Es raro que escriba algo empezando por el título, y menos una columna. Pero en la de hoy me ha sucedido así. Dándole vueltas al tema que podría tratar me ha asaltado este título. Y con él puesto como guía, comencé a escribir.
No ha de extrañar nada que me haya venido a la cabeza esa frase, teniendo en cuenta este paso de año que hemos tenido, marcado de forma obscena por las catástrofes naturales del sudeste asiático, por lo que parece cada vez más negligente accidente en Argentina, combinados ambos por los tradicionales saludos y deseos de Año Nuevo.
Además, el maremoto asiático invadió mi vida cotidiana el pasado día 26 de diciembre. En ese día, ya muy entrada la tarde, recibí la llamada de una amiga: su jefa, Nathalie (jefa y amiga suya) tiene familia en Tailandia. Concretamente su hermana, su cuñado y la hija de ambos, un bebé. Lógicamente está loca por saber cómo están, dónde están, qué les ha pasado. Mi amiga me pide ayuda, que mire por internet, a ver si veo algún dato, alguna lista con las personas desaparecidas, algún número de teléfono a dónde llamar. Nat es inglesa, así que su familia estará controlada por el consulado inglés.
Navego un tanto perdido por internet buscando información más allá de las noticias y las imágenes que por entonces nos inundaban con la catástrofe. Acabo encontrando un par de números de teléfono que paso a mi amiga. Entre tanto, ella me había mandado por mensaje al móvil los datos de la familia desaparecida (transcribo literalmente, tal cual lo recibí): “Sam, RubyRose 6 meses, y Patrice Fayet. Sam Archer (maiden name). Estaban en un hotel en Khaolak llamado Baan Thai Resort.”
Quizá alguno se pregunte por qué muestro ese mensaje aquí. La verdad... estamos a uno de enero y le he estado dando vueltas a por qué no lo he borrado ya, cuando sería lo normal. Por lo general uno borra el mensaje tras haberlo leído, una vez perdido su uso. Pero en este caso... era casi como si borrara toda esperanza a que los encontraran, como si de alguna manera yo estuviera conservando desde la distancia la posibilidad de que los tres estén bien, sanos y salvos.
Por ahora, las noticias que tengo son que él está vivo, que apareció por las calles en pijama, buscando febril a su mujer y a su hija, las cuales no han dado señales... Y que Nat viajó acompañada de amigos a Bangkok, porque nada podía hacer desde Barcelona, o desde París, que es donde estaba de vacaciones.
Y esa imagen me ha acompañado estos días, la imagen de un hombre al que no he visto en mi vida, pero entendiendo su dolor, aun asumiendo que debe estar pasando por un infierno que yo he pasado jamás, que por mucha empatía que aplique jamás podré llegar a captar en su totalidad, como si sólo pudiera ver un breve fragmento de un largometraje. Un hombre joven convertido en fantasma de sí mismo, repleto, ahíto, invadido de un espanto, de un dolor que todavía tardará en alcanzar su cenit, que debe de estar perplejo ante el horror puntiagudo que esconde la vida en un pliegue, en tan sólo un instante, en ese preciso momento en el que eres capaz de imaginar que nada malo te puede ocurrir.
Así que ahí está mi mensaje, intacto en la memoria de mi móvil, hasta que sepa qué, o quién sabe hasta cuándo lo guarde, que quizá no me atreva a borrarlo nunca, y no tanto porque desee conservar una ventana al infierno sino un aviso de lo frágiles que somos, de lo frágil que es la vida.
Quizá por eso merece la pena, hoy más que nunca, desearse lo mejor. Porque lo peor no requiere de deseos, ni de avisos. Así que, con un optimismo resignado, porque es de ese optimismo que nace de la sensación de que no queda más remedio que ser optimista para seguir vivo, os deseo a todos (me deseo a mí, a ti, a nos, a vos) que este año sea el mejor año de nuestras vidas. Aunque confieso que hoy lo hago como un náufrago lanzando una botella desde la fragilidad de su balsa deseando que su mensaje llegue, y llegue a tiempo a quien sea, a donde sea, pero a alguna parte.
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