TEXTO DE LA PRESENTACION DEL LIBRO "HISTORIAS PARA UN BUEN DÍA", DEL NOVELISTA, CUENTISTA Y ENSAYISTA DOMINICANO MANUEL SALVADOR GAUTIER, LEÍDO DURANTE EL ACTO DE PUESTA EN CIRCULACIÓN DEL MISMO.
A MENCÍA NO LE GUSTA LA POESÍA.
Mencía, la niña que vivía en casa de un escritor, y que probablemente era su hija, opinó una noche sobre la poesía algo que me quedó grabado para siempre en el pensamiento. En esa casa acostumbraban a darse veladas a las que iban y venían autores leyendo poemas, cuentos, ensayos y otras formas de literatura. A la niña le preguntaron si le gustaba el cuento, y dijo que sí. Al interrogarla sobre la poesía, dijo: "La poesía no me gusta, porque en ella no sucede nada".
Es decir, que los poemas que leían esos poetas es muy posible que fueran de estos llamados versos innovadores donde lo dicho queda sólo en palabras, donde al lector no se le cuenta nada, donde se busca sólo que oiga palabras y palabras y palabras, como si su malabarismo fuese en sí algo valioso. Como si el relincho de un caballo bastara para satisfacer los deseos de una yegua, como si la a, la r, la b, la o y la l, fueran la palabra árbol. Y como si la palabra árbol fuese un árbol. Precisamente, la virtud del verdadero poeta consiste en lograr esa magia, la de que cuando se diga árbol, el espíritu pudiera trascender las letras, las sílabas, la fonía del fonema, y nos hiciese saltar de repente al árbol mismo, emocionados por su delicia y delirio, sintiéndolo como algo vivo y próximo, tan nuestro que consiguiera el escritor, si se lo propusiese incluso, que nos sintiéramos ser el árbol mismo.
Ahí reside la virtud, la maravilla, el encanto, el rapto, el transporte, de una buena literatura.
Si un texto logra eso, no importa que sea poesía, cuento, novela, ensayo, artículo, teatro o cualquier otro género o forma que los críticos hallaran para ubicarlo en la historia de la literatura. Que sólo para eso sirven los géneros literarios: para los críticos organizar y clasificar las letras en su diacronía y sincronía, en su movimiento temporal o espacial, quiero decir. Pero al lector, eso no le importa mucho. Eso apenas le importa tal vez para saber cómo pedir la obra en la librería o para saber en qué apartado de su biblioteca habrá de colocarlo con fines de que no le pase como a mí, que se me pierden los libros en ella por no tener los géneros claramente establcidos. O le es útil para responderle a su esposa en la casa o al que va a su lado en la guagua o el tren, si quieren saber qué tipo de cosa lee.
¿POR QUÉ GUSTA MÁS LA NOVELA?
Y si es así, se pregunta uno entonces, ¿cómo es posible que en estos tiempos modernos, finiseculares y princiseculares, después de haber pasado tanta letra bajo los ojos, la novela se venda y lea mucho más que el cuento? No obstante que se supone que éste es más fácil, que se adapta mejor a la rápida vida moderna, por breve, porque para divertirse no hay que seguir mañana leyendo la continuación de la historia, sino que se acaba ahí mismo, como un buen orgasmo, que no puede dejarse para continuar mañana.
¿Por qué se produce esta escalera bajante de los géneros, en que el cuento se lee más que el teatro y éste mucho más que el ensayo y éste mucho más que la poesía, la cenicienta de la literatura? Indudablemente que la respuesta, como casi todas las respuestas de la vida, tiene un buffet de razones, un banquete de explicaciones, un cóctel de causas.
Pero de entre ellas tenemos que poner como importantísima la imagen que la gente se ha hecho de todos estos géneros, generada por la evolución sufrida por ellos en el devenir de los años. Algunos, como es el caso de la novela, han ido renovándose positivamente, haciéndose más atractivos a la gente, más eficientes en su comunicación de valores, tanto artísticos como técnicos, tanto éticos como creativos, tanto humanos como filosóficos. Las exigencias de producción que supone la hechura de una novela, los requerimientos de extensión, de aplicación económica para publicarla, los factores comerciales que pululan a su alrededor, han hecho que el género tenga que responder a unos estándares de interés del público, que en algunos casos han sido degenerativos, la han hecho perder calidad en beneficio de las exigencias de ventas.
