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La primera vez que la vi, quedé gratamente sorprendido: no tendría que pasar dos horas aburridas, al menos podría divertirme observando sus piernas o el largo cabello rojizo.

Una vez que me instalé en el salón de clases comencé a observar a mi alrededor. No había nada mejor que ver: el cuerpo y los movimientos sensuales de la bella profesora eran todo lo que el aula podía ofrecer; ni el exótico diseño del lugar (unos tubos flotantes que seguramente llevarían agua, gas, cables eléctricos y quien sabe qué inmundicias), ni el resto de los presentes, todos jóvenes en sus veintes, norteños clásicos: conservadores y preocupados por un futuro material y económico. Vaya que son extraños: ¡tener un monumento vivo frente a ellos y preocuparse por la lección! Leían sus libros de texto con tal concentración que parecía que su interés por desquitar los tres o cuatro mil pesos de la colegiatura era lo único que controlaba sus acciones.

En tanto que simple observador, cumplía cabalmente con mi función: miraba un poco a la concurrencia, intentaba descifrar lo que el arquitecto había pensado cuando pensó que un salón de clases podría ser atravesado por un tubo de drenaje, pero, por más que volteaba a un lado y a otro, mi mirada terminaba siempre en el fabuloso trasero y la roja melena de mi observada.

Y es que hacía mucho que no veía tanta perfección reunida en un solo cuerpo: su altura era cercana al metro y ochenta centímetros, sin embargo, los zapatos que vestía le agregaban otra centena de milímetros, lo que la hacía ver como diosa ante quienes, sentados en viles pupitres, la admirábamos en todo su esplendor. Su rostro, blanco y limpio, sin un solo rastro de enfermedad infantil mal cuidada, era casi de ensueño: nariz delgada, mentón apenas dibujado, labios finos pero elegantes. Aunque no recuerdo el color de sus ojos, puedo decir que tenían el inusitado brillo de la inteligencia (aquel que uno encuentra en las mujeres que no son precisamente hermosas, porque la belleza es inversamente proporcional a la inteligencia). Eran tan perspicaces que podían desenmascarar las intenciones más ocultas de su interlocutor.

Un pantalón negro, elegante pero muy sensual, permitía ver las nalgas delgadas y perfectamente proporcionales a las piernas: un observador experimentado como el que soy hubiera podido distinguir una pequeña tanga que realzaba su figura, delineando finamente su talle. Vestía una blusa morada, que apenas llegaba a la cintura y dejaba al aire una mínima ventana para ver un vientre plano, de un blanco que se antojaba suave y terso.

La perfección ya tenía un nombre: ***. Se sentó a mi lado cuando le dije que había sido elegido por la compañía redactora de libros de texto como observador, y que mi labor durante la semana consistiría en sentarme en las aulas y analizar el método de trabajo de cada instructor de latín. Mientras permitía que los alumnos prepararan un ejercicio de redacción, charlaba conmigo: había llegado a la metropoli hacía sólo unos meses y aún no conocía la ciudad, pero le gustaba mucho, tal vez se quedaría un año o más.

No dejaba de desenredarse la rojiza melena mientras me hablaba, girando de vez en cuando la cabeza para preguntar a los alumnos si ya estaban listos, al mismo tiempo me continuaba contando que algo que le encantaba de la enseñanza era la libertad que le permitía cambiar de ciudad cada año escolar, al fin y al cabo, el latín era una lengua universal y en todos lados precisaban de profesores (yo, en tanto, me preguntaba si sería tan fácil encontrar trabajo mientras se vagaba por el mundo… terminé concluyendo que para una mujer de esta belleza debería ser muy sencillo). El Cabo Verde y Lima ya habían sido testigos de sus enseñanzas, ahora había elegido México porque tenía la curiosidad de conocer el país.

Cuando le dije que esta urbe no era México me miró desdeñosamente y respondió: “por supuesto, eso lo sé, pero siempre hay que comenzar por un lugar, ya habrá tiempo de recorrer el resto”. No sólo era su belleza lo que me sorprendía, sino la facilidad con la que veía la vida. Y no únicamente eso: las aventureras no suelen ser tan hermosas… se levantó para seguir con su clase.

