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 “Matías Letelier Monge pase adelante.”

 Me paré nervioso, debo admitir que no estaba preparado para algo semejante. Signo de eso fue un escalofrío que comenzaba a subir, desde la punta de mis pies recorriendo el cuerpo completo, para venir a estancarse en mis manos y cuerdas vocales que, tímidas, empezaban a pronunciar las primeras palabras de un discurso improvisado. Pero no pude hacerlo. Un temblor de frecuencia modulada inhibía mis pensamientos. Una gota de sudor emprendía camino bajando desde mi frente en dirección a la nariz –debo admitir que no era una gota ordinaria, mas bien, casi premonitoria— yendo a dar justo a la boca del micrófono, lo que produjo un ruido desagradable que todo el mundo sintió en los oídos y yo en mis ojos que recibían sus miradas, por un instante, de desprecio. Miré sus caras y olvidé los diez primeros años de educación del colegio, emitiendo sólo un balbuceo conmigo mismo. Noté que la gente allí parecía impacientar: movían sus pies y golpeaban los bancos con sus dedos; y sus miradas perdidas buscaban un reloj. “¡Apúrate hombre!” podía leerse en ellos cuando cruzábamos nuestras miradas. Llevaba cerca de treinta segundos en aquella degolladora situación, cuando descubrí el principio de mi felicidad. Las palabras correr y escapar comenzaron a formar oraciones en mi cabeza, armando un plan y toda una estrategia para salir de esa pesadilla auto impuesta. No lo pensé más. Miré por última vez las caras de los allí presente, les sonreí, tomé mis cosas y me dirigí hacia la salida. En ese segundo la adrenalina tomó las riendas de mi jugada y me hizo tirarle los libros al rector, un lápiz a una secretaria y mis anteojos a un profesor humanista, y emprendí una carrera en busca de mi destino.

 Como después de una guerra, con las ropas arrancadas de su lugar, me encontraba a la salida de la universidad caminando por el paseo peatonal justo a la hora de mayor trafico humano. Un hombre camina, una mujer se peina mientras otro hombre la mira de reojo; un niño pasea su perro al mismo tiempo que su mamá le compra un dulce al vendedor del kiosco de la plaza central; hay unos malabaristas, unos mimos, un violinista con un violín dorado que endulza el aire con una suave melodía. Cruzando la calle, pasa un mendigo alrededor de mil animales vestidos de etiqueta, que lo miran como si no existiera, todos apurados perseguidos por su trabajo, igual a los que me miraban en aquella sala. De pronto, alguien grita “¡ladrón, ladrón!”, pero nadie se inmuta, salvo una manada de policías, unos a pie otros a caballo, que lo persiguen y le dan alcance unas cuadras más allá. El sol aún calienta en lo alto del cielo, mientras unas nubes misteriosas se acercan al lugar, como queriendo desafiar sus rayos. Una niña grita, una guagua llora, se escuchan muchos ruidos y no logro distinguir una voz de otra, se produce un nodo de frecuencia alta, una suma de voces que duplican la intensidad con que me llega un eco dividido en las esquinas, todo eso sumado al ruido que producen aquellos altos edificios, las micros y los autos que circulan, hacen que se multiplique la interferencia que perciben mis oídos. Ya no distingo nada, sólo puedo guiarme por mi nariz y mis ojos, que aún están sanos. Percibo un fuerte olor a cigarro, una pipa que se acaba de encender, y una nube amenazadora que emana de una micro cubre por completo el lugar. Me siento pálido, los ojos me lloran y sin embargo pena no tengo, más bien envisto una angustia en el fondo de mi corazón, por la pobreza que abunda en la cara de aquellos que levantan nuestro país. ¿Qué es un día bueno? En este momento no conozco la respuesta, pero esto escapa de parecérsele siquiera un poco.
 Empiezo a correr y tropiezo con una corriente de personas que me pegan, me empujan, me botan y no me levantan. Lanzo un grito ahogado al aire que no encuentra descanso, y busco un lugar para refugiarme de esos gigantes egoístas, que me miran como si no existiera. Y en mi vago caminar encuentro un rincón que me invita a reposar mi cuerpo en su lomo, dejarme acariciar por sus miles de dedos y la sombra que proyectan sus cuerpos. Es un lugar mágico. Comienzo a caminar por la arena que marca las avenidas de la plaza central. Mis ojos sienten un descanso y sueñan que están en un lugar distinto del que momento antes escapara. Y es en esa alegre sensación cuando descubro debajo de un viejo roble, a un chiquillo de unos doce años, diría yo, por su apariencia sana e inocente. Vestía un pantalón gris oscuro, gastado por el tiempo de uso, que quizás era el único que le gustaba ponerse, porque se veía muy cómodo en él; además llevaba un chaleco gris claro y por sobre ella una chaqueta de jeans, de un color azul grisáceo, y unos zapatos azules, de esos grandes, con líneas grises y negras. Parecía triste, por su apariencia y su forma de vestir, podría decir cualquier persona, sin embargo en sus ojos reinaba una alegría indescriptible. Me recuerda a mí en aquellos días que solía soñar. Me acerqué despacio para no interrumpir el sueño que encerraba a ese pequeño. Al verlo bien noté que entre sus manos tenía un libro, pero no podía alcanzar a leer el título. Me acerqué un poco más y me senté a su lado suavemente, buscando no interrumpirlo.

