Me acuerdo de un vestido de cuadros escoceses que siempre me ponía con medias verdes y zapatos castellanos.
Me veía tan guapa con él, tan favorecida que aquella nochevieja me lo puse para ir a una fiesta privada que daban nuestros amigos Alberto y Jaime en su casa.
Mi padre me permitió ir porque era al lado de la nuestra. Yo estaba emocionada, al fin y al cabo no siempre se tenía la ocasión de poder ir a un “guateque” con trece años.
Una rayita negra en los ojos, y un poco de brillo en los labios hicieron que sonriera satisfecha delante del espejo de la entrada.
Vino mi amiga a buscarme después de las uvas, y muy bien abrigaditas, con nuestras trencas, cruzamos la calle para ir al cotillón de los mayores.
En el picú sonaba James Brown.
Nosotras tímidas y sonrojadas, con nuestros vasos de coca cola bien agarrados, movíamos los pies al ritmo de la música.
Mirábamos, sin atrevernos a mezclarnos demasiado con tanta gente vestida de fiesta que reía y brindaba por el nuevo año.
Al poco cambió la música. Los Beegees entonaron su Massachussets y Jaime se acercó a mí para invitarme a bailar.
Era la primera vez que bailaba un lento, y él era tan alto…
Me cogió de la cintura y me puso encima de sus inmensos pies, y así, con mi cara muy pegada a su pecho, bailamos minutos interminables que me ayudaron a tocar el cielo.
A las tres de la madrugada, como en un cuento, el hechizo se desvaneció y tuvimos que volver a casa.
Durante un año entero, cada vez que me ponía el vestido de cuadros escoceses, era capaz de sentir el olor del que me pareció mi primer príncipe encantado.
Años después, aún cuando Jaime y yo nos cruzábamos por la calle, él empuñando su portafolios de ejecutivo y yo empujando el carrito de mi primera hija, una sonrisa cómplice nos unía en un guiño a la vida.