la había visto crecer.
Mientras regresábamos del sepelio hacia la casa, Carmen se sentó dándome la espalda y, sin decir ni una palabra durante todo el trayecto, se desmoronó en llanto.
Al llegar, se fue directamente a su habitación, y yo descargué las maletas sin atreverme a molestar.
Hacía años que no la veía en aquel estado y no tuve fuerzas para darle consuelo.
En la butaca del salón, miles de recuerdos se apoderaron de mí, recuerdos escondidos en la recámara de mi consciencia, dolorosos y tiernos recuerdos junto a mis hijos en aquel salón familiar.
Me sobresaltó la puerta de la cocina cuando Carmen entró en ella.
-¿Estás bien cielo?- le dije incorporándome ligeramente en el sillón.-
- Sí, ya estoy mejor, solo necesitaba estar a solas un rato… voy a preparar algo de cenar.
Desde la cocina, su voz me hizo llegar una pregunta inquietante:
- ¿Sabes con quién me he encontrado hoy en el funeral, cariño?
- No, mi vida, ¿Con quién?
- Con un tal doctor Uriach.
Ese nombre hizo saltar todas las alarmas en mi cabeza:
¡El maldito doctor Uriach! ¡Claro! ¿Cómo se me había podido pasar por alto algo así? Después de tratarnos a mí y a Carmen, estuvo atendiendo también a su madre de unos leves trastornos de menopausia y él, no sabía nada de la inyección amnésica. En su momento, pensé que pondría problemas si le pedía permiso para administrársela, y ahora, mi mujer se lo acababa de encontrar cara a cara.
- ¿Me has oído cariño? Aquel tipo me ha dicho que se llamaba Uriach.
- Si mi vida, me suena ese nombre… Ah, ya sé, ¿No era uno que visitaba a tu madre de no sé qué trastornos?
- Sí, eso me dijo.- Su voz calló por unos segundos mientras un sudor frío se apoderaba de mi cuerpo.-
Sentí miedo de perder todo lo que habíamos conseguido en aquellos años y esperé sus preguntas para descubrir algo más sobre la conversación que había tenido. Tenía claro que yo no debía llevar la iniciativa, si se daba cuenta de mi interés, podía echarlo todo a perder.
- ¿Cariño…?- me increpó, quedándose a la espera después de decirlo.
- Dime cielo.
- Ese hombre se extrañó al ver que no le reconocía, dijo, que yo había sido paciente suya después del accidente. ¿Es del equipo de Marcos?
Esas palabras me tranquilizaron, Carmen, había mal interpretado el accidente al que se refería Uriach, y sin pensármelo dos veces me levanté para cerrar el tema:
- Uhmm ¿Estas hirviendo pasta? Que bien, estoy hambriento…- dije mientras masajeaba sus hombros para quitarle trascendencia al tono. –Sí mi amor, creo que sí, posiblemente era uno de los que estaban con él cuando lo del accidente de moto. Es normal que no lo recuerdes, la amnesia te dejó un poco trastornada los primeros días.
Aquel desafortunado incidente hizo que acelerara los trámites con los abogados, me encargué personalmente para acabar rápido con nuestra estancia en Barcelona y evitar, con ello, mayores problemas.
Durante tres días me tuvieron de aquí para allá rellenando impresos y pagando certificados, y por fin, lo arreglé todo para partir en las siguientes veinticuatro horas.
Hoy al llegar a casa Carmen me esperaba, más guapa que nunca, en el centro del recibidor.
Bajo el maquillaje, el brillo de sus ojos me hizo ver que había estado llorando, y cuando quise acercarme a ella, el tono de su pregunta me detuvo:
-¿No pensabas contármelo nunca, verdad?- por un momento, todo aquello me confundió.-
-¿Sabes qué es esto…? Es el diario personal en el que mi madre anotaba todo cuanto sucedía en su vida. Lo apuntaba todo cariño, absolutamente todo... Ayer, después de nuestra conversación sobre Uriach empecé a hojearlo...
La primera bala, quedó incrustada en mi estomago al acercarme a ella para intentar hablar. La segunda, está a punto de salir de la pistola de su padre para atravesarme el corazón sin el más mínimo margen de error.
Mientras ella sigue de pié a unos metros de mí, sosteniendo el arma en una mano y un viejo cuaderno en la otra, con voz calmada y lágrimas en los ojos, demora su última bala preguntándome detalles sobre nuestros hijos: el tono de su llanto en el parto, las primeras palabras, el sabor de los besos, el olor de su pelo, o la magia de sus risas.
Detalles guardados en mi memoria, muy dentro del corazón que su instinto maternal está a punto de reventar.
Detalles prohibidos de los hijos que, por mi culpa, nunca llegó a conocer.
Shaitán.
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