- Hola – me dijo.
- Eh hola, ¿no te interrumpí? – le respondí sorprendido frente a su iniciativa.
- No, todo lo contrario. Lo estaba esperando.

 No entendía a que se refería con eso, pero sin embargo encontraba genial este raro encuentro por lo que seguí hablando con él.

- ¿A mí? ¿Por qué?
- Fácil. Usted estaba perdido, buscaba una respuesta entre medio de toda esa gente y no sabía dónde descansar…
- Sí es verdad…
- Entonces miró hacia este lugar y sin quererlo me buscaba…
- ¿Te buscaba?
- Sí, y yo esperé a que se acercara para invitarlo, pero usted mismo se sentó a mi lado. ¿Ve?

 En ese momento me quedé helado, no sabía dónde estaba, cómo era posible que ese niño que se veía tan entusiasmado leyendo pudiese haber notado la existencia de una persona extraña y desconocida para él. Me recuerda un cuento de la madre Teresa de Calcuta una vez que iba a una congregación y llegó atrazada porque descubrió a un necesitado y se quedó con él porque él la necesitaba más a ella que las otras personas. Pero ¿Por qué se fijó en él? ¿Por qué él se fijó en mí?

- Eres un niño muy inteligente, ¿sabes?
- No se trata de ser o no inteligente, sino de saber mirar y escuchar; aprender a sentir y oír lo que dicen las cosas que uno ve.

 Me descolocaba la forma en que él veía las cosas que pasaban a su alrededor; era realmente sorprendente. Tan chico y a la vez tan grande.

