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La semana siguiente, Ancha Sumaq salía de la capital del imperio camino al nordeste, donde se encuentra la población huanca. Sería escoltado por una tropa de cincuenta llamas y unos cien hombres, escogidos entre los mejores guerreros del incario. Estos tenían la orden de no ayudarlo a realizar su misión, solo lo guiarían hasta su destino.

Cuando acababan de salir del Cusco, el grupo de hombres fue alcanzado por la pequeña criatura llamada Sakri, que presuroso corría tras la caravana cargando un enorme bulto.

—Espérame, guerrero. Watuy me envió a ayudarte.

—Hola, Sakri. Está bien, ven conmigo.

El guerrero cogió el equipaje del pequeño y lo subió a su llama.

Uno de los hombres de la tropa estuvo tentado a impedir la intromisión del niño, ya que el mandato era que nadie ayudara a Ancha Sumaq. Pero luego reflexionó y concluyó que esa criatura era lo mismo que nada, no sería de utilidad para enfrentar a los rebeldes y tampoco significaría una gran mengua de las reservas de comida (consistentes en carne seca y maíz tostado). Así, todos tranquilos empezaron su gran travesía.

Luego de semanas de caminata, tras haber cruzado las altas montañas de la cordillera y evadir los caudalosos ríos andinos, por fin llegaron a las inmediaciones de la nación huanca. Se asentaron cerca de un tambo (especie de almacén de comida) que los surtiría de provisiones por un buen tiempo.

—Ya llegamos al lugar donde tendrás que cumplir con tu misión —dijo circunspecto el jefe del grupo—. Tienes tres semanas para ello, nosotros solo te proporcionaremos alimentos —agregó.

El mismo personaje, continuando con su perorata, con un esbozo de sonrisa siniestra, dijo:

—Si no cumples con traernos la cabeza de Atoj en ese tiempo, tenemos la orden de cazarte como a una fiera y matarte.

Sakri, entusiasmado, tomó la mano del guerrero diciéndole:

—Vamos ahora, Ancha Sumaq, no tenemos mucho tiempo.

Mientras era jalado por el niño, el héroe no concebía cómo matar a Atoj. Tendría que deshacerse de muchos huancas para llegar hasta ella. Pues bien, empezaría hoy mismo a matarlos.

—No tienes ni idea de cómo llegar a Atoj, ¿verdad? —preguntó en forma retórica el niño.

—Pues yo tengo un plan —agregó.

—Habla, pequeño, ¿qué plan tienes? —dijo suplicante Ancha Sumaq.

—Tú te quedarás acá, cerca de este poblado, sin dejarte ver, con la provisión de comida. Mientras yo me mezclaré entre la población huanca. Ellos no sospecharán porque en mi alforja llevo ropa idéntica a la que visten ellos.

Además, les diré que soy un niño perdido de los innumerables traslados de población que realiza el Inca para desarraigar y separar a los rebeldes. Preguntaré en forma discreta por aquí y por allá, tendré los oídos atentos a todo lo que diga cualquiera. Así averiguaré dónde se esconde Atoj. Esto me tomará por lo menos seis días, por lo que debes tener paciencia. Yo regresaré cada tres días —todo esto lo dijo de forma acelerada el muchachito, mientras el guerrero lo escuchaba con atención.

—Está bien —dijo Ancha Sumaq.

Apenas pronunciadas estas palabras, Sakri se fue con dirección al poblado.

El guerrero se quedó ahí algo estupefacto. No creía que el niño consiguiera que esa gente tan desconfiada le revelara la guarida de su líder, pero no importaba, no tenía otra opción. Además, si no volvía la segunda vez, él todavía podría matar a unos cuantos huancas y torturar a otros para que le dijeran dónde está Atoj. Luego pelearía con los guerreros que la custodian. Seguramente moriría en ese enfrentamiento, pero ya había elegido su destino.

El muchachito, fiel a su promesa, regresó al tercer día. Saludó con efusividad al guerrero y luego le contó que, al parecer, habían creído su historia, pero que no había conseguido todavía la ubicación de Atoj. Esa gente sí que era discreta. Sin embargo, conoció a una joven encargada de llevar la comida a los guerreros que custodiaban a la vieja zorra, así que era cuestión de tiempo para que se enterara de dónde se esconde. Habiendo informado a Ancha Sumaq de sus actividades, Sakri regresó al poblado.

El héroe vivió tres días de angustia y ansiedad, hasta la vuelta del pequeño, quien regresó puntual como antes.

