Suena el teléfono. Atiendo. Es la voz de un tío
al que no suelo frecuentar porque vivimos muy lejos el uno del otro, y el sentimiento que nos une no obliga a más que atender el teléfono.
Comenzamos una conversación que no durará
mucho y me anuncia, al pasar, la muerte de una prima lejana que no logro recordar.
-¿No te acordás del cumpleaños de No sé Quién?
Muevo cajones en el archivero de la memoria. Levanto algún expediente polvoriento y nada. Me agacho y abro un cajón y me sorprende la luz de un salón de fiestas con paredes decoradas con guirnaldas y lleno de voces y pequeñas risas. Entro en la escena cámara fotográfica en mano; mi ojo es el del objetivo. Detrás de una mesa larga, inclinada en su silla hacia la de otras dos chicas, y cuchicheando, está la susodicha prima. Es joven. Pelo renegrido, lacio, acariciando sus hombros desnudos. Por detrás se vé un globo que un crio acaba de perder y que, mientras se eleva hacia un límite que desconoce, saldrá en la foto. Ella, medio jugando a ser sorprendida, mira de reojo hacia la cámara y sonríe pícara. La escena se ilumina con el flash y queda congelada en la foto que, después de la charla con mi tío, buscaré y tendré entre mis manos tratando de abarcar ese pedacito de tiempo; esa foto llena de vida. Una vida que apenas puedo recordar cuando se cruzó con la mía y, sin embargo, hay cierta humedad traicionera en mis ojos cuando trago saliva y pregunto:
-¿De qué murió?