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Oliverio tenía la manía de ser demasiado previsor. Si reservaba entradas para el cine compraba dos, por temor a algún extravío y si lo acompañaba su mujer, entonces adquiría cuatro. Para el dolor de cabeza, se tomaba un concentrado de pastillas con el objeto de prevenir cualquier otra dolencia. Todo lo suyo se doblaba por esa manía de adquirir demás.

Esa noche, recién acababa de cenar cuando un agudo dolor en su estómago le hizo gritar. Su mujer, muy preocupada, llamó de inmediato a su doctor pero éste se encontraba fuera de la ciudad y no quedó otra alternativa que llevarlo a un centro de urgencia.

Quedó de inmediato hospitalizado ya que le diagnosticaron una peritonitis que demandaba una operación en ese mismo momento. Antes de ingresar a la sala de cirugía, Oliverio alcanzó a decirle a su mujer que pasara lo que pasara el regresaría a acompañarla. Ella sonrió y lo acarició con todo el amor que le profesaba. Ambos se habían casado a la temprana edad de dieciocho años y eran ya treinta los que habían compartido en un matrimonio al cual no habían llegado los hijos, quizás por qué extraño designio.

Lamentablemente la operación fue tardía puesto que el organismo de Oliverio ya estaba horriblemente infectado y antes de fallecer, susurró al oído de Adelaida, su mujer: -“Regresaré querida, regresaré…”

Inconsolable, su viuda se entregó a la penosa tarea de vestirlo, le colocó una de sus tres camisas blancas con rayas celestes y la corbata de seda gris que lo hacía ver elegantísimo, una de las cuatro que Oliverio se había comprado idénticas. Después lo arropó con uno de sus dos hermosos trajes azules que tanto le sentaban, le colocó sus botas de charol, de las que tenía otros dos pares, peinó sus cabellos como el siempre lo hacía y cuando terminó su tarea, se arrojó sobre la cama para sollozar desconsoladamente. Aquel, su hombre, yacía lívido junto a ella, ya no habría más conversaciones hasta la medianoche, nunca más esas manos cálidas sobre su talle, ni siquiera un miserable beso de despedida.

Más tarde, los de la funeraria realizaron su oficio con la mayor naturalidad. Envolvieron dignamente a Oliverio en una sábana y lo trasladaron a su sobrio catafalco. Como el difunto era más bien delgado, rellenaron el féretro con cojines y frazadas en desuso para evitar que cambiase de posición debido al movimiento.

Sus honras fúnebres fueron realizadas en una modesta capilla a la que acudieron todos los vecinos. Oliverio era muy querido por ese carácter afable que siempre le distinguió y que le hizo granjearse multitud de amigos. Adelaida sufrió varias crisis de llanto, dos desmayos y un ataque de histeria cuando el féretro fue depositado en la fosa.

Esa noche, fue espantosa para la mujer, desvelada, con la imagen latente de su esposo en su mente afiebrada, no bien cerraba sus ojos, le veía sonriente y apuntando su dedo flaco hacia ella. –Regresaré- decía, con una voz fantasmal, un susurro casi, que a Adelaida le helaba la sangre. Ella comprendió que era necesario descansar y se levantó para tomarse un somnífero. –Regresaré, querida, regresaré-escuchaba en su mente y veía a esa especie de espantapájaros flaco sonriéndole con sus atavíos de muerto.

La pastilla no le hizo mayor efecto y sudorosa y sin poder conciliar el sueño, tomó una Biblia que guardaba en el cajón de su velador y la abrió al azar. Era Apocalipsis 20 y decía lo siguiente –“Y ví a los muertos, grandes y pequeños, de pie delante del trono; = fueron abiertos unos libros, = y luego se abrió otro libro, que es el de la vida; y los muertos fueron juzgados según lo escrito en los libros, conforme a sus obras.” Un escalofrío de espanto la hizo saltar de un respingo. Necesitaba sosiego. Comenzó a rezar un padrenuestro, su corazón bombeaba sangre contaminada por el terror, era un enloquecido engranaje ya casi fuera de todo control. –“Regresaré, regresaré”- la voz del difunto parecía querer materializarse en algo sólido. Espantada, tapándose los oídos en un vano intento por no escuchar aquello que no era sonido, corrió hacia la puerta de calle. Al abrirla, la golpeó una brisa tibia. Entonces las vio: al trasluz de una mortecina luz de un farol, cuatro sombras que parecían transportar algo pesado, se acercaban con paso lento a su casa. Cuando estuvieron más cerca suyo, pudo ver, con el terror pintado en su rostro, que lo que portaban era un negro féretro. La voz de su mente susurró una vez más: -Regresaré querida, regresaré… Fue demasiado, esa máquina que bombeaba sangre mezclada con la intraducible química del miedo más espantoso, ya no pudo soportar la tensión, la sutil cuerda que ata precariamente a los cristianos a esta existencia se cortó irremediablemente y ella quedó tendida en el rellano con sus ojos muy abiertos.


Dos féretros llegaron a esa casa. Uno de ellos transportó el cadáver de Oliverio y el otro quedó como testimonio de su ya inútil previsión. Aunque, de todos modos, ella no fue tanta porque en ese mismo sarcófago fue introducida más tarde la desdichada Adelaida, con el terror congelado en su rostro para siempre...






Texto agregado el 03-01-2005, y leído por 300 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
04-01-2005 Exquisito. Muy previsor, el cuentero, que cuida los detalles del relato del principio al fin. Un abrazo * neus_de_juan
04-01-2005 Jejeje, muy bien descrito el terror; es una buena historia. Saludos. Nomecreona
04-01-2005 Bueno de verdad, con un fino toque de humor y emparejado, por la afición de Oliverio de comprar todo de a dos. Un abrazo y * graju
03-01-2005 Bien me gusto. morse
 
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