- ¿Y qué ves tú?
- Lo mismo que usted.
- Pero no comprendo cómo puedes oír algo entre tantos ruidos, cómo puedes sentir algo entre tanta gente, cómo…
- Tan grande y sin embargo tan pobre – me interrumpió -. Usted es tan pobre como la gente que usted mira alrededor. Esa gente que anda apurada buscando respuestas, al igual que usted, no se dan cuenta que la respuesta está frente a sus narices, en todos los lugares. Sólo tienen que dejarse llevar y escuchar.
- Tienes razón. La verdad es que busco un instante para descansar. Todo se me ha vuelto monótono. “Matías haz esto, Matías haz esto otro. ¡Vamos apúrate que no tengo todo el día!…” Estoy cansado. La vida se ha vuelto una rutina incesante y lo único que pido a gritos es un respiro. Mi proyecto de vida está en crisis, no quiero prestar servicios sin dejar una huella, porque de lo contrario ¿para qué vivimos? Fue justo ahí, cuando sin quererlo encontré un lugar que siempre había estado aquí.
- ¿Pero era el jardín de la plaza lo que realmente estabas buscando?
- ¿Qué? – Suspiré – La verdad ya no sé ni qué busco.
- Quizás me buscabas. Eres como un científico perdido – comenzó como a relatar -. Tú estabas trabajando en una gran oficina y decidiste salir un instante de tu trabajo para conocer la realidad… mmm… eres un vagabundo de ideas, necesitas algo que te llene y no lo encuentras. Necesitas, aunque ya lo sabes, saber cuál es tu servicio y proyecto de vida.
- Me has dejado anonadado, no se cómo, pero ese mismo soy yo. ¿Qué lees?
- ¿Esto? Son escritos de varios escritores, como Bloom, Frassard, el Papa, entre otros. Ellos me enseñan mucho. ¿Hace cuánto tiempo que no lees un buen libro?
- Acabo de terminar un tomo sobre microeconomía y otro sobre termo física nuclear, que habla de la existencia…
- ¡No! – Me interrumpió – No ese tipo de libros. Me refiero a un libro de lectura, como por ejemplo “El Señor de los Anillos”, de J. R. R. tolkien. Esto es lo que pasa, el hombre gira en torno a si mismo y nadie se deja un segundo siquiera para estar con el del lado. Estamos en una sociedad de consumo, materialista y sedienta de poder. La vida da asco vivirla. Por eso yo leo – me dijo como encontrando la respuesta a mis problemas.

 Tenía ante mis ojos la ventana que estaba buscando, esa entrada a un mundo mágico, distinto, nuevo; eso que nos hace olvidar nuestros problemas y nos convierte en seres íntegros.

- En la lectura –prosiguió- podemos ser nuestros propios héroes, pelear una guerra santa y rescatar a nuestra princesa amada. Podemos incluso conocernos a nosotros mismos, reconocer nuestras fallas y problemas, podemos volver a nacer y vivir nuestras vidas de una manera distinta, y hasta podemos encontrar nuestra vocación, armar nuestro proyecto de vida, descubrir a qué estamos llamados y mucho más. Todo eso con un simple libro que siempre va a estar a nuestro alcance.
- Pero yo no tengo tiempo – le dije -. Vivo ocupado en los asuntos de mi empresa. Tengo que crear un…
- ¿No entiendes? – Me interrumpió nuevamente.- Es justamente por eso que ves tu vida tan monótona y no encuentras lo que andas buscando. Siempre estás haciendo la misma rutina; si no es ese trabajo será otro, pero siempre será igual. ¿No te han dado ganas de no trabajar, viajar por el mundo, liberarte de las cadenas que tu mismo te has puesto?
- Pero el tiempo…
- ¿Siempre vives pendiente del tiempo? ¿No crees que en algún momento tu tiempo se va a acabar y al mirar hacia atrás lo único verás será tu tiempo perdido?

 En ese momento una extraña sensación recorrió mi cuerpo. Sentía el pesar de todos los años que me había pasado estudiando derrumbados ante mí. Necesitaba escapar pero no sabía cómo, sólo sabía que necesitaba escapar.

- Si tú realmente quieres algo, mi amigo, lo obtendrás.

 Al decir esto me extendió su libro. Su respuesta a todos los problemas; ese mundo nuevo que me esperaba para mostrarme un sinfín de cosas nunca antes vistas por mí. Le ofrecí mi mano sin dudarlo, y tomé el libro como una mujer sosteniendo a su guagua. Una cobertura roja, gastada por el tiempo, cubría todo el libro, y en su lomo se podía leer, con una letra dorada un poco borrosa, “Pensadores del siglo XX”. Abrí el libro en la página quinientos cuatro y encontré que una frase había sido subrayada: “Si no hay palabras, la culpa es de nosotros por no hablar”.

