Dijeron que sería lo mejor, que lo hacían por mi bien. "La familia necesita más espacio". Eso sin contar las ventajas aparentes de una mejor ubicación, "Para estar más cerca de todo". Mentiras. La nueva casa no era tan nueva, éramos mas bien nosotros los "nuevos" en ella. Desde el principio me sentí como un extraño caminando sobre los escalones de cantera de la entrada, los pisos de madera, los azulejos del baño. Los techos altos provocaban un eco con el que era imposible familiarizarse, y el lavamanos era tan grande y pesado que por alguna razón me daba miedo. Eso no era lo peor, yo odiaba entrar a la cocina, ahí había demasiado espacio vacío, no sé, nada más no me gustaba. Quizá era porque en ella había unas escaleras que bajaban al sótano. “Es una despensa” decía mi mamá, “así se usaban”. Pero estoy seguro que no, se trataba de un sótano, pequeño, de techo bajo, muy fresco, sospechosamente limpio y seco. A un lado y al fondo, en lo más alto de los muros, había un par de pequeñas ventanas que apenas dejaban entrar luz. Las escaleras tenían dos puertas, una de madera que ya se estaba deshaciendo y sobre esta se cerraba una pesada reja de hierro.
No se trataba de lo que había dejado al mudarnos a este edificio colonial, en realidad yo no creía haber encajado muy bien en mi vida anterior. Era más bien lo que venía, que no quería volver a intentarlo. Esforzarme para formar parte de algo aquí. Ya he tenido varias decepciones de esas. “Sé que va a ser difícil” me dijo mi papá, “que vas a extrañar a tus amigos”. Claro, como si se pudiera extrañar a alguien que no conoces y a quien no le importas; como mis compañeros de la escuela, que no eran más que un grupo de tarados con los que me veía obligado a pasar varias horas diarias en aras de “si quieres un futuro, tienes que prepararte”. O los vecinos, gente loca que poco o nada tiene que ver con nosotros y quienes seguramente se alegrarán de que mi familia y sus rarezas ya no estén cerca de ellos.
¿Por qué lo hicimos? Naranjas, una casualidad. Mi padre, comerciante y mediocre de toda la vida, venido de una familia de comerciantes fracasados, de alguna manera entró al negocio de los alimentos. Al parecer el hombre tenía una habilidad innata para entender todos los detalles del mercado de víveres y vegetales, pero fueron las naranjas las que una temporada logró vender como maniático, iniciando de pronto la fortuna de la familia. La racha siguió un par de años en los que el señor tuvo, además, el cuidado de no dejarse impresionar por su propio éxito, y administró con inteligencia, cualidad escasa en la familia, su nueva fortuna. A mí me pareció que de la noche a la mañana éramos ricos.
Al principio la única manera de encontrar tranquilidad en esa casa era estando en el jardín. Me encantaba. Yo hubiera comprado la casa sólo por ese jardín. Estaba al fondo, se llegaba a él por una puerta de cristales que estaba al terminar el pasillo. Había que bajar unos cuantos escalones. Ahí no había flores ni pasto, de hecho no era un jardín en sí, más bien lo había sido alguna vez. Ahora estaba cubierto de grava, al parecer los dueños anteriores lo habían usado de estacionamiento. Las tuberías, a la antigua, estaban expuestas sobre las paredes y había un grifo oxidado del que salía agua turbia y llena de sedimentos. En ese lugar había silencio, privacidad. De vez en cuando se entrometía algún gato curioso o una paloma. Pasaba ahí todo el tiempo que podía, en soledad, tratando de soñar. En los días calurosos en que el sol quemaba me sentaba en el pasillo, cerca de la puerta de cristales. Ahí aprendí a andar en bicicleta, cosa que me costó varios golpes y algunas gotas de sangre. Mi madre no compartió mi alegría, solo dijo que ya estaba grandecito para no saber montar la bicicleta. Recuerdo que pasé en ese jardín incluso algunas noches, cuando mi padre tenía que salir de la ciudad. Mi madre jamás se preocupaba por mi ausencia, jamás me buscaba por la casa, nunca subía las escaleras. El jardín y el segundo piso se convirtieron en mi reino.
Poco a poco me hice a la idea de la casa, de que éramos extraños el uno para el otro y curiosamente empezó a desaparecer nuestra mutua hostilidad. Algo similar sucedió con mi "nueva vida", empecé a pensar que podía ser feliz, logrando que las cosas no me afectaran. Digamos que me acostumbré al tedio, dejaron de preocuparme muchas cosas. En la escuela dejé de esforzarme tanto y me estabilicé un poco más abajo de lo acostumbrado. Alcancé a oír una conversación de mis padres en la que decían que no había de que preocuparse, que era debido a que estaba entrando en el difícil mundo de la adolescencia. Me hizo mucha gracia el comentario. Me prometí alejarme para siempre de los placeres en los que la gente de mi edad suele iniciarse aunque sea en menor medida. Me refugié gradualmente en la casa, en la literatura, en las horas perdidas de mi vida, en las canciones viejas que escuchaba mi madre, en la aceptación de ir matando mis sueños.
Dejé atrás todas esas cosas con la facilidad que se despierta de un sueño, y de pronto sentí una cierta curiosidad, una emoción inusitada. De alguna manera me había vuelto libre. Se me ocurrió la idea de ir en bicicleta a todas partes, realmente lo disfrutaba. En la escuela había superado la etapa de ser "el nuevo", luego el invisible, y ahora era uno de los raros y apartados. Mejor, así no había que molestarse por saludar a nadie. Mis padres a veces se preocupaban por mí, lo sé aunque difícilmente daban alguna señal. Mi mundo se hacía cada vez más pequeño, creo que eso es lo que me daba fuerzas para seguir. A veces recordaba mi infancia como una época más emotiva, pero nunca dejé que me afectara ¿para qué? Empecé a dejar de ir a la escuela a veces, solo aquellos días en que en realidad no había motivo para hacerlo. En vez de eso me dedicaba a recorrer las calles de la ciudad. Pero no me ayudó a nada, así que dejé de ausentarme. No me molestaba estar en la casa, oyendo los viejos discos de acetato de mi madre: Las Hermanas Landín, Elena Valdelamar y otros tantos artistas rancios llenaban el ambiente. Se oían mucho peor que el AM, pero en algún momento empecé a considerarlos como parte de la casa.
