Vino del mar como tabla de caravela antigua, drakkar finés de los confines de la tierra. Sembrado todo en tierra de hoja de color negro, fragancia húmeda transportadora, evocadora, memoria. Sentir su vidral pasando entre los dedos, escurrirse como terrones de un macetero soleado, visto refulgente por ventanales abiertos a múltiples miradas sin forma, sin educación ni regla, como de insecto o caballo, halcón o poste de luz del presente superpuesto sobre millones de recuerdos.

Donde encontrar si no tiene nombre. Rebota en el aire pero nadie puede ver. Aletea entre los vidrios que se ven del otro lado. Será que no existe o es producto de mi fantasía, o el aire. El ondear blanco no puede desaparecerse. Correr, se puede correr, ¿como se llama?. Las imágenes se aturden, se atoran, descripciones no son necesarias, están ahí, a plena vista de la invisibilidad.
El no-ruido que es detallado, bruma espesa, tibia y enceguecedora. Paseo a tientas en un sitio que lo es todo. Se escuchan las pisadas por culpa del resquebrajar de hojas secas, amarillentas, hablantes de ilusiones. Silencio interrumpido por silbidos estratoféricos, ululantes recorridos distantes de brisas grisáceas que se enroscan a cabellos sin rostro, sin pertenencia. Cabellos volantín ondulante.

El desvanecimiento es instantáneo pero aún secreto. Lo otro es ajeno, inconsciente, acto surgido del azar.