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Inicio / Cuenteros Locales / sendero / El niño y el anciano*

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Tengo que admitirlo. A mis setenta años, en las noches oscuras y profundas escucho los horrores de aquel momento, veo la cortina que se mueve, suspiro y trato de dormir, aunque el silencio del presente me propone un final cercano.
Sudoroso y tenso, percibo los tambores opacos y desordenados de mi corazón. A manera de un autómata, voy al baño, orino sobre la blancura de la taza y el chorro final se queda a medias, pujo hasta que las gotas se reúnen en un flujo fatigado. Camino a oscuras hacia la cocina para tomar agua: me calma, me refresca; al beber, el ardor abdominal se vuelve tolerante.
Mi oído es muy perceptivo; la familia ignora lo bien que escucho. Soy un anciano débil, subordinado, que vive gracias a Dios y a los inventos del hombre.
Sin embargo, ellos han decidido adelantarme la muerte. Mis bienes, prácticamente ya se los han repartido; no les pertenecen, pero saben que en el futuro los tendrán.
Cuchichean en los pasillos: cómo mostrarán su equipaje en el velatorio, qué bocadillos darán y si me llevarán a la iglesia antes de darme sepultura.

Sí; tengo deseos de abandonarme a la corriente al sufrir este duelo diario, mas una mano pequeña, dentro de mí, me dice que no.

Y entonces me veo en el recuerdo como un chamaco de diez años.

Vagaba descuidado por el malecón y mis ojos se distraían con la corriente del río. Mi padre en la cantina, mamá en alguna casa lavando ajeno para darnos un pedazo de pan y, a veces, algo de leche, yo llevaba las ropas sucias, raídas y los zapatos rotos, gastados.

—¡Chamaco, chamaco!

La voz provenía de una señora robusta, acanelada, de mediana edad, con grandes ojos verdes, y un lunar que le abarcaba la mejilla derecha.

— ¿Qué haces chamaco?

—Nada.

—¿No quieres ganarte unos centavos?

– ¿Cómo? —dinero era lo que necesitaba para ir a comprar comida.

—¡Vente conmigo! Tengo una lonchería y necesito que me ayudes.

Me vio indeciso y continuó.

—Te ocuparás de llevarme agua y moler el maíz para hacer las tortillas. ¡Anda, súbete a la lancha que nos vamos!

La sorpresa me había dejado inmóvil, sólo hacía gestos.
—¡Súbete! ¡Súbete, que nos vamos!

Salté al bote; creí que atravesaríamos el río, pero siguió corriente abajo para incrustarse en la desembocadura y adentrarse al mar abierto. Por allá estaba el Esperanza, un barco carguero de mediano calado. La señora se llamaba Ema y con el peine de sus uñas me acicalaba el pelo.
—No te asustes, te va ir bien conmigo. —me decía al oído.

¿Asustado? Yo no lo estaba. ¡Lo que veía era grandioso! Montarme en medio del río, imaginar que era un potro y cabalgar sobre su lomo líquido, me llenaba de fuego. ¡Estaba arrobado! ¡Tanta agua!… Mi mano sentía la brisa, chispeada de gotas minúsculas que me rociaban brazos, pecho y cara.

Había muchos hombres pero pocas mujeres y todos dormíamos en la cubierta, bajo una lona que servía para protegernos del sol o de la lluvia; tocaríamos tierra cerca de la frontera con Guatemala, me dijeron.

Ellos debían introducirse en la selva, subir a lo más alto del árbol del chicle y hacerle surcos, para que la resina bajara poco a poco y su leche blanca fuese transformada en dulces o pelotas.
Se acabó la travesía en el mar y, una vez en el puerto, me compró dos mudas de ropa, zapatos y unas botas que sobrepasaban mis rodillas. ¡Nunca había tenido tanto!

—¿Ya llegamos? —quise saber.

—No, aquí tomamos el tren.

–¡Ahí viene! ¡Ahí viene!

Subimos y pronto se puso en movimiento: el vaivén era suave y parecía que bailábamos. Las mujeres con sus crías y los hombres metiendo al vagón toda clase de animales, gente sudorosa cargada de olores viejos. De cuando en cuando veía la acrobacia de los cotorros y escuchaba el canto del cenzontle.

Un día después, estábamos en la estación: el pueblo tenía casas de tarro, palma, adobe y algunas con dos pisos hechos en madera.