Pero en la mayoría de las veces, a mi juicio, la influencia del comercio sobre la novela ha sido positiva. La lucha por lograr un lugar, un nicho en la mente los lectores, la ha obligado a hacerse competitiva, y el resultado ha sido, como siempre en estos casos, una mejoría en la calidad. Se le ha aplicado a ella uno de los beneficios de la competencia mercadológica limpia, que es la de que la calidad del producto vecino nos obliga a mejorar la del nuestro. Así, los niveles de exigencia del lector de nuestro tiempo, de la masa moderna altamente informada, ha obligado a mejorar los atributos del producto literario. Con más calidad, entendida ésta como la conjunción del gusto del consumidor más el de las otras novelas y las expectativas de la época y los elementos en boga, armonizando el producto literario, con la visión escatológica, de largo plazo, con las claves de perennidad que nos dan los ejemplos clásicos. Es decir, la popularidad de la novela moderna se debe, entre otros factores, a una vuelta al espíritu de lo clásico, conduciendo la literatura a refugiarse de nuevo en los elementos que han permitido a los grandes textos permanecer por siglos y siglos en la preferencia humana.
Las artes que han ido alejándose de este arte de tocar la sensibilidad humana profunda, como ha ocurrido con una considerable parte de la poesía de los últimos años, han sufrido el fenómeno de la degradación, de la pérdida de calidad y de calidez, que en las letras no dejan de andar juntas. Esos poetas, con gustos de getto, de élites influenciadas por los técnicos de la lingüística, de la gramática, del estudio de los textos, de los filólogos, han ido creando o descreando un verso flaco de sentimiento y gordo de retruécanos, oscuro y complejo, convirtiendo el placer de leer en la lucha por descifrar. El deleite por lo escrito se ha convertido en una competencia retórica, en una licenciatura en verso, y eso pseudodivierte a una minoría que habla hermoso pero siente poco, que dicta cátedra en los salones teóricos, en los areópagos del significante, pero no en el jardín de los sentimientos, ni en el campo del significado.
LA ROSA ES MÁS QUE LA PALABRA ROSA.
Porque al llegar al jardín, sus ojos pueden ver pétalos, estambres, pistilos, tallos, polen, y con dificultad su olor, pero jamás podrán ver y vivir la rosa. Sus ojos cegados por las letras y las fórmulas y la preceptiva, jamás podrán entrar a ese misterio insondable por el que cuando la rosa de Franklin Mieses Burgos muere deja un hueco en el aire que no lo llena nada, o descubrir con Huidobro -tal vez sin usar los ojos para verlo- que lo importante no es hablar de la rosa sino hacerla florecer en el poema, o Borges, que estando ciego desde los 15 años pudo ver a los 70 que el valor de la vida está en que la rosa prodiga color y no lo ve.
Sólo aquellos verdaderos poetas, que conocen las raíces de ella, que han viajado a lo eterno y traído a nuestro tiempo sus secretos, escriben una poesía digna de ser buscada y leída por la humana especie, y requerida por los hombres de todos los tiempos y culturas.
La poesía fuera requerida y gozada en el libro de la misma forma que se goza en la declamación o cuando interna su lirismo en los montes del cuento o en las alcobas de la novela.
La vida que en sí misma debería de tener la poesía, la ha perdido por culpa de la mala imagen que le han dado los que han dominado los cenáculos y los tabernáculos de las letras, por presumir de que la buena poesía ha de ser difícil de entender, vacua, de logia, de zona prohibida al ojo sencillo del mortal que pueda aprovecharla mientras espera en un consultorio del médico o hace fila en un banco o descansa una prima noche luego de regresar el trabajo.
