¿Que por qué un hombre como yo lleva un turbante en la cabeza? Cualquier otro día os hubiese contestado con un montón de evasivas, pero en lugar de eso, os voy a contar la verdad.
Nací en un pueblucho encantador, al este de la sierra. Como imaginaréis jamás vi el mar.
Mi edad poco importa, pero aún recuerdo aquellas obsesiones de infancia que siempre quise cumplir.
Cuando algo me atraía, lejos de querer poseerlo, prefería transformarme en…, intentando por todos los medios imitar el comportamiento de cualquier cosa que se clavara en mis deseos: ser la pulga del escuálido circo de pulgas que mi vecino Antonio transportaba de portal a portal para ganarse unas perras gordas, la flecha del arco de Julio con el que tantas veces me había intimidado volviendo de la escuela, o el pañuelo azul de Margarita la pecosa, que de tanto lucirlo anudado en su garganta, había conseguido empinarle las puntas de tal modo que colgaban de su hombro como dos ganchos de carnicero.
Recuerdo que lo que más me costó fue el intento de ser sirena. No de esas que lucen cola y melena, esas hubiesen sido fáciles de plagiar, yo me obsesioné con la sirena de la única caja de ahorros que había en mi localidad. Todavía recuerdo los mazazos que me arreaba mi padre de madrugada cuando me disparaba a berrear con aquel estridente sonido que tan bien sabía imitar. Como los callos de sus dedos desencajaban a golpe de razonamiento el oxidado resorte que mantenía la acelerada vibración de mi voz.
-Has tenido que ir a parir al tonto del pueblo - le repetía a mi desesperada madre con aquella quejosa voz con la que siempre me acababa dejando por inútil.
-Este niño es tonto perdido, es una maldición caída del cielo. ¿Qué he hecho yo para merecer esto…? -
Supongo que el cielo poco tenía que ver con mi natural entusiasmo para intentar mimetizarme con todo cuanto despertaba mi interés, yo siempre lo he atribuido a algún raro instinto de supervivencia heredado de mis ancestros, a algún don singular que poseía mi familia para evolucionar de forma paralela al resto de la especie.
Sin ser parte de la explicación que os estoy dando sobre el turbante, añadiré sin complejos, que en toda mi vida me he enamorado una sola vez, de la hermosa trapecista que se cayó en la carpa de aquel circo cuyo nombre nunca conseguí pronunciar. A decir verdad, me embelesaron sus axilas, el vello de sus axilas para ser exacto, ese pelaje negro y lacio que se erizaba como un cepillo cada vez que tensaba los potentes músculos de sus brazos. Recuerdo con ternura como, bañado en sudor, cambiaba su tonalidad del negro oscuro que lucía a palma abierta en los saludos iniciales a un azul tornasolado que me fascinaba.
Esa mujer fue la que consiguió que nunca más me interesara por el sexo, cuando al verla salir del hospital al cabo de unos meses, comprobé que se había depilado completamente los sobacos. Tal percance impulsó todavía más mi apetencia hacia los objetos.
Retomando mi confesión hacia la pregunta que me formulasteis, debo aclarar que no he vivido siempre en aquel pueblo, sería del todo imposible desde que hicieron el pantano. No recuerdo con cuantos objetos fascinantes me he cruzado durante el transcurso de mi vida en el campo, pero con los años, cada vez me costaba más centrar mi deseo en uno. Ahora es agotador luchar para no volverse loco intentando ser exactamente igual a varias cosas distintas a la vez.
En los pueblos de la sierra, lo más destacable era la cruz de la iglesia, y con esa nunca me llevé bien, pero al llegar por primera vez a una gran ciudad, me he dado de bruces con cientos de diseños nuevos y atrayentes que seducen mi mirada a cada paso que doy: logotipos comerciales, muebles urbanos de diseño, automóviles de última generación, complementos para el hogar expuestos de forma tentadora en los escaparates, bolsos, zapatos puntiagudos, miles de entes engendrados para llamar la atención por encima de los demás, para cautivar con sus formas, para enloquecer mi obsesión. No os podéis imaginar la ansiedad que sufro al contemplarlos, como todos ellos despiertan en mí las más enfermizas ganas de fundirme con su esencia y de absorber hasta el último rasgo de su personalidad.
Anduve como un loco durante días tapando mis ojos, buscando un lugar en la urbe donde el impacto de sus siluetas desapareciera de mi vista No me preguntéis cómo llegué entre tropezones y pitidos a esta magnífica playa, pero mirando al mar conseguí evitarlos.
Llevo cinco semanas aquí sentado, la tercera caí de espaldas viendo ahora el cielo, y supongo que este va a ser el último día de mi atormentada vida, sin agua, sin comida y con este sol arrebatador, he aguantado más de lo que mis fuerzas pueden ya soportar.
Ah, por cierto, vuestro querido turbante me lo dio un magrebí que pasó por esta playa y, viendo las ampollas que lucía ya mi calva, me lo encasquetó de un manotazo. Dijo algo que no alcancé a entender, pero el tono parecía burlesco: mofas y risas silbantes, como hablándole al tonto del pueblo.
Shaitán.
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