blanco
He aprendido a odiar en silencio. El silencio es el arma más cruel para luchar contra algo que odias. Así sé que ellos tienen ganas de pegarme, de provocar una reacción en mis ojos. La que sea. Odio, amor o asco, en lugar de mi frialdad. La frialdad que indica que soy una extraña.
Me gusta el frío. Me hace sentir que estoy viva y que soy diferente a ellos, que no han conseguido arrastrarme. Querer arrastrarme es como querer arrastrar a un pez de colores con un rastrillo.
Por la noche tengo sueños polares. Sueño que estoy en el lugar más gélido del planeta. Un lugar tan frío que se me escarcha el corazón, y no siento. Y es que a veces me gustaría no sentir nada. No ver nada. No oír nada. Nada. ¿Hay algo más parecido a la nada que el color blanco? El blanco de este paisaje glacial. Blanco, puro y nuclear. Blanco, manchado por dos figuras.
Me deslizo sobre el hielo. Las cuchillas me deslizan tan rápido que ni las penas ni los días pueden seguirme. Sólo la música, el sonido a veces frágil a veces punzante, de un violín. Sonido, regalo de otro escapista del mundo, de otra mancha en la blancura. Música de terciopelo y de inquietantes angustias. Música que hiela el alma.
No nos conocemos. Nunca hemos hablado. Nos amamos. En silencio, somos dos amantes fugitivos queriéndonos en secreto. Hay algo que nos une, quizás es una cinta, tan blanca, que no podemos verla. Quizás es el mismo odio hacia ellos. Somos tan diferentes al resto que hasta ya nos parecemos. La música de su violín y la danza de mis patines, espectáculo trágico. Espectáculo blanco.
Abro los ojos tanto como puedo, para que todo este vacío se me meta bien adentro. Para que viaje al interior de mis emociones y me regale la serenidad que necesito, la evasión que ansío. Para que mis secretos se vuelvan silencios y mis miedos susurros.
Llevo todas mis desgracias cosidas en el camisón, por eso sólo sueño de noche. Un camisón blanco. Blanco como la nieve. Blanco como la nada.
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