Parece que fueran siglos, y es que esas cosas son de las que se te graban con pasado propio. Siempre era una risa continuada el hecho de llevarla al liceo, o renegar de su existencia. Aquel día fue de memoria, fue de los que se recuerdan entre nostalgias grupales de "te acuerdas cuando...". Había mucho sol y es que el año ya estaba avanzado. Bajamos la batería de la camioneta del Ignacio consumidos por las miradas de liceanos que entraban a la jornada de la tarde. "Niños" decíamos nosotros, los de la mañana, entre risas y venganzas por un día haber estado en su lugar. Subimos los tambores y platillos al cuarto piso, al auditórium, armamos la batería e inmediatamente nacieron de la nada cuatro bateristas experimentales dispuestos a apretar tornillos o mover tal cosa con tal de tocar algo. A última hora abrir la cajita negra con mango, misteriosa, la que dice "Armstrong" con letras blancas en uno de sus costados. Unos relucientes fierros con botones salen expectantes de su claustro. Se arma la flauta traversa con la parsimonia ameritada al caso, se hace el precalentamiento de rutina acostumbrado, se sienta con introspección de la situación, estudio de rostros desconocidos, mirones, cuchicheantes. Al rato llega la profesora y pregunta por mí precisamente, un ajeno a la clase de segundo medio, un estudiante de cuarto, el hermano de Felipe, si, que van a acompañar a Ignacio en su presentación, oh que bien, dice con una expresión inescrutable para mí, una de esas que sólo salen en las mujeres y que no comunican nada y todo a la vez. Parte una chica con cara de miedo pero que al rato se desenvuelve con evidente confianza, su ropa negra por donde se la mire es el vínculo perfecto a lo que está cantando, una canción aguda y estratosférica, desesperada y melancólica. Sale entre ovaciones de sus compañeros. "Ahora viene Ignacio cantando Wonderwall, de Oasis, acompañado por Felipe Rojas en batería y su hermano Diego Rojas en flauta traversa". Clap, clap, clap. Nos habíamos reunido unas horas antes. Como yo tenia clases en la mañana necesariamente (y jolgoriosamente) me había salido antes. Llegamos a una casa grande, blanca y con ventanas que parecían infinitas. Sin embargo la pieza de él era pequeña, un equipo de música, un amplificador, la guitarra eléctrica, pósters en las paredes. "Mira, tu podrías tocar la parte del cello del medio y si quieres inventarle un pedazo, ahí ves". Ahí veo, ahí veo. Ensayamos. Desarmamos la batería y la subimos a la camioneta. Me saqué el uniforme. Si uno iba a la jornada de la tarde 'obligatoriamente' tenía que abusar de sus derechos. El primer rasgueo de la guitarra prorrumpió en aplausos del sala-curso e Ignacio comenzó a cantar con esa voz que siempre he hallado melosa pero que lo hacia muy popular entre las mujeres. Con mi hermano discutíamos si acaso era gay ante la furibunda negativa de él. Su homofobicismo era la principal razón del escarnio. A la segunda estrofa me metí yo, y de costumbre miré el fondo de la sala en esos afanes nervio-cognoscitivos que me vienen al tocar frente a otras personas. Lo bueno fue que se me olvidó lo ensayado en la mañana por lo que inventé en el momento y fue entre caótico y divertido. Había un solo pedestal, puesto al cantante. El otro micrófono lo sostenía el Marcelo, previa petición mía. Desde allí todo se veía lejano, como nebulosa, las caras se volvían maquiavélicamente de cartón, no existía nada aparte de lo que se estaba tocando y la pared adusta del fondo de la sala. Las facciones se vuelven severas, desconcentradas de los ojos o los estudios que hacen las personas. Todo se vuelve una sola cosa, masa musicóloga, empírica y escalonada. Salió bien. Aplausos de recompensa. Mirada de satisfacción de la profesora. Gloria inmediata. Salimos del auditórium con la frente en alto y mirando un horizonte inexistente, parte del mismo juego que significaba el hacer algo que quebrase la cotidianeidad del liceo. "Salió bien cabros... gracias" nos dijo con un palmoteo en la espalda. En ese momento se jugaba a lo que no se tenía, y probablemente nunca se tendría, la emoción suspendida de sentirse ajeno, estrella de cine, músico popular. La sonrisa del momento era incontenible, como siempre, ilusionaria e inventada. Metí los fierros que llamaban flauta a la caja. Me quedé en el liceo dando vueltas. Había un aire que era claro, de los que ahora ya no existen, de esos que quizás siempre han sido un invento mío porque sale sólo en mis recuerdos y nunca en los presentes. Como si el mismo tiempo fuera cambiando la naturaleza de los hechos, distorsionándolos para hacerme creer que el pasado siempre es felicidad y el futuro desdicha, una cosa muy de paranoia supongo pero creo que a varios les pasa. |