cae, como alicia, y no hay suelo que la contenga, ni abrazos, ni conejo, ni espejo, ni reina de corazones. sólo la caída, y su falda ondeando contra el aire que pronto hará que llore. mientras tanto, cae, y cae, y cae. después del primer grito, del primer vértigo, la caída se convierte en monótona. ya ha perdido hasta el miedo a caer, a terminar con la caída en cualquier cosa. es sólo caer. y ella cae.
el viento le revuelve el pelo dejando en ojos ciegos la imagen del fuego recorriendo un cielo muerto. si se agacha y recoge un caracol no es más que para romper con el aburrimiento de estar parada mirando al mar. lo levanta, y mientras se incorpora comienza el juego que nunca recordará como sensual. lo recorre impúdicamente con los dedos, indiferente al mar que se trepa por sus tobillos, y que ante tanta indiferencia baja y se hunde en la suave arena. con el dedo índice lo separa de la noche, y del mar; le da forma, lo delimita. con el mayor nota cómo el caracol, más allá de sus intentos, tiene una identidad propia: no es sólo lo que ella ha delimitado, sino que también se recorre a sí mismo. lo pasa al anular, y nota que no sólo es un caracol, sino que es todos los caracoles. lo descubre como parte del mundo, y entonces nota que es parte de sí misma. eso la asusta un poco, y mientras el mar intenta con mayor ímpetu trepar por sus rodillas, lo pasa presurosa al dedo meñique. y como con este dedo no siente nada interesante, lo tira al mar. y al mar se queda mirando; con el pelo como fuego.
y mientras tanto una moneda cae girando sobre sí misma. |