—Hola, amigo guerrero, ya tengo la información. Te dije, las mujeres siempre terminan contando los secretos de una u otra manera, si es que les prestas atención —dijo el pequeño.

—¡Bravo, Sakri! Entonces vamos para allá de inmediato.

—No tan rápido, ansioso amigo. No podemos ir de día, hemos llegado demasiado lejos para arriesgarlo todo.

Caminaremos solo por las noches, así el viaje nos tomará tres noches. La maldita encontró un buen escondite. Hoy partiremos, tienes que ponerte la ropa negra que traigo en mi alforja —dijo el siempre maduro y astuto niño.

Unas cuantas horas después de haber caído el sol, partieron los amigos en un viaje que acabaría en las tres noches posteriores. El viaje estuvo lleno de sobresaltos, ya que cada cierto tiempo se topaban con algún guardia, al cual sorteaban hábilmente. Llegaron a la guarida una noche de luna llena, por lo que el niño decidió que sería mejor atacar la siguiente noche.

—No podemos atacar hoy, la luna no nos permitirá actuar con sigilo. Sé que tú quieres enfrentarlos de frente y acabar con todos porque así lo manda tu naturaleza, pero existen momentos en los cuales debes sacrificar tu instinto por un fin superior, en este caso salvar tu vida y la de tu amada. Por ello, guerrero, tendrás que actuar como el puma. No enfrentarás a los treinta hombres que custodian a la vieja zorra, sino que iremos por el lado del cerro y matarás silenciosamente a los cuatro guardias que custodian la entrada de la cueva donde se esconde (todos estos detalles los sabe el niño gracias a su indiscreta amiga) —así terminó su pregón Sakri.

Ancha Sumaq, ceñudo, asintió con un movimiento de cabeza a todo lo que dijo su pequeño amigo.
Al siguiente día hubo una noche negra como el ébano, perfecta para el plan de Sakri. Subieron por la montaña como estaba determinado, se acercaron a la cueva, el niño silbó tratando de imitar a un chiuaco. Fue cuando uno de los guardias se acercó y Ancha Sumaq, cogiéndolo, le torció el cuello. Luego, como ya había previsto el pequeñín, otro guardia se acercó a ver lo que pasaba, cuando el guerrero, blandiendo su macana, le dio un golpe seco y silencioso que le rompió el cráneo. Minutos después y con el mismo sigilo, los dos amigos se acercaron a los otros guardias. El héroe, con un movimiento rápido, golpeó fuertemente a los dos en la cabeza, matándolos.

Con el camino libre, Ancha Sumaq se apresuró a entrar a la cueva. Grande fue su sorpresa al encontrar en el interior, iluminados por una tenue luz de antorcha, no solo a Atoj, sino también al Sinchi Millay. Velozmente se escondió tras una roca. Estando ahí, oyó las mayores atrocidades. Ese maldito ser, al que una vez había admirado, se encontraba allí conspirando en contra del imperio, haciendo planes, ofreciendo tropas, prometiendo la cabeza de los nobles, hasta la del propio Inca. Todo ello era terrible. No soportó más, salió de su escondite y gritó:

—¡Malditos, morirán como los perros de los sacrificios huanca!

—Jaja, no creí que un estúpido como tú llegara tan lejos, pero esta será tu tumba. Vamos, mátenlo —ordenó Millay.


En esos momentos, de unos bultos que se encontraban en el piso tapados con mantas, surgieron cinco guerreros. Ancha Sumaq los conocía; eran los hombres de la escolta real, a la que él había pertenecido alguna vez.

—Maldita sea tu alma, Millay. No solo te corrompiste tú, sino que arrastraste a la desgracia a los que una vez fueron buenos —gritó el héroe dirigiéndose al villano.

Fue cuando uno de los hombres le saltó encima. Ancha Sumaq lo esquivó a medias, recibiendo el roce de la macana en el brazo. El guerrero retrocedió un poco para evitar ser cercado. Otra vez el mismo hombre, ahora con más confianza, se abalanzó sobre él queriendo golpearlo en la cabeza. En un hábil movimiento, lo esquivó y le asestó un golpe en la cabeza, abriéndole la tapa de los sesos. Los otros hombres, enfurecidos, se adelantaron hacia el guerrero como unas bestias sedientas de sangre, pero este les fue encima con más furia aún. Todo se convirtió en una maraña de brazos que daban golpes una y otra vez. Ancha Sumaq recibió un golpe en la espalda, él rompió un cuello de un macanazo, lo golpearon en el brazo, él destrozó una nuca, le dieron un macanazo en la pierna, él partió una mollera, fallaron un golpe en la cabeza, él reventó una frente.