- Quizás esta frase que subrayaste es justo lo que necesitaba oír. No me he detenido a pensar y ver cómo esta mi vida, por eso me quedado sin palabras, sin proyecto y he caído en la monotonía.
- Pero todavía estas a tiempo para cambiar –me dijo en un tono muy esperanzador- tienes que darte cuenta, abrir los ojos.
- Ahora creo empezar a comprender. Cuando era chico, me refugiaba en la lectura y todo era feliz. Vivía sin preocupaciones y tenía muchos sueños y ganas de hacer todo lo que estuviera a mi alcance. Pero ahora, sólo vivo pensando en el trabajo y el estudio, y no me dejo tiempo siquiera para preocuparme de mí mismo, ni de la gente que me rodea.
- Piensa en esto: te levantas en la mañana y sales a la calle. Vas a ver pasar de seguro una micro. Imagina que es la de las siete treinta. Miras hacia tu derecha y vez a una señora despidiéndose de su marido; a tu otro lado, están saliendo los niños que se van a clases; por el frente una mujer riega las plantas, y en el horizonte comienza a salir el sol. Pasan las horas y cae la noche. Te levantas al día siguiente a la misma hora más o menos, y sales de nuevo a la calle a caminar, a dar una vuelta a la manzana y ¿qué vez? Lo mismo. Si lo haces más seguido, de repente vas a conocer a tus vecinos y ahora en vez de levantarte y mirarlos los vas a saludar como si los conocieras de toda tu vida. Luego todos los días vas a repetir la misma rutina, una y otra vez, hasta que un día vas a desaparecer. ¿Tú crees que alguien notará tu desaparición?
- Sí, pero por supuesto – contesté algo confundido.
- ¿Y a qué se debe?
- A que hubo un quiebre, porque todo lo que antes se hacía habitualmente, no se va a hacer, porque yo no voy a estar ahí para saludar a la vecina, reírme cuando se escape el perro de la señora del frente y…
- Hasta usted mismo se dio cuenta – detuvo mi explicación – que un quiebre produjo que todo lo anterior diera un giro. Eso es lo mismo que tiene que hacer con tu vida. Si la encuentra monótona y cree que vive en una rutina incesante, busque ese quiebre, rompa los esquemas…
- Pero ¿cómo? – interrumpí.
- Es muy sencillo – me dijo -. Sólo relájese, tome un buen libro y empiece a leer, comience a soñar y haga de su vida una fiesta.
- Lo difícil no es celebrar una fiesta, sino que encontrar quien se alegre con ella.
- Pero si usted la busca, la encontrará. Lo mismo que la respuesta que tanto anhela.
- ¿Y qué pasaría, mi joven amigo, si trato de escribir mi historia? Quizás pueda escribir sobre mi proyecto de vida, qué puedo ofrecer y en qué puedo servir y hacerme útil. Y así puede que logre encontrar esa respuesta que tanto busco.
- ¿Ves? Ya tienes algo. Ahora sólo tienes que desarrollarla. Está en ti el encontrarla.

 Mis ojos se llenaron de vida y dentro de mí empezó a nacer un deseo de contar todas las cosas por las que he pasado, los intensos momentos que he vivido y más de alguna historia que he inventado. Aquel niño me miró por última vez, me sonrió y me dijo que me quedara con el libro, pero también me señaló el camino. Ahora el cómo lo voy a recorrer depende de mí. Pero lo voy a hacer como siempre lo he hecho: con amor y pasión por esta vida. Mi vida va a tener acción y emoción, suspenso e intriga. Y todas las palabras terminadas en ión… como… como un guión. Eso era. Mi vida tiene que ser como un guión en donde yo voy a ser el actor principal. Me voy a vestir de mi mismo y voy a actuar mi vida. Ya lo veo: “Señoras y señores, ya llega el programa número uno del país, y que con tanta insistencia ustedes lo han pedido a través de nuestra pasada encuesta: ‘Hoy triunfamos’. Que nos enseña a relajar el rigor de la conciencia y corregir el verdadero camino del éxito total.” Se cierra el telón. Alguien me maquilla y heme aquí nuevamente, sentado frente a un espejo. Don Tartufo me sonríe. Se abre el telón… y comienza el espectáculo de mi vida… es hora de actuar.

Texto agregado el 30-12-2004, y leído por 126 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
31-12-2004 mejoró, solo checa la redacción y la gramatica; aunque creo es un poko rebuscado, lo prefiero al anterior, este ya es tan pretencioso y no es aburrido Kamyla
 
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