Algo parecido han hecho con el cuento, con el teatro y el ensayo. Los han sacralizado, los han divinizado, los han hecho entrar a la ciudad prohibida, y los lectores, que hasta los años 70 eran asiduos al cuento, fueron alejándose de él en la medida en que él se internaba en sus laberintos. Fueron abandonando el terreno tanto este se hacía escabroso, en que les dañaba las gomas del pensar, en que hacía patinar los sentimientos en un resbaladizo lodo abstracto que convertía el camino al trabajo en un dolor de cabeza mayor que las tareas que le esperaban todo el día, que les hacía pesada su siesta o su descanso de final del día.
SALVADOR GAUTIER SALVA AL CUENTO.
Pero autores como Manuel Salvador Gautier rompen estas limitaciones del tránsito por la lectura, porque en sus cuentos, el ojo rueda como goma en pista fina, sin riesgos de accidentes dormitantes, de aburrimiento tanto en el sentido de sentirse burro como en el de recostarse en la dejadez y la caída del libro de sus manos, en un rapto no de pasión y catarsis lectural sino de sustracción del interés por lo escrito.
Estos cuentos de "Historia para un buen día", reivindican la imagen del género. Lo hacen volver a sus causes en los que el lector cuenta a la hora de escribir. Porque sus 7 historias responden al buen gusto, pergueñan la psicología del lector y le encuentran el secreto a su gusto. No porque el autor busque acomodarse a determinados cánones para ser leído o vendido, que ese no ha sido el propósito de Gautier, ya que no vive de sus libros.
Lo ha hecho a la manera de lo que decían los viejos textos de management, al señalar que quien no sabe obedecer no sabe mandar. Es decir, quien no sabe ser un buen lector, jamás será un buen escritor. Quien no ha vibrado una noche entera sin poder soltar un gran libro de cuentos, de poemas o novela o ensayo de un maestro de las letras de cualquier tiempo, sin afán de lucirse en público, sino en auténtico gozo íntimo, no sabrá nunca ponerse en lugar del lector, y tocar sus fibras esenciales. Nunca será un buen escritor, su pensamiento no ha sido amarrado al libro por las sogas de pasión y encanto, sogas que no varían en el tiempo, pues lo que cambia es la forma y enfoque de los temas básicos que conmueven al humano.
Por eso, cuando uno lee a los escritores verdaderamente grandes, se nota cómo han leído a los otros grandes, cómo han bebido su pócima creadora y los ha hecho temblar, cómo los ha congelado el frío de Dostoieski o les han caído las flores de la primavera de Pasternak, para poner sólo dos ejemplos de la misma vieja Rusia.
LAS ALTAS NOTAS DEL LIBRO
La primera nota interesante de esta obra viene dada cuando terminamos de leerla. Porque un libro de cuentos debe ser un manojo de textos unidos no sólo por el papel, la costura, la tipografía, el diseño. No. Deben tener una cierta unión formal o temática, de enfoque o de estilo, de atmósfera común que haga al espíritu no chocar con cambios bruscos de temperatura literaria que produzcan una especie de gripe del gusto o el efecto de ceguera repentina que sufrimos cuando saltamos repentinamente de la oscuridad a la luz.
Hay una temporalidad en ellos, que los cohesiona, y unos personajes y épocas que nos hacen sentir por momentos que una historia es continuación de la otra, que está empalmada por lugares, personajes, ambientes, cuadros de carácter y vicios de personalidades. Como una novela que podamos comenzar a leer por cualquier capítulo, pues cada uno tiene vida propia.
La segunda nota que vemos en estos textos es su "historicidad", que es de las señales más valiosas de un texto. Es decir, consigue ser verosímil, capaz de hacernos creer que ocurrió, que fue así, que no es un cuento sino un hecho sin que dejemos de saber que es creación.
Y en este aspecto, yo diría que así como Neruda en su "Canto general" hace avanzar la poesía del mundo al reenfocar la epopeya e inventar lo que yo llamaría la poesía histórica, así Manuel Salvador Gautier, que es el inventor de nuestra novela histórica moderna, es también el creador del cuento histórico actual.
