Algunos seres se introducen a los cementerios con indescriptible jolgorio y su arsenal de comestibles y bebidas a cuestas y se esparcen por las calles tenebrosas cual sombras siniestras que se aprontan a esperar el año nuevo. Extrañamente, en esa morada final en que el transcurrir de las horas ya no es una preocupación para sus tranquilos habitantes, los punteros de los relojes marcan, de todos modos, los minutos y los segundos, que en este caso, van cronometrando la descomposición cadavérica y la multiplicación sistemática de esos gusanos que devorarán poco a poco a los que yacen durmiendo ese sueño que no es sueño.
Ocho, siete, seis y los familiares aguardan sentados sobre la tumba que el encuentro fugaz de el año que se va y el que viene a entronizarse en el calendario, se produzca como una colisión cósmica cuyo efecto inmediato será una reacción espontánea de apretados abrazos, disimuladas lágrimas y brindis a destajo. Cinco, cuatro, tres, el champagne está a punto de descorcharse y a la luz de una tímida linterna se puede ver como el gas impulsa el tapón con el sigilo del ladrón que espera el momento preciso para robar y huir despavorido. Rostros conmocionados, expectación, tres, dos, unooooo y el corcho sale disparado como un diminuto proyectil que retumba en esa nocturna soledad de muerte, hay risas y exclamaciones entusiastas. Nadie ha reparado que la tapa de la tumba ha comenzado a abrirse lentamente, muy lentamente…
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