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TLAHUAC
Por Juan de Lobos.

Nadie entraba ni salía de ese territorio sin que ellos lo supieran, sabían quienes eran estos hombres, sabían a qué venían. Esta mafia oscura, anónima, sin rostro de aquellos que no se llaman Arellano, si no Pérez, tampoco Amezcua, simplemente son González, aquellos que les da lo mismo venderla que consumirla, ellos los dueños del territorio ya sabían.

Desde un puesto de tacos de suadero se controlaba casi todo, habían varios vagos alrededor de el “Gordo”, chupando cagüamas y comiendo tacos de “a diez por ocho”; con precisión el “Gordo” dio las órdenes, el “Güero” y el “Pitirijas” se harían cargo de la bronca, así demostrarían a todos que “sí la armaban gacho”, que “no se rajaban”, que eran "de güevos".

A eso de las seis de la tarde ya "iban sobres" hacia los güeyes que traían las cámaras, esos que eran los únicos que no sabían; ellos que quitados de la pena tomaban fotos y video de los puestos y changarros que rodeaban la escuela, realizando trabajo de “inteligencia”, buscaban a quienes vendían droga en “tienditas”, a quienes tenían supuestas conexiones con narcos “pesados” y con grupos subversivos, necesitaban pruebas.

Salió una marejada de escuincles de la escuela, algunos con sus suéteres verdes a la cintura gritando, varios abalanzados sobre los puestos, comprando estampitas, charritos con valentina, pepinos y jícamas con chile, papeles, grapas o carrujos, otros saludaban mocosos y sudorosos a sus jefecitas y a sus carnales que habían ido por ellos.

El “Pitirijas”, más abusado, tuvo una idea chingona, miró a los fuereños que estaban en el carro gris y gritó a todo pulmón, acicateando el miedo de las madres y padres de familia, de los maestros, de los vecinos -¡Esos cabrones del carro se querían llevar un chavito!,¡Neta!, ¡esos culeros son secuestradores, venden pornografía infantil!- Silencio como lápida, todos quietos por milésimas eternas de segundo, ellos en su carro, dos con cámaras en mano, el “Güero” le siguió la onda, gritó arrojando una piedra, descongelándolos a todos -¡Vamos a darles en su madre a estos culeros!- niños, madres, vecinos rodean el carro, ¡se enciende la mecha!

No pudieron arrancar el auto, las mujeres colocaban detrás a sus chamaquitos, los rostros duros de miedo, golpean el cofre, avientan piedras, agarran palos, azotan el toldo, gritan, ellos petrificados, llueven cristales rotos, los toman de las greñas, los jalan, los patean, pies de mujeres, de niños, escupitajos, más gritos, insultos, ¡los sacan del carro! Unos voltean el vehículo, otros arrastran a los hombres sobre el pavimento que rasga sus ropas, sus espaldas, les quitan sus armas, los golpean; las pedradas, van amoratando e hinchando, dejando un rastro de sangre.

El “Pitirijas” y el “Güero” sonríen por lo bajo, se apoderan de las cámaras, toman fotos, videograban la sangre que escurre de los trancazos y las patadas. Un monstruo de cientos de brazos, con cientos de ojos aúlla, acorrala a los golpeados en el kiosco del pueblo, los amarra y vuelve a bramar- ¡Aquí no estamos en Milpa Alta!, ¡quémenlos!, ¡chínguenlos!- un grupo de perros pulgosos ladra furioso, enloquecido por el olor del miedo de los hombres semidesnudos, quienes abotagados bajo moretes y contusiones, no escuchan ninguna patrulla, solo los ladridos y a la turba.

Llegan los reflectores e iluminan los desfigurados rostros, una cámara, dos cámaras, micrófonos, ruido de helicópteros informativos, a lo lejos unas primeras patrullas llegan temerosas, los hombres se identifican frente a las cámaras, muestran sus placas, sus golpes, sus ojos clamando ¡piedad!, ¡ayuda!, los medios solo transmiten.

Un inteligente reportero les pregunta -¿Quién es su jefe?- ellos responden –Satán, es su clave- una señora de negro se hace oír entre la gente- ¡Son satánicos!, ¡quémenlos!- más ayes más espanto, ni un solo policía, ninguna ley, ningún derecho. Flashes de cámaras deslumbran a los ensangrentados, el pueblo quiere mostrar su fuerza, nadie se ha de burlar de ellos, poca gente, algunos camarógrafos y reporteros piden clemencia por los martirizados, otros quieren un mejor reportaje, la gente golpea de nuevo, los pican, jalan las cuerdas pendientes de sus brazos y sus cuellos.

