Despertó bajo un tul de emociones expuestas que la llevaron a perderse en incesantes búsquedas de su propia alma. Suave, delicada, latiendo descalza en el sol de las tinieblas, jugando a ser esa mujer convertida en hada de los imposibles, tendiendo la piel de su silencio en eternos puentes imaginarios hacia la cordura. A su paso como una estela milagrosa de deseos cumplidos, la paz se entrelazaba conformando la existencia de su poderío, bajo ese azul perdido en la tibieza de sus ojos, cubriendo el desenfreno del mundo agazapado entre las palmas. Fue hija, hermana, esposa, madre, tía, amiga, como un ensamble de infinitos personajes en pos de la verdad, filósofa, compañera, profesional, viajera en el tiempo que abrazaba a su familia, protectora, fiel, amable, inteligente, enfermera, atando los esbozos de los otros en un hilo de quejas que llevaba a cuestas para subsanarlo. Cómplice, sumisa, de buena voluntad, dulce, habitando esa red sublime en que los sentimientos perduran indefinidos, como una gran ala angelical aferrada al territorio de los días. Entonces la realidad golpeó sus mejillas encantadas como una haz de luz invadiendo ese reducto de felicidad, quebrantando el hechizo que opacaba tanta claridad, después el llanto albergando la magnitud del infortunio, la soledad para socorrerlo todo, esa fuerza sucumbiendo etapas hasta caer vencida y levantarse nuevamente.
Necesitaba decir estas palabras, aunque las lágrimas invadan territorios y el cielo se espante silencioso; sos mi amiga, la que escucha cíclicas historias pasajeras, la que se desvela por la vida de otras vidas, la que siempre tiene una palabra para continuar y nunca deja de esbozarla, la que quiero y admiro aunque no esté o no diga nada, la que me ayudó al internarme cuando no podía sentir mis piernas y tenía miedo, la que ríe paralela a mi risa o llora con mi llanto, la que ama lo sensible y no de un animal, donde lo más bello puede caber en el espejo de su alma...
Ana Cecilia.
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