Casi lloro, Amanda, cuanto te escuché cantando. Pero mi llanto no se atrevió a enturbiar el sonido de tu voz. En vez de eso, se deshizo al calor de tu canto y cayó silenciosamente por mis mejillas.
Escuché extasiado tu voz, un segundo, una hora, no importaba; el gentil placer que me embriagaba hizo de ese momento tan eterno y tan efímero, que el tiempo no significaba nada, y luego callaste cuando viste que escuchaba, y tu rostro enrojeció y entonces te amé con locura, con paz, con júbilo, no lo sé. Te vestiste lentamente, como si me dejaras despedirme de tus formas desnudas, y el sol se asomó por la ventana.
Por un pequeño momento mi felicidad era completa, y antes que lo supiera, desayunábamos en la terraza. La mañana todavía era fría y las hojas de otoño bailaban deslizándose por el viento, jugueteando. Tu café es dulce y salpicado de recuerdos, y mi pan tostado no esta ni muy tostado ni poco.
Un rato después estábamos leyendo en el jardín, escucharte leerme poesías y sentir tu cabecita en mi pecho mientras te leía, hizo parecer como espejismos infantiles mis problemas, y así pasó ese día eterno de otoño en tus brazos, leyendo, hablando, discutiendo del cielo y de la tierra y caminando por la playa, y besándote.
Finalmente el sol volvió a hundirse entre las olas, y las estrellas se encendieron en la negrura aterciopelada de la noche. Centenares de estrellas tiradas sobre nuestras cabezas, y me preguntas sus nombres.
Y en la impenetrable oscuridad del dormitorio, Amanda, acompasados sólo por las olas y el viento, te hice el amor hasta el agotamiento, te besé hasta el delirio, y quedé dormido en tus brazos sudorosos que me aprisionaban contra tu pecho, hasta que sólo hubo silencio, y el delicioso calor de tu cuerpo.
|