Sobre la existencia de Papá Noel
A pesar de que me tilden de loco, puedo afirmar con seguridad que Papá Noel existe. Y lo afirmo ahora, a los veinticuatro años de edad, después de haberlo negado por más de una década, de haberlo depositado en la memoria como una leyenda más, como un cuento para los niños rezumantes de ilusiones.
En la pasada navidad, al ocaso del año 2004, me encontraba en la ciudad de Ushuaia, lejos de mi familia, mis afectos y los viejos amigos. Lucas Pelegrina me ofreció pasar la nochebuena en su casa, vislumbrando mi soledad, prestándome de alguna manera, la contención de su familia. Esa noche me sentí muy a gusto. Me hizo bien estar rodeado de padres, hermanos, sobrinos y abuelos, aún sabiendo que no eran míos. Era más el hecho de estar, de compartir una cena, una sidra o un vino, festejando en cierta forma la unión de la especie humana. La noche fue transcurriendo entre matambres, vitel toné y pollo asado. La alegría, los chistes y los deseos de paz fueron moneda corriente. Ya a las doce, el momento del brindis, el “chin chin” colectivo y desincronizado, con un trasfondo de felicitaciones y efusivos saludos acompañados de besos y abrazos casi siempre sinceros. Después de tan menuda ceremonia, la identificación y posterior apertura de obsequios se hizo inminente. Como aún no estaban debajo del árbol, los adultos presentes recurrimos a una de las tantas estratagemas para preservar intacta la ilusión de los niños. Las mujeres se encargaron de la archiconocida “vuelta a la manzana”, a fin de buscar las huellas del generosísimo hombre gordo de traje colorado. Mientras tanto, Don Pelegrina se ocupó de acomodar con pericia los regalos a la sombra del árbol. Cuando los niños llegaron sin éxito de su efímera expedición, se encontraron con el tesoro esperado: decenas de presentes envueltos en papel tipo escocés. Los niños oían expectantes, con sus ojos de brillosos reflejos, la voz de Araceli, que anunciaba uno a uno a los beneficiados de ese concurso en el que todos tienen premios, pues el viejo Papá Noel jamás se olvida de nadie. Cada nombre era sucedido por un tumulto de aplausos y alabanzas, además de las interrogantes miradas del resto hacia el agraciado y su regalo. Esto último no se prolongaba por mucho, ya que cada uno estaba ansioso por recibir su obsequio. La montaña de presentes fue perdiendo altura y volumen, y ya casi al final del petit ritual, Araceli anunció mi nombre. No hubo mucho estruendo en el aplauso, más que nada porque cada uno disfrutaba ya de los primeros momentos junto a sus recientes adquisiciones. Tomé el regalo y enseguida busqué miradas cómplices con Don Pelegrina y su esposa, pues quería agradecerles por tan noble gesto. Para sorpresa mía, me topé con caras desconcertadas, perdidas en el espacio de la incomprensión. Me encontré con los ojos de Lucas, pero sólo me transmitieron indiferencia.
Mientras estaba abriendo mi presente, pensaba en la identidad del responsable de la compra de mi flamante y nuevo perfume “Pino Fresh”. Un ruido sordo y seco como un cachetazo sonó detrás de la ventana, e hizo que me desviase de mi cavilación. Me di cuenta que éste no había sido producido por algún integrante de la familia, como los de antes, para asustar o ilusionar a las almas más jóvenes. Me precipité hacia fuera de la casa y entonces sucedió el milagro. Lo vi perdiéndose en atolondrada carrera, con su traje mullido de rojos intensamente llamativos. No alcancé a ver su rostro, pero observé nítidamente sus botas negras y su inmensa bolsa llena de sorpresas e ilusiones. Corrí hasta la esquina, abrumado por la excitación y el asombro, pero cuando llegué ya se había ido. Comencé a caminar hacia la casa de los Pelegrina y justo antes de entrar dirigí la mirada hacia la luna llena. Me resistía a creer en lo que mis ojos veían: Papá Noel en su carro, arrastrado mágicamente por su ejército de bondadosos renos. Lo saludé frenéticamente y aunque no pude verlo, sé que él me saludaba desde los aires, desde el brillo de las estrellas y la noche. Desapareció de a poco entre las nubes y el rumor de los cometas. El metálico ruido de la puerta, al abrirse a mis espaldas, no pudo quitarme del transe producido por el novedoso espectáculo. Al verme estupefacto y pensativo, Lucas me preguntó qué miraba. La luna, le contesté. Está hermosa, viste. Claro que no le dije la verdad, quería guardarme el secreto.
28/12/04
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