—¿Aquí es? —pregunté con curiosidad.

—Todavía falta, pero acá vamos a dormir.

Muy temprano en la mañana salimos a lomo de bestias; nunca había montado así que, a las tres horas de viaje, sentía que un enorme tumor me iba creciendo en las nalgas y pedí seguir a pie.
Sólo escuché que alguien me decía: ¡cuidado con las víboras!

Hubo un momento en el que no tuve más remedio que subirme a la mula, ya que había partes donde el barro me hubiese llegado a la cintura. Un lodo tan apestoso que, cuando los animales salían, el olor putrefacto se quedaba, terco, en la nariz.

Arribamos al anochecer. Sin vestigios de casas ni de calles, estábamos en un claro comido a la selva entre la inmensidad de los árboles, donde habían hecho galeras enormes para descansar y dormir.

De pared a pared se tendían las hamacas y, encima, el pabellón que nos protegería de los moscos. ¡Moscos, muchos moscos! Aplaudía sobre la cabeza y terminaban hechos puré entre mis palmas.

Antes de acostarnos, la gente quemaba hierba para hacer abundante humo y forzarlos a irse. No se puede dormir si dos moscos platican en la oreja.
—Bueno, hijito, se nos acabaron las vacaciones –ordenó que me levantara. Era de madrugada– ahí están las cubetas, ve al pozo y tráeme agua.

Después de cinco viajes, me hizo señas de que era suficiente. Aún no abría el día y pensé en dormir otro poco.
—Amorcito, el día apenas empieza —dijo con firmeza adivinando mi intención.

La señora tenía a su cargo veinte hombres, a quienes les daba un desayuno abundante casi al amanecer, el almuerzo para que después engulleran en lo profundo de la selva y un plato fuerte que los esperaba a su retorno, cayendo ya la tarde. Al volver tenían hambre, sueño y un intenso escozor ocasionado por las picaduras de insectos, que solían mitigar con gelatina de sábila cocida en caña.
Por la mañana había que llenar los tanques de agua, cortar la leña, ponerla al sol, cuidarla de los aguaceros, cocer el maíz con cal, pasarlo al molino y obtener la masa para que, cuando regresaran, hubiese tortillas.
En la vejez de la tarde –atontado y dispuesto a dormir– dejaba caer el pabellón y la hamaca se mecía con mi peso; a las tres de la madrugada, la voz de la señora me volvía a la realidad.

—Anda, párate muchachito, ve a traer agua.

El domingo era el único día en el que los chicleros no se internaban en la selva. Pero, como quiera, tenía que moler el maíz y doña Ema debía guisar; pero más de uno me ayudaba.

Al descender el sol nos gustaba ir a una poza y retozar en el agua, o a los lodazales con resorteras, para sorprender a las chachalacas desde algún escondite entre los juncos; si nos sonreía la suerte, había algún alimento fresco para llevar a la boca y era un agasajo, ya que estábamos hasta la coronilla de la carne salada.

Ese domingo, el Compa me invitó a pasear con él.
—Cerca de aquí hay un árbol de zapote, yo subo a cortarlos y tú los atrapas para que no se destruyan.

Le pedí permiso a doña Ema y salí alborozado.
—Ten cuidado con las víboras —le dije en el camino.
—Hay que cuidarse de todo, pero mucho más de los humanos —y se echó una carcajada.

Cerca del frutal, hizo señas para que me mantuviera cerca y sin hablar.

Prendió un cigarro y observó hacia dónde se dirigía el viento.

—Hay un puerco salvaje, lo mataré —susurró— súbete a un árbol, pero no hagas ruido.

Desde lo alto lo vi con el machete en la mano; cuando lo hacía caer, la luz del sol se reflejó en el plano del fierro limado, zumbó en el aire y la oreja del jabalí salió despedida como si hubiese dado un brinco.

El puerco –que tenía una alzada de casi un metro– en vez de correr embistió al Compa y le metió su hocico entre las piernas. Cerca estaba la manada y seis de ellos se abalanzaron haciendo que perdiera el equilibrio; ya en el suelo, clavaron sus colmillos de media luna, rasgándole el cuerpo. La sangre manaba a borbotones, parecía una fuente púrpura y unos gritos de dolor laceraban mis oídos con un ¡ayúdenme!, que todavía sueño.