Hubo hace poco una tarde deliciosa. El viento soplaba, suave y cálido, trayendo nubes cargadas de lluvia. Salí a los escalones que daban al jardín y me senté ahí. Comenzaron a caer las gotas frescas y pensé en quedarme en ese lugar, sintiéndolas deslizarse por mi piel. Me agradaba. Pero me vio mi madre y me ordenó entrar a la casa a podrirme. "Te vas a enfermar" fue su argumento inamovible. Ni hablar. La lluvia duró mucho y a causa del tedio me vino la idea de averiguar qué había sido de aquel sótano que tanta desconfianza me provocó alguna vez. Bajé las escaleras, abrí las puertas. Noté que por alguna parte se filtraba el agua. En ese lugar no había nada, solo la vieja mesa del comedor de nuestra antigua casa y, debajo, cajas donde se había acumulado lo que ya no queríamos. Un par de cajas estaban llenas de cosas que alguna vez había peleado como mías. Ahí encontré mi vieja linterna, varios imanes, algunos juguetes para armar. Aquellos objetos habían cautivado mi imaginación cuando era niño, me habían entretenido muchas horas. Al parecer todavía conservaban la magia, no tardé en jugar con ellos otra vez. Ahí me alcanzó la noche y mi madre me dijo que durmiera. Así lo hice, pero al día siguiente regresé a ver qué más encontraba. Descubrí que las cajas en realidad no estaban debajo de la mesa, solo acomodadas en varios montones. Como pude hice una entrada entre los tiliches, me arrodillé y pasé entre ellos. Estaba oscuro y en silencio, lleno de polvo. Una caja de revistas viejas se había roto y ahora estaban regadas por el suelo. Leí algunas, estaban tan desactualizadas que era entretenido. Pasaba mucho tiempo en ese sótano. La mayor parte del tiempo no hacía nada en particular, sólo me las ingeniaba para pasar el rato, luchando una batalla contra el tedio que había perdido de antemano.
Me di cuenta de que mi vida era actuar por costumbre, en busca de cosas que no me interesaban. Algunas noches, cuando no podía dormir, salía al jardín a ver la luna y a fumar un cigarro, me tranquilizaba. A veces tomaba la bicicleta y la montaba por la casa, cuando nadie me veía. De alguna manera estas aventuras hicieron que me rompiera la pierna, cuando en un momento de locura traté de saltar de los famosos escalones. La situación tenía gracia. Ayudarme a subir las escaleras hasta mi habitación parecía ser demasiado pedir para mis padres, que decidieron que lo mejor sería bajar mi cama. No quisieron donar una de las numerosas habitaciones a la causa y pensaron ponerla en un recodo del pasillo. Tuvimos una discusión a causa de eso, y acordamos ponerla en el sótano. La escalera era adecuada: fácil de subir y con muchos menos escalones que la que lleva al segundo piso, con un firme barandal metálico y la reja, que se fijaba a la pared con una aldaba, servía de apoyo extra. Salir de la casa se volvió un suplicio, y aunque me acostumbré a la idea de las muletas no era fácil estar en el jardín ni usar la bicicleta, ya no digamos el ir a la escuela, donde yo parecía ser una especie de espectáculo de lo patético. Eso no me molestaba, lo irritante era el fingido espíritu de servicio que todavía se encuentra en algunos colegios de monjas: siempre había alguien que se ofrecía a ayudarme, a servirme de apoyo, a cargar lo que llevaba. No los necesitaba. Asistir a clases en ese estado ya no me era indiferente, ahora me resultaba ligeramente molesto. Decidí hacer algo al respecto y como el médico dijo que solo faltaba un par de semanas para retirar el yeso, le dije a mis padres que prefería tomármelos de descanso. Accedieron a regañadientes. En un momento en que me dejé llevar por el entusiasmo que hubiera surgido en mí de niño, me propuse aprovechar cada minuto de esas semanas. No debí hacerlo, sólo me decepcioné de no tener nada concreto que hacer con ese tiempo. Pasaba el tiempo husmeando en la interminable colección de objetos que había en mi nuevo cuarto. Encontré mi viejo diario, leí algunas páginas y lo dejé a un lado. Hallé un viejo cinturón que todavía me quedaba. Jugué con los juguetes para armar. Cuando oía que alguien venía a la cocina me apresuraba, con torpeza, a esconderme detrás de las cajas, debajo de la mesa. Llegó a suceder que me quedé dormido ahí toda la noche. Me acostumbré a pasar el tiempo en ese lugar.
A veces mis padres bajan y me regañan, otras intentan negociar el que yo salga de aquí. No obtienen respuesta, tarde o temprano se hartan. Una vez mi padre movió las cajas y me miró a la cara. No dije nada, ni él tampoco. Se fue y volví a poner las cosas en su lugar. Ahora vienen menos cada vez. Quizá llegue la ocasión en que tenga que salir de nuevo de la casa o de aquí, pero decidí que ya no me importa. Nada. A lo lejos se escucha que María Victoria canta aquella de "Estoy tan enamorada", lo hallo muy familiar, y pienso que nunca estuve tan bien como aquí, bajo la mesa.
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