El “Güero” y el “Pitirijas” ofrecen su material a los medios, cientos de policías llegan al lugar, no quieren entrar, no pueden entrar; los linchadores golpean, machucan a los agentes, los inundan de gasolina extraída de algún microbús, en vivo y a todo color en red nacional un trozo de infierno patrocinado por…, del otro lado de la tele, los rostros son reconocidos por madres, por futuras viudas, por futuros huérfanos.

Como ratas corren jóvenes entre las calles, tratan de despistar a la policía, en el puesto de tacos de suadero, el “Gordo” se sorprende de la astucia de sus improvisados sicarios -¡Tan pendejos que se veían esos dos!- exclama con el griterío de fondo.

Un cerillo cae cerca de los cuerpos de dos de los agentes, se extingue la llama ante la exclamación general, un acomedido espontáneo se acerca con un encendedor.

Tan solo tres horas de suplicio después llegan los refuerzos, -¡Había mucho tráfico!- alguien declararía más tarde y su cabeza rodaría; siguen los flashes, siguen los reflectores iluminando el terrible circo de odio, de venganza, de dolor, hedor de carne quemada, olor del gas lacrimógeno; el último sobreviviente voltea al cielo, implorando la llegada de Ángeles negros quienes con sus eslingas, desde un helicóptero jamás llegarían a rescatarlo, -no nos dejarán solos- murmura antes de desfallecer.

Al fin la policía los alcanza, muchos uniformados se ven reflejados en ellos, se cubren las bocas, sienten náuseas; agentes vestidos de paisanos cargan al sobreviviente en vilo, casi desnudo y en cruz después de semejante calvario, millones de mirones morbosos rodean los humeantes despojos, los medios respetuosos de los deudos omiten pasar las escenas sangrientas, pero también omitieron brindarles su ayuda, su protección; solo queda esperanza para uno.

A las pocas semanas ya casi nadie ajeno a las víctimas recuerda lo sucedido, salvo por un tenebroso atisbo de esa noche; en algunos puestos de discos piratas de la Merced y de Tepito entre “Maestras del Sexo Duro” y “Maduras Calientes” ya venden “La Masacre de Tlahuac” de “Pitirijas & Güero’s Films”.






























TLAHUAC
Por Juan de Lobos.

Nadie entraba ni salía de ese territorio sin que ellos lo supieran, sabían quienes eran estos hombres, sabían a qué venían. Esta mafia oscura, anónima, sin rostro de aquellos que no se llaman Arellano, si no Pérez, tampoco Amezcua, simplemente son González, aquellos que les da lo mismo venderla que consumirla, ellos los dueños del territorio ya sabían.

Desde un puesto de tacos de suadero se controlaba casi todo, habían varios vagos alrededor de el “Gordo”, chupando cagüamas y comiendo tacos de “a diez por ocho”; con precisión el “Gordo” dio las órdenes, el “Güero” y el “Pitirijas” se harían cargo de la bronca, así demostrarían a todos que “sí la armaban gacho”, que “no se rajaban”, que eran "de güevos".

A eso de las seis de la tarde ya "iban sobres" hacia los güeyes que traían las cámaras, esos que eran los únicos que no sabían; ellos que quitados de la pena tomaban fotos y video de los puestos y changarros que rodeaban la escuela, realizando trabajo de “inteligencia”, buscaban a quienes vendían droga en “tienditas”, a quienes tenían supuestas conexiones con narcos “pesados” y con grupos subversivos, necesitaban pruebas.

Salió una marejada de escuincles de la escuela, algunos con sus suéteres verdes a la cintura gritando, varios abalanzados sobre los puestos, comprando estampitas, charritos con valentina, pepinos y jícamas con chile, papeles, grapas o carrujos, otros saludaban mocosos y sudorosos a sus jefecitas y a sus carnales que habían ido por ellos.

El “Pitirijas”, más abusado, tuvo una idea chingona, miró a los fuereños que estaban en el carro gris y gritó a todo pulmón, acicateando el miedo de las madres y padres de familia, de los maestros, de los vecinos -¡Esos cabrones del carro se querían llevar un chavito!,¡Neta!, ¡esos culeros son secuestradores, venden pornografía infantil!- Silencio como lápida, todos quietos por milésimas eternas de segundo, ellos en su carro, dos con cámaras en mano, el “Güero” le siguió la onda, gritó arrojando una piedra, descongelándolos a todos -¡Vamos a darles en su madre a estos culeros!- niños, madres, vecinos rodean el carro, ¡se enciende la mecha!

No pudieron arrancar el auto, las mujeres colocaban detrás a sus chamaquitos, los rostros duros de miedo, golpean el cofre, avientan piedras, agarran palos, azotan el toldo, gritan, ellos petrificados, llueven cristales rotos, los toman de las greñas, los jalan, los patean, pies de mujeres, de niños, escupitajos, más gritos, insultos, ¡los sacan del carro! Unos voltean el vehículo, otros arrastran a los hombres sobre el pavimento que rasga sus ropas, sus espaldas, les quitan sus armas, los golpean; las pedradas, van amoratando e hinchando, dejando un rastro de sangre.