Todos quedaron tendidos a los pies del héroe. Solo quedaron Millay y Atoj. Esta última trató de huir y gritar para llamar a sus guerreros, pero Ancha Sumaq le dio un fuerte golpe en la boca que la tiró al suelo, dejándola sin posibilidad de gritar.

—Jeje, qué pena que te encuentres tan magullado. Me hubiera gustado enfrentarme a ti intacto. Como estás, será fácil vencerte.

Millay, que no era muy fuerte, pero sí astuto y mañoso para la lucha, cogió su reluciente macana con una mano y con la otra la antorcha que alumbraba la cueva. Luego empezó a caminar alrededor de su enemigo. Le acercaba la antorcha diciendo: “Vamos, estúpido animal, ven hacia mí”. El guerrero retrocedía, pero Millay con la otra mano le daba golpes con la macana que él esquivaba a medias. Este terrible juego, donde Ancha Sumaq se mostraba cansado y adolorido, terminó cuando Millay le dio un golpazo en el pecho que lo hizo caer al suelo. El villano, casi de inmediato, quiso darle el golpe final en la cabeza con la macana. Sin embargo, el guerrero reaccionó y agarró la macana con fuerza. Entonces intentó darle con la antorcha e igualmente el héroe lo despojó con fuerza de ella y se la estampó en la cara, provocándole quemaduras. Con la antorcha en el suelo y a punto de apagarse, Ancha Sumaq mató con su macana a Millay, que se retorcía por el dolor de las quemaduras. Luego se acercó a Atoj para dar por terminada su misión. Ella, con sus escasas fuerzas, pinchó en el tobillo al guerrero con un hueso de perro y le dijo en un balbuceo sangriento: “Estás muerto, Ancha Sumaq”. Él, sin apenas sentir dolor por el pinchazo, la mató.

El pequeño Sakri, que lo había visto todo, como siempre, le dio un tumi (cuchillo ritual en forma de semicírculo).

—Córtales la cabeza y larguémonos antes de que vengan los demás. No habrá problemas para escapar, sin su líder son solo una chusma salvaje. Huiremos por los cerros. Si llegamos donde nuestra tropa, estaremos a salvo —dijo todo esto con la velocidad que caracteriza el hablar del pequeño.

Escaparon a toda velocidad surcando los cerros. Luego de horas de peligrosa carrera, llegaron donde se asentaba la tropa inca. Todos se sorprendieron de ver a los amigos. Sakri le quitó las cabezas envueltas a Ancha Sumaq y se las mostró a todos. El grupo se quedó pasmado de ver junto a la cabeza de Atoj la del Sinchi Millay.

—Era un sucio traidor, un conspirador, un enemigo del imperio —dijo con énfasis el niño.

Los guerreros no perdieron el tiempo y ayudaron a reponerse a Ancha Sumaq. Después, iniciaron el camino de regreso al Cusco. Una vez en la capital del imperio y repuesto en su totalidad, el héroe fue a comunicar su hazaña a Pachacutec.

El guerrero transpuso la enorme puerta del palacio real, caminó por el pasadizo cuyas paredes estaban adornadas con efigies de oro macizo, llegó a pie del trono y ofreció como tributo de su lealtad las cabezas de sus enemigos al Inca. Este, a diferencia de los otros, no dio muestras de sorpresa al contemplar la cabeza del Sinchi Millay junto a la de la vieja zorra.

—No me sorprende. Intuía el espíritu de la felonía en Millay, solo necesitaba comprobarlo —dijo con la calma que lo caracterizaba Pachacutec.

—Eres dueño de tu destino, ya no estás en mis manos, glorioso guerrero. Y como recompensa a tu lealtad, fuerza y destreza, se te darán muchas tierras y llamas —sentenció el Inca.

Como suponíamos, al día siguiente y a primera hora, Killa y Ancha Sumaq se casaban en una alegre ceremonia. Él, con su acostumbrado porte gallardo y con una mueca poco vista de felicidad; ella, iluminaba con su sonrisa, como no sucedía hace tiempo, el corazón de los habitantes del Cusco. La musicalidad de su risa fue como el rumor de un rítmico río. Todo fue alborozo ese día en el ombligo del mundo (el Cusco).

Pasaron treinta días y noches de placer y felicidad, pero de repente, una trágica mañana, el héroe amaneció con una fuerte fiebre. La voz de Atoj —“estás muerto, Ancha Sumaq”, “estás muerto, Ancha Sumaq”— resonaba en la mente de todos.

Texto agregado el 31-12-2004, y leído por 223 visitantes. (0 votos)


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