Mientras, mi butaca se elevaba por los aires y construía castillos: una mujer joven, inteligente, bella y viajera… era justo lo que le pedía a mi destino. Mientras *** explicaba el concepto del “homo faber” yo me imaginaba en un viaje por México en mi caballo de metal, como en los viejos tiempos, sólo que esta vez con el pasajero que siempre había soñado: la extranjera con la que finalmente me podría fundir en un solo ente. Al fin tendría con quien compartir las alegrías y tristezas del camino. Mis neuronas trabajaban de manera totalmente independiente, dibujando el amanecer en una tienda de campaña, con *** a mi lado, en la mitad de las montañas, en plena naturaleza, con la imagen difuminada de un lago azul en el que minutos más tarde nos bañaríamos y podríamos abrazar, pensando por siempre en el infinito.

Siempre había creído que Dios no existía, pero por una vez pensé que era real y que esta era su demostración para convencerme: “anda hijo, toma lo que te pertenece y a partir de ahora ríndeme tributo…” Pensar que hasta llegué a soñar con un altar y una misa con madrinas y pajes: si Dios existe, es un Chapucero.

De vez en cuando, *** hacía una breve pausa en sus explicaciones y me volteaba a ver, como con cierta complicidad: me di cuenta que mis ojos lo decían todo y le pedían a gritos que dejara esa clase y que de una buena vez por todas viniera conmigo, para cumplir con nuestro destino. Después de tanto andar, la había encontrado donde nunca había pensado en buscarla.

El tiempo pasó rápidamente, aunque deseaba fervientemente que no llegáramos al término de la lección, pues no sabría cómo dirigirme a ella una vez que estuviésemos solos. Al final, ella fue quien rompió el turrón y preguntó sobre mi vida; nuestra conversación duró unos tres minutos y se despidió alegando un siguiente curso. “El miércoles hago una evaluación, tal vez te gustará estar presente en ella” - me dijo al tiempo que me permitía ver por última vez su bella espalda.

La conocí un lunes por la tarde. El martes y la mañana de miércoles fueron un martirio, no dejaba de pensar en ella y de fabricar nuevas aventuras: el mundo se abría a mis pies y me ponía una acompañante para mis próximas travesías. El futuro sería como el que había soñado, como lo había vaticinado mi profesor universitario: “si quieres ser feliz, haz lo que quieras, con quien quieras”. La primera parte estaba cumplida, iniciaba ahora el final feliz de mi historia.

Asia se me hacía pequeña para recorrerla con ***. Pensaba una y otra vez en lo que me había dicho: “pienso que la única manera de conocer una cultura es relacionándote directamente con sus estudiantes, porque ellos son un reflejo del pensamiento contemporáneo, son quienes tienen una esperanza por el futuro y al mismo tiempo provienen de un pasado familiar. Aborrezco ser turista, adoro inmiscuirme en la sociedad”. El resto de mis días pasarían entre la felicidad de la mujer perfecta y el sueño de descubrir mi mundo a su estilo: permeando sociedades.

El miércoles, el ansia de mi espera, llegó. Por primera vez después de cinco años me paré frente al guardarropa (un guardarropa que daría risa a un obrero afgano) y dudé qué ponerme: si antes café y negro eran una combinación perfecta, ahora azul y amarillo eran “incultos”, negro con verde sonaba a “banda de música tropical”… perfumé hasta los calcetines (tal vez esperando que esa noche podría besar los pies de mi nuevo sueño) y terminé usando un pantalón de vestir oscuro con una camisa blanca, sin corbata de por medio, al fin y al cabo –pensé, a esta mujer no la voy a impresionar con mi vestimenta, sino con mi intelecto.

Me presenté en el aula unos minutos antes del comienzo de la sesión. Entré sigilosamente y no me sorprendió ver a otros buitres alrededor de la presa, rondando y esperando su oportunidad de devorar ese exquisito botín. No me amedrenté, esas pequeñas aves de rapiña eran demasiado jóvenes: dos cuervos querían devorar a una musa, era demasiado para ellos. En cuanto me vieron acercarme bajaron las alas y ocultaron sus picos: terminaron por dejarme el campo libre, sabedores de que hay aves de rapiña más grandes con las que no vale la pena pelear.

Cinco minutos que parecieron aterrizar el sueño: conocí un poco más a ***. Apenas contaba con veintiocho años, su ascendencia era europea, aunque había vivido en la India la mayor parte de su niñez y juventud hasta que un buen día había decidido andar y andar. Cada una de sus palabras me deleitaba, el tono de su voz era hipnotizante.

