Irrumpieron las fuerzas invasoras, intuyendo con el más vulgar de los desatinos que cada uno de esos engranajes estaba torcido, que su contestatario chirriar era solucionable con un simple reemplazo, descuajaron los artificios, colocaron las cifras en cero, proclamaron la nueva patria, flamante, inextinguible, pues, todos los imperios son inmortales hasta que la soberbia los corroe. Después devastaron las obras simbólicas en un intento por entorpecer la memoria, a los ancianos se les abrieron sepulcros en sus propios recuerdos y por allí se escabulleron esas figuritas famélicas y entonces, aquella sociedad sojuzgada reanudó su tranco inicial con la errática evolución de las naves que han extraviado su plan de vuelo.
Los escritores aún conservaban sus manos para movilizarlas frenéticas sobre cualquier superficie, era menester que la furia se manifestara en el caracoleo eficiente de la prosa, que el verbo gritara su descontento, hiriendo la pulpa de esas páginas que luego volarían por los negros cielos como palomas de celulosa. El mensaje cayó en tierra fértil, abonada por las lágrimas, trayendo consuelo y esperanza a esos seres oscuros, manantial fresco que se alojó en sus corazones doloridos para palpitar con denuedo. Y el venero de palabras se esparció sobre el territorio dominado por el oprobio, fue pisoteado, manoseado y desgarrado y las aves de rapiña los llevaron en vilo a las catedrales del poder. Allí, las proclamas fueron desmenuzadas, se les declaró instrumentos de sedición y las hordas acudieron en masa a las viviendas en las que los escritores fabricaban sus armas de papel. A uno le cercenaron las manos, a otro le reventaron sus ojos, al más sabio lo torturaron hasta destrozarles sus convicciones, luego fueron dejados en los márgenes del imperio para que no hicieran lo que debían. Mas, sobrevivieron y erraron por el mundo, incompletos y ateridos. Fueron los voceros de la ignominia, los predicadores de la venganza, sus gargantas se llenaron de azucenas, alfombraron promesas por todo el orbe.
El pueblo se levantó, cuando ya no fue posible respirar sin sentir que las armas se introducían en sus intestinos, los adalides fueron los hombres simples, ellos siempre mantuvieron en alto sus manos crispadas, manosearon la esperanza, tanto así que ella maduró antes que los invasores la talaran de cuajo, las manos empuñadas se enfrentaron a los obuses, las piernas vigorosas pudieron mucho más que los tanques burgueses, la palabra patria flameaba en cada pecho emancipador y tras una larga y angustiosa batalla, el poder, gordo y somnoliento como un felino regalón, cambió de mando, los opresores huyeron a las colinas y allí fueron pasto fácil de las fieras salvajes y la naturaleza también se hizo parte barriéndolos para siempre de la faz de la tierra.
La patria es una planta que crece poderosa, libre, engarzándose en los valores que la elevan por sobre el horizonte, la atmósfera huele a pensamiento, a pundonor, a valentía, su pueblo crece sin límites de ninguna especie.
Nuevos invasores esperan al otro lado de la ribera y entretanto envían a sus aves rapaces para que picoteen buscando una brecha en ese sólido firmamento. La encontrarán, que no quepan dudas…
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