Nuestros viejos caudillos -Santana, Lilís, Báez,Trujillo- reviven en la punta de los dedos de Gautier, no como fueron sino como el autor nos lo pinta, dándoles rasgos de carácter acordes con la trama de sus historias sin que se desnaturalicen, dejando de ser ellos para regresar desde ese espejo cóncavo o convexo a ser otra vez ellos, hechos a mano por el autor.
De esta manera maneja también a los personajes populares de los tiempos de concho primo, logrando traspasar su espíritu tan bien hacia ellos que no podemos dejar de sentir que verdaderamente el ordenanza Andújar y el alférez Félix Manuel son seres de carne, hueso y pensamiento, que existieron.
La tercera interesantísima nota: la narrativa erótica dominicana gana un texto exquisito con ese gran cuento de Teonil Ubiera, la dominicana que se va a París y se hace modista famosa. Tengo que confesar que no me imaginaba que don Manuel Salvador Gautier dominaba con tanta maestría las técnicas de hacer el amor.
Dicta cátedras de narrativa erótica de un modo que nada tiene que envidiarles a García Márquez, Cortázar o José Donoso. El secreto consiste en encontrar una manera distinta de la habitual de ver el acto amoroso, que tantas veces se repite de la misma forma, con los mismos cuerpos y movimientos. ¿Cómo ver el acto sexual de forma nueva, con las naturales limitaciones impuestas porque siempre son un hombre y una mujer, cuatro manos veinte dedos, un órgano penetrante, uno penetrable, cuatro labios, cuatro ojos, dos traseros, cuatro piernas, dos cinturas, dos tetillas, dos senos?
Gautier lo resuelve al encontrar un enfoque poco habitual del hecho. Escenifica las consecuencias psicológicas -agradables, a pesar del trauma que deberían de producir- de un hombre que estrena y entrena en el amor a una muchacha tierna, a la que ha visto crecer y que incluso la ha cargado, a la niña que ha dormido entre sus brazos con su "arroró, arroró, duérmete mi sol" y dar los chispazos comparativos de una situación y otra, no como contradictorias sino como aliadas. El contraste que produce en esas primeras experiencias entre el hombre con ropa y sin ella. El encuentro armonioso en vez de conflictivo entre la piel dura del trabajador jardinero campesino y la tersa piel de una límpida niña añoñada y rica, sin que ella lo rechace en lo más mínimo. Lo que ocurre desde la página 199 a la 102, es una cátedra húmeda de una danza erótica de dolores placenteros.
La cuarta nota, es la maestría con que mezcla la imaginación gauteriana el ambiente del ballet clásico y la música culta de Europa, y espacialmente de Bulgaria con la danza y música popular dominicana de forma tan equilibrada y placentera. Así, su séptima historia no deja de ser búlgara siendo también dominicana y latinoamericana, donde la pasión y el amor pelean y se reencuentran, los intereses y el bajo instinto se revuelven juntos en la misma cama en que el amor lucha porque le dejen un ladito, aunque sea para los pies. Además de la proeza de que el deseo amoroso convivan secretamente con una hermandad y afecto casi paternal sin dejar de ser discretamente lascivo.
La nota número 5 es la destreza que hace convivir aquí las historias de amor con las de familia y las históricas con el cotilleo típico, salpicado de un fino humor.
Esto da un giro nuevo al enfoque de las historias de amor, le encuentra una veta distinta de la común y de la forma en que nos tienen acostumbrados los que trabajan este tipo de tema. Una historia de amor que se nutra sólo de los avatares y episodios de la pareja, difícilmente trascienda lo cursi, lo corintelladezco. Pero estas narraciones de Manuel Salvador Gautier alcanzan a superar el hecho fortuito de una pareja que se ama o desama para convertirlo en parte de la frustración de una madre que fue dejada esperando por un marido que se fue y no volvió y transmite la suerte a la hija, quien busca nuevas soluciones al drama, que se repite a la manera en que corregía Marx a Hegel: una vez como tragedia y otra como comedia.
