Por el día, sin embargo, cabizbaja, solía esperar a mi perro que corría tras las moscas que le salían al paso, mientras yo me protegía del sol, que imperturbable, me besaba hasta las entrañas, cociéndome como un cangrejo en agua hirviendo.
Siempre llevo el sombrero de paja que me regalaste. Sigue siendo tan grande y tan apropiado como todo lo que tú eras. Cuando miro al suelo, mientras voy caminando bajo un sol de justicia, veo su sombra extendiéndose hacia delante y me digo que eres tú, escondido tras un vástago de tiempo que se interpone entre ambos, juguetón, sin saber que yo te extraño cada instante y que lo que hace no tiene ningún objeto para mi ánimo. Entonces, cuando casi voy a pararme y decirle eso que pienso, escucho una brizna cercana, quebrándose bajo el sol que quema los campos, y recuerdo que te fuiste a no sé qué sitio, quizás donde ese mismo sol me agota y me somete a su fuerza, haciéndome un pulso en cada camino que recorro sin ti.
No sabe acaso, el tiempo, que no hay nada que se pueda robar cuando un amor se ha erigido como una sombra en el valle. No sabe acaso que, un amor, no sabe del tiempo, no sabe del sol, no sabe... del infierno. No, creo que aún no lo sabe.
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