Brígida preparó su vestimenta para aquella noche tan especial. Era un largo vestido de seda negro que hacía juego con su exuberante cabellera negra y que contrastaba espectacularmente con su faz blanca como la leche. Ataviada de ese modo recordaba a las bellas novias del Príncipe de las Tinieblas, con esa aterradora sensualidad de dientes afilados y esa dulzura que parecía desdecir su siniestra estirpe. Sonrío, sin evitar sentir un escalofrío. La personificación de esa mujer misteriosa le sentaba a las mil maravillas, pero había algo que le helaba la sangre.
Como toque final, tanteó su dentadura, en donde se destacaba pavoroso ese par de enormes colmillos que desfiguraban la pálida hermosura de la chica. Por último pintó sus labios con un carmín negro y le dio un ligero toque de polvo a su ya albino rostro.
Buscó entre sus discos aquel tema entre sensual y terrorífico que la transportaba a misteriosos parajes, la música se arrastraba con esas cadencias que, ora la sumergían en la noche placentera, ora se espeluznaba al encontrarse perdida entre sórdidos panteones y unas cuantas notas más allá, yacía en brazos de un hombre hermoso que la seducía con arrobadoras palabras para, finalmente, profanar su cuello con besos y mordiscos.
Brígida aguardó con nerviosismo las solemnes campanadas del reloj de pared. A medianoche, esos sonidos profundos despertaron su instinto. Entrecerró sus ojos claros ribeteados de negro, abrió su boca y bebió de un sorbo el líquido rojo como sangre que regurgitaba en la elegante copa.
Después, se inició la carnicería, primero fue Pedro, quien supo de aquellos filosos colmillos horadando su cuello blando, más tarde Rosario, que con sus enormes ojos abiertos de par en par aguardó aquella sanguinaria estocada, Ernesto, Felipe, Gioconda, todos ellos fueron pasto de aquel voraz apetito.
Ahita, sonriendo suavemente, Brígida se tendió en el enorme diván y esgrimiendo la copa de rojo contenido, la sorbió con delectación. La macabra faena había sido fructífera y aquellos seres yacían despanzurrados en el piso.
Al día siguiente, la madre de Brígida retiró la copa que se había derramado sobre la alfombra. La chica dormía plácidamente en su habitación. Era domingo, día de descanso. Rezongando, la mujer recogió una a una a las víctimas de la muchacha y las apiló en una caja. Después, se dedicó a limpiar las huellas dejadas por la granadina en la mullida alfombra. La blanca prótesis con aguzados colmillos, fue a parar al tacho de la basura…
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