En otra, los amores son intercambiados por el juego de los negocios, y la amada clandestina es una baraja que se tira en la mesa de las transacciones internacionales lo mismo que la pareja oficial.
La nota sexta es la del concepto de narración que diseña Manuel Salvador Gautier. No son cuentos a la manera convencional, porque hay disgregaciones propias de la novela o noveleta. No es la típica narración de intenso lirismo que se torna como huracán verbal alrededor de un hecho, que es el típico cuento. Tampoco son la estampa de situaciones o acontecimientos sucesivos divagando en referencia a un tema, que definen al relato.
Vienen a ser una mezcla virtuosa de las virtudes del novelista experimentado que es, con las del cuentista aliadas al discreto y clandestino poeta que lleva Manuel Salvador Gautier en lo profundo de sus letras, y que sale en forma viva y vivaz, ardiente y cálida, aguda y peliaguda, en cada situación en que el autor se enfrenta hechos emocionantes y se transmuta en un delirante lírico. Lirismo sin el cual ningún escritor de cuentos, novelas o ensayo puede salvarse, pues esas bellezas de la lengua son como el aceite sobre el que resbala suave la concatenación de hechos de la historia que se cuenta.
LA MÁS IMPORTANTE NOTA.
La séptima nota alta de estas "Historias para un buen día", número 7, la de la suerte, como 7 son las historias es esta: Que están armadas con la mejor materia prima de un escritor, que no son sólo las técnicas que aprende de otros escritores, ni únicamente el recuento de historias que ha leído o le han contado, ni quedarse en la sapiencia del que busca los puntos débiles de la psiquis del lector para moverlos y estremecerlos. Contienen todo eso. Pero no sólo eso.
Son construcciones -y Gautier sabe de esto, porque no en vano es un destacado arquitecto urbanista- sacadas de esos planos mentales, de esas ciudades internas que son sus vivencias. Son blocks de 8 de su biografía que se empalman con la arena de sus lecturas, con el cemento de su aprendizaje como lector y con varillas de sentimientos que les son a él tan caras como al lector, concebidas siguiendo los la cartografía de su gran cultura, y que por eso, el lector puede viajar a esas urbes fantásticas que él también tiene construidas en el interior de su espíritu.
Porque hay que estar claros: todo buen escritor debe trabajar con sus vivencias, que pueden ser librescas como las de Bioy Casares o montaraces como las de Heminguay, de prostíbulos, como las de Márquez, de techos y escaleras, de polvorosa soledad, como las de William Faulkner. Pero vivencias, que salen de las lecturas de sí mismo, y no de la falsa pose o la huera erudición. Cada ser humano es único y sus vivencias también, y si sabe buscar las mejores, las que siendo únicas pueden ser compartidas con los demás, logrará el estilo propio indispensable de un escritor, sin perder la oportunidad de hacerlas propias del lector.
A sus vivencias familiares, sociales, políticas, Gautier suma su hondo conocimiento del alma humana y su conocimiento de su país, visto desde la perspectiva que permita que cualquier habitante del planeta pueda apropiárselo, sin desmedro de los detalles que le son exclusivos y propios. Como Cervantes es más español que nadie en su Quijote, sin dejar de ser más universal que nadie en el mismo. Por eso, estas "Historias para un buen día" pueden disfrutarlas, desde un esquimal de Groenlandia hasta un campesino de Sabana Iglesia o un intelectual que toma un descanso en el Café de las Flores de París. Que son comunes a los cartagineses y tesalonisenses, a los egipcios como a los samaritanos, a los indígenas del Perú o de México semejante a los bantúes.
Historias emocionan a los bengalíes que amaron a Rabindranath Tagore o los angoleños que mojaban de lágrimas los versos de su Agunthino Netho.
Pues, como diría la niña que mencionamos al comienzo, en las "Historias para un buen día" de Manuel Salvador Gautier, siempre sucede algo, algo que nos importa,y por ello, perdurarán.
Gracias.
Santo Domingo, República Dominicana, 14 de diciembre, 2004.
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