Sobre el final, uno de los cerdos le tumbó una oreja; pude verlo cuando arremetió alzándolo por el aire: le faltaba un ojo y uno de sus mofletes había desaparecido, dándole la falsa apariencia de estar sonriendo.

Ya no pude resistir y lloré, ocultando mi cara sobre el brazo. Sólo respiraba el hedor del miedo cada vez que sollozaba.

Ahí quedé hasta que me encontraron y fui cargado hasta las cabañas; allí sentí que amarraban mi cabeza a un camastro para frotarme el cuerpo con alcohol, mientras me hacían tomar caña con azúcar para curar el espanto; horas después, dejé de temblar. Ese día permitieron que durmiera hasta entrada la mañana.

Ya repuesto, pude seguir; después… nada me asustaba.

¡Cuántos años!… Nada más triste que ver cómo la familia se quita las máscaras y sus sentimientos quedan descarnados, aflorando sus excrecencias.

La lucha sorda entre ellos, su actitud felina de restregar el lomo en la entrepierna o el ósculo que se dan en la mejilla.
Esperan mi muerte y nada más fácil que dejarme sin medicinas. Sólo murmuran, hacen señas entre ellos, guiñan el ojo y se frotan las manos.

¡Oh, Dios! ¡Otra vez el sudor! Mi frente es pequeña para tanta agua, parece que el aire es menos y una losa multiplica su peso en el centro del pecho. ¡Pero no los dejaré!

Simulé dormir profundamente, tomé la reserva oculta de medicinas, documentos de identidad, dinero que tenía en un viejo pantalón y salí de la casa con el resguardo de la noche, la suerte y mi voluntad.

¡Ahí estaba el niño!

El viento fresco del río me produce cosquillas y por las márgenes van en paralelo las mariposas y los peces. La lejanía tiene un cielo ocre, mientras que los montes rompen en rojos eléctricos y azules en floración. Hay olor de vida.

Estoy dentro del mar; es bello ver cómo brincan los delfines y salpican de elípticas. Es bello…
Sólo tendré que ajustar el acelerador de la embarcación
–pienso mientras lustro con la mirada el peso del ancla que amarraría con doble nudo al cuero de mis botas– y pronto platicaré con la sirena de mis sueños.

El niño me dice que no. ¡Que él no desea morir!

Ahora puedo ver bien, como si a mi corazón lo bañara la luz de la mañana. Ordeno el pensamiento y vuelvo a la ciudad.

En el acuario que está en la sala del hospital, los peces mueven la cola espantando imaginarias moscas; algunos se quedan mirándome: el pulpo de plástico me observa oculto tras los corales, y una pequeña sirenita de juguete sonríe, cómplice.

Apoltronado, espero el resultado de los estudios a los que fui sometido, ya que el tratamiento inicial me ha devuelto la fuerza y el ánimo.

Voy en un crucero, llevo de la mano al niño; llegaremos al puerto donde hace sesenta años él caminó en la búsqueda de sí mismo.

Hemos planeado comernos una nieve, ver el mar y sentir la majestuosidad de la selva y… mañana será otro día.

Rubén García






Texto agregado el 08-07-2003, y leído por 1436 visitantes. (14 votos)


Lectores Opinan
26-04-2019 Quede perplejo ante tu excelso relato, o mejor dicho una eslabón de tu vida. Gracias por compartirlo. Shalom amigazo Abunayelma
06-09-2011 Excelemte narrativa y descriptiva. Me sorprende que el ultimo comentario date del 2008. Quiere decir que en tres años nadie visito esta hermosa historia? En estas paginas se esconde mucho talento, pero los lectores no lo aprecian... les gustan otras cosas. Un abrazo gcarvajal
06-05-2008 Espectacular relato que nos invita a encontrar un nuevo sentido a la vida. Un millón de estrellas y toda mi admiración y respeto. flop
25-03-2007 Si debiera definir este cuento (y los otros) me encuentro con la palabra emoción. Cuesta creer que muchos viejitos tengan que sufrir estas cosas, pero pasa y demasiado. Igual tus letras le dieron una luz en el final...........el niño. Adriana Adriana73
25-04-2006 Sólo decirte que sigo envuelta en las emociones que me generó tu escrito. Un abrazo. Lili lilianazwe
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