La clase comenzó y la ilusión del observador continuó: *** vestía una falda larga de algodón delgado, en color beige con figuras vino, casi transparente, que mostraba el contorno perfecto de sus piernas. Sonreía mucho y de vez en cuando me permitía compartir, con sus alumnos, la visión de sus dientes blancos y perfectamente alineados. Yo trataba de sonreír al unísono, aunque estaba consciente de lo pobre de mi expresión, comparada con la suya.

La clase terminó y no sabía si aborrecer el hecho o agradecerlo, pues al final, la oportunidad de invitarla a tomar un trago o pasear por la ciudad también comenzaba, pero por otro lado, no tendría de nuevo la oportunidad de admirar su hermosa figura con tanto desenfado, como lo puede hacer el alumno con el profesor.

Esperé a que el salón se vaciara, y justo cuando se aprestaba a juntar su material esparcido por en el escritorio me acerqué un poco para felicitarle por la sesión. Esperaba aprovechar, en toda elegancia y discreción, la oportunidad de estar a menos de un metro de distancia de ella para invitarla, sin embargo, justo en ese instante, irrumpió en el aula un anciano de unos sesenta y cinco años, con barba blanca y ojos de pirata malayo. Se acercó el objeto de mi frenético deseo y, abrazándola por la espalda puso su mano sobre su bello vientre, mientras con la otra mano acariciaba su rojizo cabello y le murmuraba algo al oído.

*** perdió un poco la compostura y se sintió un poco apenada conmigo, pero inmediatamente recuperó la sangre fría, dio un giro para ponerse junto a aquel hombre y encarándome con una mirada entre tierna y desilusionante, me dijo: “te presento a Ulises, mi esposo”…

¡Y yo que me reía de los pobres cuervos noveles que querían devorar tan suculento plato! El cazador terminó siendo cazado… y la cazada terminó siendo casada. No tuve más que decir, no hubo palabras que sirvieran para ocultar mi decepción, y sin embargo, tenía que perder como los verdaderos caballeros: bajar mi espada, arrojarla a los pies del vencedor y esperar, sin armas pero con la cabeza altiva y la mirada firme, el perdón del triunfador de la contienda en la que me había presentado demasiado tarde.

Nada de eso pasó: el hombre de *** me miró entre divertido y sorprendido, como comprendiendo que él también había tenido treinta años y se había sentido alguna vez un intrépido caballero, dispuesto a conquistar a la princesa más hermosa de cualquier fortaleza. Extendió su mano hacia mí y no tuve más remedio que tomarla con la mía y hacer una salutación cordial, reconociendo que por esta vez, el vencido era yo.

Me miró fijamente. Leí en sus ojos la lección: “’el diablo sabe por viejo, no por diablo’ sigue buscando ese sueño, marinero, que en algún puerto está también tu Penélope. Por lo pronto, ésta es mía y me esperó por años, los mismos que sufrí para encontrarla”.

Haciendo acopio de fuerzas miré primero al hombre y después busqué los ojos de *** que me observaban furtivamente. Sin más, me despedí con atención y me retiré. En el camino de vuelta a casa comprendí que el amor no discierne edades, pero también entendí que la mujer con la que sueño es un animal en extinción, tal vez tan difícil de encontrar como el animal que soy yo cuando sueño que sueño que puedo soñar.

Texto agregado el 30-12-2004, y leído por 217 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
01-12-2016 Buen cuento. Saludos desde Querétaro. queretaro
16-07-2007 Es un cuento bastante bueno, la historia de muchos qeu buscan conseguir el amor en una belleza inalcanzable. Bastnte bien tus juegos de palabras: y la cazada terminó siendo casada. Tus 5* Froilan
17-05-2005 es una muy buena histora y la forma que tienes para relatarla la hace mejor aunque no es tristona, siento que no es asi como quieres que se vea no? más bien, como una experiencia que ahora recuerdas con una sonrisa, te dejo mis **** principessasofia
26-01-2005 Disculpa el error (horror) que aparece en mi comentario anterior...muebo jamás debió ser muebo sino muy bueno...seguramente estaba activada la tecla insert de mi teclado, era solo eso, aclararte que no hablo un idioma raro...solo se me "chispotearon" algunas letras....ahora si...chau. RheaMilows
26-01-2005 Hola samorales, sinceramente tu cuento me pareció excelente, sobre todo las descripciones que aparecen en él, te felicito, eres muebo escribiendo. Ah! Me sumo a ciruja6, chapucero, ¿qué siginifica?...saludos...espero que sumes mas textos a tu lista.... RheaMilows
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