La arboleda lamía el recorrido de las nubes sumidas al paisaje; estabas allí rozando las instancias, cubriendo mis pupilas con tu imagen, aletargando esos silencios que me destruían con sus formas y sus fondos. Brillante, cauto, entrelazando los sonidos de la tarde con el murmullo de tus manos, suave, viril, alejado de cualquier otro mortal, intacto, apacible. Y el cielo caía como una emboscada al territorio de mi piel, en un aleteo que me doblegaba expectante. Con los días tu sabor se iba gestando en mis entrañas, como una espiral de fuegos circunscripta a las palabras, ardiente, lejana. Entonces me refugié en la melodía de tus frases para mecer el eco de mis letras, en el bosquejo de tu cuerpo y el encanto, en ese equilibrio de tu mente ejecutando sensaciones, en vos, como una silueta desprendida de los Dioses, en mí, albergada en este puerto del Atlántico, bajo una concordancia tácita dibujada en los espacios. Detrás, la luna gemía lágrimas de ensueño reflejada en cada rostro, fiel, testigo, encaramada al universo de otras vidas, mortal, deseosa, hilvanada en un fragmento de palabras desprendido con la aurora.
Ana Cecilia.
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