PAISATANGO
De repente, de la nada insoslayable, el tango comenzó a escucharse en el Poblado. Al principio, sólo se alcanzaba a distinguir el sonido percutido de un bandoneón contrapunteado por el sensible rumor de un cello. Luego, cuando todos los medellinenses decidieron escuchar con atención, la melodía tomó una forma precisa y el bandoneón mostró un cariz inconfundible: era Astor Piazzolla. Otrora, cuando el espíritu de Gardel todavía rondaba por las cantinas de Junín o de Lovaina, escuchar tango de la nada era lo más común. Pero en los tiempos presentes, cuando la cacofonía contemporánea ha desplazado a los milongueros, cuando los cafés y las discotecas han puesto sus garras sobre las tradicionales tabernas, la música angustiosa de los hermanos argentinos traída por el viento era la cosa más extraña, más fantasmagórica, más temible. Pero el buen Piazzolla seguía allí.
El Poblado no era el único lugar espantado: tanto en Belén como en Loreto, en Buenos Aires como en la Mota, en San Cristóbal como en Guayabal, en toda esta maldita ciudad de cadáveres optimistas, la música cristalina resonaba y la audiencia aterrada, lentamente, emprendía a seguirla con atención. Por aquel eufónico instante, Medellín entera olvidó su miseria, olvidó su horrible desarrollo, y recordó complacida lo único glorioso de su pasado: la posibilidad báquica de perderse en la música, de ser nada en la parranda, de sucumbir ante la catarsis trágica de nuestro albur latinoamericano, representado perfectamente por los lánguidos tanguistas.
Al final, cuando el señor Piazzolla retorno a la insubstancialidad, un dejo melancólico quedó en el ambiente. Aquel día ya no hubo trabajo, ya no hubo crimen, ya no hubo penurias: todos dormimos plácidamente por primera vez en mucho tiempo.
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