Soy una moneda de veinte duros, de las de antes, de aquellas que tantas veces han tenido ustedes en sus manos. Pero no se confundan por favor, no me tachen de vulgar, yo soy una moneda de cambio y nada tengo que ver con el resto: quien me posea, verá cambiar su suerte de manera implacable.
Acuñada ya hace tiempo por la Real Casa de la Moneda, salí de sus prensas con el dorado tono, que millones de hermanas mías le daban al techo del tercer pabellón mientras nos deslizaban por las cintas transportadoras y nos embalaban en paquetitos de a veinte.
Fue un ligero terremoto con epicentro en Alcorcón el que me hizo caer de la línea productiva, consiguiendo que rodara por el suelo hasta llegar a los pies de Alfredo, aquel tímido celador nocturno que al principio no advirtió mi presencia, limitándose a fruncir el ceño alertado por la imperceptible alarma de su desequilibrio pasajero.
Pensé que ya nunca más volvería a verme cuando puso su zapato sobre mí, pero la planta de sus pies era más sensible de lo que yo imaginaba y, dos segundo después, la pinza de sus dedos se estaba quemando contra mis caras de metal recién forjado. Su pulgar quedó grabado en el busto del Rey Don Juan Carlos, deformándole cráneo, nariz, y boca para darle el aspecto de un cabezudo enano circense con mueca irónica.
Nunca sabré si fue debido a la fusión de su carne con mi metal en ese percance, a la rara variedad del cobre procedente de ultramar que utilizaron en mi forja, o a las dos cosas a la vez, pero desde entonces, una extraña fuerza en mi interior consigue cambiar el destino de todos aquellos que me poseen.
La baja de tres semanas que el doctor concedió a Alfredo, le fue de perlas para que se atreviera a escribir aquella carta de amor con la que se ganó los favores de Mercedes Duandi, una cabaretera del tres al cuarto que rasgaba su alcoholizada voz junto con la ropa, cada vez que se desnudaba en un localucho de dudosa reputación. Alfredo relacionó su buena estrella con mi accidente, y quiso guardarme en un lugar especial de la cartera. Y allí me quedé yo durante unos meses, incrementando los éxitos sociales y económicos de mi sorprendido dueño hasta que, separándole de mí y de muchos billetes más, le robaron cartera.
Fue en un motel para enamorados sin cama, de los de mil pesetas la hora, donde, distraído por los sabios contoneos pélvicos de su amada, no supo advertir la presencia del Dedos, un ladronzuelo al que el azar nunca quiso acompañar.
No la supo advertir Alfredo claro, porque la Duandi, aposentada en cuclillas sobre el timado, tuvo tiempo de dedicarle un guiño al ladrón justo antes de comerse a besos a aquel pobre incauto, que cerró sus ojos para olvidarse del mundo y disfrutar del sacacorchos más húmedo que nunca Judas le hubiese sabido dar.
Después de entregarle la mitad del oneroso botín a la corista, me sacó de la cartera para depositarme en la montaña de monedas y billetes que, ante su propio asombro, empezó a ganar en aquella clandestina partida de poker.
Estuve casi veinte horas viendo como uno a uno, los jugadores llegaban, ocupaban una de las sillas vacías, bebían, se despeinaban, y desaparecían arrastrando sus perdedores pies. La dentadura de mi nuevo propietario mordía sin cesar el puro apagado y maloliente que solo separaba de su boca, con un hilo de saliva, para apoyarlo en el cenicero cuando el tahúr recogía sus ganancias del centro de la mesa.
Por fin, sus pegajosos dedos me insertaron directamente en el prieto escote de Maribel, la camarera que servía cervezas. Todavía me asusto cuando recuerdo como se sacudieron sus flameantes carnes, desde las pantorrillas hasta la papada, tras aquella sonora palmada que el Dedos le arreó en el trasero. Salí volando de entre sus ánforas al tapiz de la mesa de billar, donde Miguelón, el propietario, me encontró al día siguiente.
Luego quedé perdida, entre muchas más, en el bote de propinas de donde su muy amada mujer debería sacarnos después de robarle los ahorros para largarse con un psicólogo argentino, echando por la borda la armoniosa y tranquila vida de Miguelón con aquel malintencionado “hasta nunca” que le dedicó antes de marchar colgada del brazo de su nuevo amor.
Todo en aquella seductora mujer era digno de admiración, el poder narcótico de su perfume, que impregnaba aquel bolso donde me escondió, el grácil vaivén con que sus caderas me trnasportaban calle abajo mientras todos los ojos se clavaban en ella, y la delicadeza de sus manos al depositarme en la gorra de aquel músico callejero, justo antes de que se partiera la cuerda del violín que debía desgraciar su dulce rostro de por vida.
Con él viajé muchísimo, sin salir de los desgastados pantalones saltamos de tren en tren hasta llegar a Barcelona, donde volví a ser depositada en su humilde gorra, deleitando mis oídos con aquellas magistrales melodías. El alegre tintineo de las nuevas compañeras de viaje que iban cayendo a mi lado, se detuvo ante la oferta de contrato de aquel caza talentos discográfico le hizo al joven. La misma tarde fui cambiada en la Pensión Lolita por una semana de habitación con vistas al oscuro patio interior.
Desde mi llegada, el nombre del establecimiento pareció hecho a medida para la hija del propietario. Una, hasta entonces, angelical y arropada muchacha, que me metió junto con sus objetos personales dentro de la caja de zapatos guardada bajo la cama.
Más que un lecho, aquello empezó a parecer una pista de baile, los clientes del establecimiento pasaban clandestinamente por ella de dos a tres veces al día, y algunas noches hasta apuraban su sueño allí.
Me quedé un año metida en ella, viendo como todas las razas de aquella cosmopolita ciudad se beneficiaban a tan desenfrenada niña que, cuanto más probaba, más quería repetir.
Al principio la cautela le libró de ser descubierta por su progenitor, pero una noche, los convulsivos gritos de pasión, que invadían aquellos encuentros cargados de frenesí, la acabaron delatando. Y fue a dar con los azotes de su trasero contra las húmedas aceras del otoño barcelonés, desheredada y con las pocas pertenencias que pudo recoger.
Junto a la muñeca de trapo y a las satinadas tapas de aquel diario infantil, yo, su desfigurada moneda, le acompañé durante días de portal en portal y de burdel en burdel, dormí con ella bajo las barcas de la playa, paseé sin rumbo por el rompeolas buscando la roca más alta de la que saltar. Y, por fin, descansé a su lado en las entrañas de mi nuevo propietario.
Desde que abandonó su casa, no pudo encontrar más reposo que el de la muerte en el mar.
Hoy, los científicos no entienden la causa que está matando al Mediterráneo, no logran compensar la desaparición de sus especies ante el colapso de sustancias venenosas que se vierten él, les parece incomprensible el origen azaroso de tanta catástrofe ecológica a la vez, los países que se bañan en sus aguas están generando conflictos que amenazan con la estabilidad mundial, y ante todo esto, el caos domina ya el ecosistema marino de forma definitiva.
Mientras, a varios metros de la superficie, resaltando con brillantez entre un lecho de apestosa arena, la mueca irónica de un deformado rey, sigue sonriendo.
Shaitán. |