Él



Había nacido de lluvia, acunado en truenos, alumbrado de relámpagos, mecido por vientos acariciadores y amado por pasos clandestinos en las noches largas de silencio en la casona. Le habían bautizado con el nombre de José pero ninguno pronunciaba ni su nombre ni los distintos diminutivos posibles. Se referían a él como él. Simplemente.

Cuando él se convirtió en un niño ansioso de juegos, de risas, de correrías, abandonó los amplios corredores y salones de la casa de hacienda y se refugió en la cocina y la despensa, en los cuartos de los criados y en los establos. Se refugió en las faldas de la nana y acompaño su paso al ritmo de los del indio Jesús María mientras su hermano mayor, adusto y triste, lo miraba desde la ventana del siempre solitario dormitorio.

Una mañana, nadie supo como, él se perdió en el río. Lo buscaron a caballo por la orilla, a canoa por las aguas, a remo en las profundidades y a gritos por el bosque. Tres días después lo lloraron sin cuerpo, inconformes de nunca más verlo. El adusto y triste hermano sonreía con la complicidad de los secretos y cada noche lo visitaba en el fondo del pozo, el viejo pozo de corrientes cristalinas.