El “Pitirijas” y el “Güero” sonríen por lo bajo, se apoderan de las cámaras, toman fotos, videograban la sangre que escurre de los trancazos y las patadas. Un monstruo de cientos de brazos, con cientos de ojos aúlla, acorrala a los golpeados en el kiosco del pueblo, los amarra y vuelve a bramar- ¡Aquí no estamos en Milpa Alta!, ¡quémenlos!, ¡chínguenlos!- un grupo de perros pulgosos ladra furioso, enloquecido por el olor del miedo de los hombres semidesnudos, quienes abotagados bajo moretes y contusiones, no escuchan ninguna patrulla, solo los ladridos y a la turba.

Llegan los reflectores e iluminan los desfigurados rostros, una cámara, dos cámaras, micrófonos, ruido de helicópteros informativos, a lo lejos unas primeras patrullas llegan temerosas, los hombres se identifican frente a las cámaras, muestran sus placas, sus golpes, sus ojos clamando ¡piedad!, ¡ayuda!, los medios solo transmiten.

Un inteligente reportero les pregunta -¿Quién es su jefe?- ellos responden –Satán, es su clave- una señora de negro se hace oír entre la gente- ¡Son satánicos!, ¡quémenlos!- más ayes más espanto, ni un solo policía, ninguna ley, ningún derecho. Flashes de cámaras deslumbran a los ensangrentados, el pueblo quiere mostrar su fuerza, nadie se ha de burlar de ellos, poca gente, algunos camarógrafos y reporteros piden clemencia por los martirizados, otros quieren un mejor reportaje, la gente golpea de nuevo, los pican, jalan las cuerdas pendientes de sus brazos y sus cuellos.

El “Güero” y el “Pitirijas” ofrecen su material a los medios, cientos de policías llegan al lugar, no quieren entrar, no pueden entrar; los linchadores golpean, machucan a los agentes, los inundan de gasolina extraída de algún microbús, en vivo y a todo color en red nacional un trozo de infierno patrocinado por…, del otro lado de la tele, los rostros son reconocidos por madres, por futuras viudas, por futuros huérfanos.

Como ratas corren jóvenes entre las calles, tratan de despistar a la policía, en el puesto de tacos de suadero, el “Gordo” se sorprende de la astucia de sus improvisados sicarios -¡Tan pendejos que se veían esos dos!- exclama con el griterío de fondo.

Un cerillo cae cerca de los cuerpos de dos de los agentes, se extingue la llama ante la exclamación general, un acomedido espontáneo se acerca con un encendedor.

Tan solo tres horas de suplicio después llegan los refuerzos, -¡Había mucho tráfico!- alguien declararía más tarde y su cabeza rodaría; siguen los flashes, siguen los reflectores iluminando el terrible circo de odio, de venganza, de dolor, hedor de carne quemada, olor del gas lacrimógeno; el último sobreviviente voltea al cielo, implorando la llegada de Ángeles negros quienes con sus eslingas, desde un helicóptero jamás llegarían a rescatarlo, -no nos dejarán solos- murmura antes de desfallecer.

Al fin la policía los alcanza, muchos uniformados se ven reflejados en ellos, se cubren las bocas, sienten náuseas; agentes vestidos de paisanos cargan al sobreviviente en vilo, casi desnudo y en cruz después de semejante calvario, millones de mirones morbosos rodean los humeantes despojos, los medios respetuosos de los deudos omiten pasar las escenas sangrientas, pero también omitieron brindarles su ayuda, su protección; solo queda esperanza para uno.

A las pocas semanas ya casi nadie ajeno a las víctimas recuerda lo sucedido, salvo por un tenebroso atisbo de esa noche; en algunos puestos de discos piratas de la Merced y de Tepito entre “Maestras del Sexo Duro” y “Maduras Calientes” ya venden “La Masacre de Tlahuac” de “Pitirijas & Güero’s Films”.

































Texto agregado el 28-12-2004, y leído por 400 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
29-01-2010 Y pensar que a la mayoría de la gente se le ha olvidado el horror de la realidad. Y que quien puedo haber tenido la oportunidad de hacer la diferencia, no lo hizo y se escudó con los más pueriles pretextos. Lo peor, es que quiere ser presidente. Gran narración, imaginaba todo el suceso en la cabeza. Fue subiendo poco a poco de intensidad. Gracias por compartirlo ArnbjornDraven
28-12-2004 Nada mas cruel que la verdad misma, y el reflejo de la falta de humanidad y justicia, una avalancha de odio hacia nosotros mismos y un remanso para el odio que todos llevamos dentro . hugovich
 
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